El 16 de febrero vence el plazo para que los envases de alimentos se adecúen a la ley de etiquetado frontal
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Comida no es solo lo que nos llevamos a la boca. La comida es información: alguna la podemos ver en la etiqueta, y otra gran parte está encriptada biológicamente. Esa información puede crear balance, o todo lo contrario. También nos conecta con casi todo lo que importa: con la tierra donde creció, con el clima y la estación en la que estamos, con quienes trabajan para producirla y llevarla a tu mesa, con la salud pública de la sociedad donde vivimos y con la economía que la rodea.
Por supuesto, uno es lo que come, y aquello que ingerimos nos ayuda a vivir mejor y nos nutre... o nos enferma.
Cada vez que elegimos comprar algún alimento, estamos votando. Votando por un modelo de producción, por los ingredientes que aceptamos consumir (siempre hablando de quienes tenemos la oportunidad de elegir). Al comprar, aceptamos la oferta. Pero no solo votamos políticamente, cada vez que elegimos qué comer, votamos también a favor o en contra de nuestros propios intereses. Tanto los personales –nada más personal que nuestra salud–, como nuestros intereses comunitarios. Al elegir dónde y cómo compramos nuestro alimento diario elegimos también cómo es el barrio donde queremos vivir, si tiene pequeños comercios o no, por ejemplo.
Políticas públicas
Son muy pocos los países en el mundo que crean políticas públicas que se correspondan con sus guías alimentarias recomendadas. Las implicancias sociales de lo que comemos son profundas y complejas.
Nuestro código alimentario dice que tanto aquello que nos nutre como lo que no puede ser llamado alimento. Y eso da lugar a que en nuestras góndolas exista cierta confusión.
Una herramienta con la que hoy contamos es una ley de etiquetado clara. La llamada ley de etiquetado frontal –Ley de Promoción de la Alimentación Saludable– deja al descubierto especialmente aquello que podía por medio de recursos –como frases, dibujos y guiños recurrentes en el envase– confundirnos y hacernos interpretar un producto como bueno para nosotros, cuando no lo es.
Lo que logra la ley es aplanar el terreno, aclarar los grises. De ninguna manera nos dice lo que podemos o no consumir. Es más información, más clara, con reglas parejas, sin lugar a interpretaciones: mucha grasa, mucha sal, mucha azúcar o muchas calorías. Si te gusta y no te importa, lo comés o tomás igual. Pero lo hacés sabiendo qué es lo que consumís o le das a tu familia.
La importancia de garantizar un acceso claro a la información sobre lo que comemos está dada por el hecho de que la alimentación es quizás lo más transversal que tenemos: se cruza con la producción, con la salud, la educación, la seguridad, la comunicación, la prevención, la cultura, el transporte, etcétera. La ley toca la educación (requiere contenidos educativos en escuelas), hace explícito cuáles son los alimentos que se pueden o no promover en esos ámbitos, determina que el deporte no puede tener como sponsors productos con etiquetado en negro, establece que no se puede comunicar nada de estos productos dirigido a menores, y las compras del estado para alimentación también entran en estas reglas.
Y para todo esto hay plazos, algunos de ellos empiezan a correr el 16 de febrero, fecha en que las grandes empresas deberán tener adecuados sus envases a la ley, mientras que en agosto esto mismo comienza a regir para las medianas y pequeñas.
Volver a la cocina
Todos los países ya comprobaron que, a largo plazo, dejar la alimentación de la población en manos de la industria, la autorregulación, el marketing y la idea de que se decida qué comemos en base a la ganancia que genera, es una mala gestión que genera gastos en salud publica. Lo que se traduce en los crecientes índices de enfermedades crónicas, sobrepeso, problemas cognitivos y de desarrollo en todo el mundo. Por otro lado, también podemos ver cómo mejoran estos índices una vez aplicadas leyes como la nuestra. Claramente, este tipo de leyes no son la solución, pero ayudan mucho.
Ya todos están de acuerdo en que tenemos que comer muchos más vegetales y frutas, más comida real y no ultraprocesados. Ahora es tiempo de reconocer la diferencia entre los procesados y los ultraprocesados.
Cocinar es hoy quizás el acto más rebelde que podemos tener. Es independencia, es revolucionario y liberador. Durante décadas se trabajó activamente desde la comunicación para sacarnos de la cocina. Que una comida empaquetada, ultraprocesada, que lleva 5 minutos era liberadora, era una solución...
Hoy sabemos que nos engañaron, que era una trampa para la salud, para la economía y, también, una trampa cultural. Nos creímos que estaba bueno no cocinar. Pero ya es hora de reclamar ese terreno en todos los ámbitos que abarca. Desde el momento de la compra, leyendo las etiquetas y optando por productos estacionales. Y luego en la cocina, usándola, que es un recurso que está a nuestro alcance. Aunque sea haciendo un huevo.
Cocinar es rebelarse, salir de la fila y elegir.
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