Cine y gastronomía, en una vivencia sensorial
Osamu y Shota, padre e hijo, hacen dos escalas en el camino que los lleva desde el supermercado donde han robado algunos alimentos hasta su humilde hogar en los suburbios de Tokio. Primero paran en un puesto callejero a comprar unas croquetas de papa, luego deciden llevarse a Yuri, una niña que en la noche helada juega sola en el balcón de su departamento. Palabras más, palabras menos, así comienza Shoplifters, film de Hirokazu Koreeda que el año pasado ganó la Palma de Oro del festival de cine de Cannes y que incluso fue nominado al Oscar como mejor película en habla no inglesa.
Shoplifters –traducida como Un asunto de familia o Somos una familia– es el film elegido para la primera edición del ciclo de cine y gastronomía Festín, que una vez por mes se realizará en el hotel Anselmo Buenos Aires Curio Collection by Hilton, en San Telmo. La experiencia se completa en esta ocasión con la cocina callejera japonesa de Sergio Asato, chef a cargo de Social Sushi Izakaya y uno de los fundadores del Club Gastro Japo, que reúne restaurantes japoneses en la Argentina.
"La propuesta de Festín no es el mero hecho del entretenimiento porque sí, sino un encuentro placentero y lúdico donde exista la posibilidad de hablar con quien está al lado aun siendo extraños, disfrutando de una experiencia sensorial que va más allá de la solitaria y anónima que ocurre en un cine", me explica durante el momento de la recepción en el jardín interior del Anselmo Pablo Mazzola, programador artístico, distribuidor de cine y uno de los creadores de Festín (junto con Bernadette Laitano, Rocío Ferrín y Leonardo Raduazzo).
Mientras charlamos, el increíble jardín del hotel –un espacio a descubrir en pleno corazón de San Telmo– va llenándose con los 50 asistentes al primer encuentro. Hay cerveza japonesa, una versión sin burbujas del kir royale, maní japonés y unos rolls para ponerse a tono con lo que viene: una película que, lejos de ofrecer una mirada cándida y apta para turistas de Japón, muestra su lado menos amable, invitando a reflexionar sobre los vínculos humanos que se tejen en la trama que se desarrolla en una cultura diferente a la nuestra (pero, merced a la globalización, con más de un punto de contacto).
"La idea es que cada película del ciclo tenga un distintivo de calidad artística incuestionable para que todos encuentren aquí un buen cine, pero que también sea un disparador de reflexiones y sensaciones", precisa Mazzola, poco antes de invitar a los asistentes a bajar al salón donde se proyectará el film. De un lado del salón, la pantalla donde se proyectará Shoplifters; del otro, una hilera de puestos de comida callejera japonesa adornados con farolitos. En el medio, varias líneas de cómodos sillones que harán las veces de butacas en esta proyección que comienza luego de una muy breve presentación del ciclo. Las luces se apagan.
Izakaya
Recuerdo pocas funciones tan silenciosas como esta. No hay ruidos de pochoclo ni de papeles de caramelo, nadie habla y la atmósfera es de profundo interés y disfrute. Ninguno de los organizadores ha pedido –como sucede en el cine– que les saquemos el sonido a los celulares, y sin embargo durante la proyección estos ubicuos dispositivos languidecen silenciosos en el fondo de algún bolsillo, de las carteras o sobre los sillones.
La trama atrapa. El trágico devenir de los personajes acapara la atención durante los 121 minutos del film, que, cuando termina, deja en los rostros de muchos espectadores una sensación de desamparo en torno a la suerte de los personajes. No es un película más, tampoco un mero hecho estético. Es una experiencia movilizante que invita a poner en palabras lo visto; de ahí que ni bien las luces de la sala se encienden comienza a oírse un pequeño murmullo de opiniones compartidas.
Los anfitriones nos invitan a trasladar la charla a los puestos de comida callejera montados en la parte de atrás del salón, donde Sergio Asato y su equipo de cocina comienzan a ofrecer los primeros platos: unos triángulos de arroz sellados con miso y alga nore (Yaki Oniguiri) y una sopa de miso wakame con tofu (Miso Shiru), dos comidas que tranquilamente podrían haber sido elegidas por Osamu y Shota en su deambular por las afueras de Tokio.
"La idea era que los espectadores vengan del mundo de la película y sigan en Japón a través de su street food. Que se encuentren con el espíritu del film que refleja la parte informal de Japón, que no es la que la gente que va suele visitar –comenta Asato–. Porque en Japón está el Palacio Imperial, pero también los callejones donde están los farolitos torcidos y las plantas que crecen solas".
El concepto detrás de su propuesta se encuentra en la palabra izakaya, que, explica, significa licorería: "Es un lugar para descontracturarse y tomar algo con amigos después del trabajo, donde venden cerveza y sake, y donde cruzás la mesa con tus manos para agarrar un bocadito de acá y otro de allá, y estás codo a codo; algunos parados, otros sentados, todo muy informal, como acá".
Algunos espectadores se acomodan parados en torno a los puestos, otros en los sillones, todo bien estilo izakaya. Hay cerveza Asahí, una gaseosa muy popular en Japón de nombre impronunciable y los sí reconocibles vinos de Saint Felicien. A los primeros platos les siguen unas brochetes de pollo con salsa teriyaki (Yakitori), pickles de vegetales (Tuskemono), arrolladitos primavera (Harumaki) y unas croquetas de papa con panko (Korokke con salsa tonkatsu).
–Sergio, estas croquetas son las que compran Osamu y Shota antes de llevarse a Yuri, ¿no?
–Sí, son esas comidas urbanas y rústicas de Japón, como puede ser acá una milanesa. Pero lo ves en una película y querés probar cómo es.
Mientras mastico la croqueta pienso si la historia no hubiese tenido un final distinto –uno más feliz, tal vez– si en su camino de Osamu y Shota no se hubiesen cruzado el puesto de croquetas.
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