Dejé mi membresía en una cadena top para inscribirme en un gimnasio de barrio y fui feliz
Decir que vivo en Palermo Chico es lo más pretencioso que escribí en la última semana. Sin embargo, y para ubicar a los lectores en la situación espacial de este relato, siento que es importante brindar esta información. Palermo Chico no es solo la casa de Susana en Barrio Parque o el piso de Mirtha en Libertador, sino un espacio que las inmobiliarias delimitaron entre Las Heras, Figueroa Alcorta, el zoológico y la avenida Coronel Díaz. O algo así.
Decir que uno vive en Palermo Chico es casi tan pretencioso como el mismo hecho de residir ahí. Y los gimnasios de la zona no son ajenos a esta situación.
Hace tres años me anoté en el gimnasio más top de la zona, uno muy grande y muy moderno ubicado en una zona muy transitada.
Ir ahí era como llegar al boliche. Bueno, tal vez no tanto como un boliche, pero sí me atrevería a decir que era igual de estresante a nivel energético que caer al evento de lanzamiento de alguna marca de lujo.
Para ir a ese gimnasio había que producirse, porque en algún momento a alguien se le ocurrió que lo sporty podía ser chic y que las remeras de promoción de alguna bebida o recital no eran aptas para ir a entrenar. En algún momento de la vida, alguien dijo que todo debía ser dry fit aunque los que levantamos pesitas casi ni sudemos, y en otro momento de la vida a alguien se le ocurrió que toda esa ropa dry fit podía ser de color flúor, tener buen corte al cuerpo y llevar el logo sutil de la famosa pipa. Y ser carísima.
Ir al gimnasio implicaba tener toda esa ropa, tener un buen cuerpo para llevarla con soltura y sensualidad, someterse al escrutinio público sobre nuestra imagen y saludar a mucha gente, porque uno cree que pertenece a ese círculo en el que siempre quiso estar.
En ese gimnasio, además, era condición caer con tu propio personal trainer, pues los empleados del lugar son más regios que uno y no te hablan a menos que seas muy joven y muy bello. Ni se nos ocurra, en uno de esos gimnasios, pedirle "una rutina al profe" porque recibiremos una mirada de hielo más tremenda que la de Elsa de Frozen en su peor momento. Tampoco debemos ahí llevar nuestra colación, si a metros de las máquinas hay un bar muy canchero donde venden desde batidos proteicos hasta yogures con granolas, y si uno se toma el atrevimiento de sentarse en esas mesitas con una banana o un alfajor de origen viandero, será invitado a retirarse como me invitaron a mí el día que caí con un postrecito descremado comprado en el super de abajo a la mitad de precio de lo que valía en el "bar del gym".
En el gimnasio top los chicos son lindos y perfectos y forman grupitos alrededor una máquina para usar el aparato una vez uno, una vez otro, dejándonos completamente afuera de la lista de espera.
En el gimnasio top las chicas son flacas y usan calzas o shorts delicados, nuevos, impolutos, mientras hacen millones de sentadillas con su profesor particular. En el gimnasio top hay muy buen aire acondicionado y buena música y rico olor, y si uno tiene la seguridad suficiente para que ninguna de las pavadas anteriormente descritas afecten su autoestima, resulta un espacio perfecto para entrenar.
Sin embargo, rescindí mi membresía cuando a través de Instragram me invitaron a ser socio de "un espacio de fitness boutique en el corazón de Palermo Chico". Como me quedaba a la vuelta de casa, accedí a sacarme fotos interactuando con las máquinas para subirlas a mi feed a modo de canje, bajo la leyenda "Hoy se entrena!". Al margen de ese papelón, fui feliz por un tiempo en aquel gimnasio boutique que costaba lo mismo que el premium. En la entrada siempre había un ramo de flores que parecían caras y lindas y la recepcionista te ofrecía una toallita de mano como si estuvieras en el spa de un hotel de lujo. Hasta ahí todo hermoso, pero lo que me molestaba del gimnasio boutique eran las señoras: mujeres de entre 45 y 60 años que hacían terapia con su personal trainer contándole a los gritos las peleas con su marido, el viaje a Punta del Este o el bar mitzvá de su hijo.
Eso, sumado a que me empezó dar mucho pudor subir fotos posando entre pesas o hacer stories fortaleciendo glúteos en el escalador, hicieron que me inscribiera en el gimnasio más barato –y menos glamoroso- de mi barrio.
Lo primero que me llamó la atención de este nuevo lugar fue el método de ingreso: en vez del típico carnet con foto, te daban un papelito sin plastificar con un código de barras que acreditaba el pago de tres meses, por adelantado, en efectivo. La suma, exactamente la mitad que los gimnasios anteriores. Es verdad que las máquinas eran más viejas que las barras que levantaba Rocky Balboa en los 80, pero esta falencia se compensaba con otras ventajas. El lugar nunca estaba lleno, la música nunca estaba fuerte, la gente no armaba grupitos cool al lado de las máquinas y nadie te hacía sentir que no pertenecías. Los hombres iban vestidos con remeras viejas de merchandising (algunos se atrevían a usar las mismas medias del traje, con pantalones cortos, idea a la que suscribo pues, ¿para qué lavar otro par que en una hora de ejercicio se va a ensuciar de todos modos?) o camisetas de fútbol con sus nombres impresos en la parte de atrás, y las mujeres se ponían un jogging o un short cualquiera. Lo genial de este gimnasio olvidado en el tiempo era la ausencia total de espíritu deportivo: todos estábamos ahí porque no nos quedaba otra, porque "algo hay que hacer después de la oficina" y es más fuerte la culpa de irse a casa a ver series que, al menos, pasar por ahí una horita, vestidos así nomás, y hacer que ejercitamos algo en una máquina oxidada.
El gimnasio de mi barrio, donde el profesor a cargo del salón era panzón y muy amable y los personal trainers habían pasado el medio siglo de edad, me alentó a mover las cachas al menos tres veces por semana sin sentir complejos por tener el cuerpo menos trabajado, la ropa más rotosa y el espíritu menos activo para ejercitar.
Después, cuando se cumplieron los tres meses, tenía el cuerpo más activo, los horarios más flexibles y más ganas de pavear y de ver chicos lindos levantando pesas en grupo. Entonces, volví a anotarme en el gimnasio top.
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