Acompaño a mi novio en la dieta, aunque yo no lo necesite
Siempre me gustaron los hombres armados, grandotes, un poco osos. Yo, que soy una sílfide, odio la flacura a la que fui condenado y nada me erotiza menos que un ser igual de lánguido que yo. El tipo rugbier de mi novio, morrudo y con barbita, es la que me va, y eso nunca estuvo en duda. Aunque él, condenado a ser macizo y pesado de por vida, siempre quiso lo contrario: la flacura, la liviandad, usar el mismo talle de ropa a lo largo del tiempo y, más que nada en el mundo, comer sin culpa.
Yo jamás estuve atento a lo que comía o dejaba de comer, pues toda la vida le di duro y parejo a la Coca Cola común, al Nesquik con leche entera, a las papas fritas con kétchup y al pan con manteca. Mi cuerpo, mágicamente, asimila todo eso de una manera insólita y lo hace desaparecer sin dejar rastros de grasa, como si se tratara de un potente limpiador en aerosol.
En el día a día con ese hombre pesado que me enamora, entendí lo que es cuidarse : contar las gotas de aceite de oliva que se le ponen a la asadera para que las cosas no se peguen, no endulzar nada con azúcar bajo ninguna circunstancia, erradicar la manteca de la heladera y que todo, absolutamente todo, sea de bajas calorías.
Al principio de la relación, mi novio intentaba actuar normal frente al fantasma del sobrepeso, y yo nunca le presté atención al asunto. Nos la pasábamos comiendo en restaurantes exóticos, llamábamos al delivery de pizza o empanadas, íbamos a tomar helados y pedíamos tragos o cerveza en cualquier bar. Mi novio se adaptó a mi vida de treintañero soltero que jamás cocinó y nunca supo lo que eran las ganas de adelgazar. Como en cualquier pareja que recién empieza, las miserias quedaron relegadas para más adelante, mientras disfrutábamos de la vida juntos como si todo fuera espléndido y genial.
Pero como mi novio tiene tendencia a engordar, estando a mi lado engordó.
Esta situación no me alteró en lo más mínimo, porque como ya dije, a mí me gusta su cuerpo. Fue entonces su nutricionista quien puso un stop a la (re) caída: no más salidas a restaurantes con Luis, no más delivery, basta de alcohol y basta de maratones de Netflix acompañadas por nachos con queso. Basta, también, de regalarnos chocolates como dos bobos recién enamorados, pues el chocolate es veneno en la dieta de un paciente suyo y tenerlo guardado en el cajón por las dudas, por si viene alguien (como lo tengo yo), no es una opción.
Jesi, la nutricionista , nunca lo dijo claramente, aunque siempre insinuó que la culpa de los nuevos kilos de mi novio era toda mía.
Yo, la peor de todas.
En plan
Mi novio empezó entonces una dieta militar bajo las estrictas órdenes de la sargento Jesi. Al principio asumí que era un tema de él y que yo no podía hacer nada al respecto. Después, el día a día nos golpeó sin piedad, y sentí que tenía dos caminos: seguir mi vida como si nada, comiendo las mismas porquerías de siempre frente a los ojos desesperados de mi novio enfrascado en sus milanesas de soja, o plegarme a la onda calabaza hervida y comer los mismos platos insulsos maliciosamente ideados por Jesi, para acompañarlo en el sentimiento.
Como intento ser una buena persona, estoy cerca de los cuarenta y volver a la soltería errante no es una opción para mí, eliminé de mi casa todas tentaciones calóricas y me puse la dieta al hombro, hasta que la muerte nos separe.
Dejé de comprar la mermelada de durazno que es pura azúcar y me encanta, cambié el queso crema rojo por el verde y erradiqué del hogar las gaseosas.
Probé todo lo light y me pareció realmente asqueroso, pero aguanté.
Las cajas de alfajores y galletitas guardadas para ese limbo bajonero que transcurre entre la cena y el momento de dormir desaparecieron de mi heladera, que se llenó de frutas y verduras ("I'm not a fruit person", le dijo Carrie Bradshaw al ruso en Sex and the city y se lo dije yo mil veces a mi novio como un chiste sin sentido, pues él nunca vio un capítulo de esa serie), semillas de chía en proceso de hidratación (las odio) y yogures light de sabor natural, una especie de permitido que es me resulta tan feo que seguro te hace adelgazar con solo mirarlo.
Del freezer volaron todos esos congelados que podrían estar en la heladera ideal de un niño: patitas de pollo, salchichas, panes de panchos, hamburguesas, medialunas (bueno, uno nunca sabe cuando será momento de descongelarlas en el microondas, meterlas al hornito y rematarlas con jamón y queso), cajas de ravioles, canelones armados en bandejitas de aluminio con salsa bolognesa (listos para meter al horno, ¿qué mejor invento de nuestras queridas casas de pastas?) y conos de helados de kiosco que compraba en cajas de seis en mi supermercado amigo.
Todo eso se fue y llegaron unos aborrecibles medallones de vegetales diversos a los que nunca llamaré hamburguesas por respeto al colesterol americano, que hace una pyme de comidas saludables y vienen en "sabor" remolacha, lentejas, arroz yamaní y ya no sé qué más.
Mi novio empezó a comer esos medallones sin sal y sin aceite casi todos los días de su vida (como cuando Homero empieza a comer las barritas energéticas en ese memorable episodio de Los Simpsons) y yo, por hacerle la gamba, los incorporé a mi dieta. Los fines de semana dejé de tomar helados o frapuccinos en su cara porque todo me daba culpa, corté con las medialunas y los desayunos afuera y los reemplacé por tostadas de arroz en casa, todas las mañanas aunque fuera sábado o domingo. Empecé a tener "permitidos" a escondidas de mi novio, cuando salía con mis amigas, y al poco tiempo me encontré con que yo también estaba a dieta. Aunque él insistiera en que no le molestaba verme comiendo cualquier cosa en frente suyo, a mí la culpa me mataba.
Luego de tres meses aflojó la dictadura de Jesi, mi novio bajó una considerable cantidad de kilos y yo empecé a notar algunos cambios en mi cuerpo: se me fue la acidez, la panza dejó de dolerme casi para siempre, la cintura se me tonificó de un modo inexplicable y la piel de la cara se me volvió más suave y traslúcida (esto, creo yo, es por haber reducido considerablemente el consumo de gaseosas, de alcohol y de café).
Ahora mi novio está en etapa de mantenimiento, con permitidos más frecuentes y una dieta casi normal. Yo me obligué a comer más para no desaparecer (sobre todo al mediodía, cuando estoy en la oficina), pero dejé de comprar porquerías para tener en casa y me di cuenta de que la única manera de comer y sentirse mejor es consumiendo alimentos lo más frescos posible y cocinando en casa aunque nos de mucha fiaca. ¿Que si no extraño quedarme solo en el living hasta las dos de la mañana comiendo pizza con papas de paquete mientras veo el cuarto capítulo de una serie de Netflix? ¿Quién dijo que yo no tengo, también, mis permitidos?
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