Por favor, no me digas más que "estoy muy flaquito"

¡Ay, que flaquito estás!
La frase inmortalizada por Su Giménez como el gran halago inicial de cualquier conversación -y que a esta altura podría figurar en algún manual de protocolo y buenas costumbres argentinas- para mí es un cachetazo a la autoestima. Porque yo odio ser flaco.
Todo comenzó a los 15, 16 años, cuando los que jugaban al rugby en el colegio se empezaron a poner grandotes, y yo, que de chiquito era medio regordete (tanto que mis padres, mis tíos y mis abuelos me decían cariñosamente "lechón"), pegué un estirón tan absurdo que pasé a medir 1,88 y a pesar setenta kilos. Así me quedé, hasta el día de hoy, lánguido y esmirriado, como estancado en ese peso de adolescente al que le falta un hervor para terminar de desarrollarse. ¿Qué hice nada para cambiar las cosas? ¡Qué no hice!
Primero empecé el gimnasio, a los 17. Hice pesas y aparatos cada día de la semana, consulté con entrenadores y profesores, leí en vano todas las revistas de culturismo con "tips para aumentar la masa muscular". Y nada. Entonces empecé a comer, porque todo el mundo me decía "tenés que comer pollo, claras de huevo, lomo, atún. Tenés que comer proteínas". Intenté, no sin cierto asco y mucho esfuerzo, comer todo eso que recomendaban para estar más grande. Los resultados fueron ínfimos. Tanto que al poco tiempo abandoné. Abandonaba y retomaba -la dieta y el gimnasio-, y siempre seguía flaco, siempre flaquito. Iván de Pineda, mi compañero de banco en el colegio, era igual que yo, aunque sus rasgos exóticos y una tía que le hizo "un book" y lo llevó a la agencia de Pancho Dotto lo catapultaron a la fama europea. Iván, todo flacucho y alargado como yo, se fue a triunfar a París y me dejó rodeado de rugbiers que me hacían bullying .
Flaco de consultorio
Seguí así hasta que a los veintipico decidí ir a una nutricionista para engordar. La tipa, en vez de decirme que mi genética estaba diseñada así y punto, que ni intentara ser algo que no soy, me mandó una dieta imposible que incluía banana con dulce de leche como colación, huevos con jamón y queso como desayuno, bifes enormes con arroz y puré de papas de almuerzo y más colaciones para mí vulgares y exóticas, como dulce de batata con queso por salut en sanguchito de galletitas de agua a la hora del té. Una asesina.
Comí todo eso pues estaba decidido a ser una persona "normal"; a que los jeans no me quedaran con la cola caída y las patitas flacas, a tener muslos de varón deportista, a que las mangas de las remeras no me bailaran entre los bíceps etéreos. Comí todo eso por obligación, hastiado, y los resultados no llegaban. Entonces dejaba, abandonado.
Así como un gordo que no puede adelgazar se entrega vencido a una panzada de milanesas y alfajores, mi derrota era comer solo cuando el cuerpo me lo pedía. Y mi cuerpo pedía de todo un poco, pero siempre poco. Tres porciones de pizza y ya, dos o tres empanadas y ya, una milanesa y ya. Nunca fui capaz de comer más que eso. Mi estómago tiene un límite, una capacidad limitada.
"Cariñosamente"
Entonces, "¿cuál es tu problema, chabón? ¿De qué te quejas?".
Mi trauma es que todo el mundo, desde que soy adolescente hasta la fecha, lo primero que me dice al verme es: ¡ay, qué flaquito estás!, como si ellos fueran Susana Giménez y yo Verónica Castro. Y no lo dicen como un halago, pues el comentario viene seguido de un "tenés que comer más, tenés que alimentarte!"… ¿En serio Silvia? Menos mal que me lo decís, te juro que nunca en mi vida pensé en comer sin ganas, en matarme en el gimnasio, tomar suplementos que me hacen vomitar, ir a una nutricionista y sufrir como un condenado para no ser un flaco raquítico. Gracias Silvia, tu consejo es muy valioso.
Es importante aclarar que Silvia no actúa con maldad. Que ninguno de los que constantemente me dicen que estoy flaco al borde de la enfermedad me guardan resentimiento. Para entender esto, pongamos las cosas al revés: qué tal si yo me encuentro con Silvia después de un tiempo sin verla y le digo. "Ay, Silvia, estás hecha un chancho, deberías comer menos". Silvia se sentiría igual de herida que cuando a mí, "cariñosamente", me dicen que estoy muy flaco. Pero socialmente es un halago decirle a alguien que está flaco, y es un insulto decirle a alguien que está gordo. Porque los estereotipos por ahora no descansan y las estadísticas dirán que en el mundo hay más gente queriendo adelgazar que gente queriendo engordar.
Los que me conocen saben perfectamente que para mí la delgadez no es un halago. A mi jefa, ya la tercera vez que me dijo "Luis, estás muy flaco", le paré el carro sin que me intimide su autoridad. Lo mismo a mi madre, que toda la vida me hostigó diciendo que si no comía más se me iba a cerrar el estómago. Y a mis hermanos les hice entender que no tengo signos de anorexia pues amo la comida y como todo lo que quiero sin culpa alguna, que no tengo problemas de tiroides pues me hice los análisis correspondientes y están perfectos, que no tomo drogas que podrían hacerme adelgazar pues me dan pánico y que practico deportes con total normalidad, aunque ellos insistan en que si sigo así voy a desaparecer.
Yo quiero engordar y no puedo. Siempre quise engordar y nunca pude. Siempre sufrí con el tema y lo sigo sufriendo, aunque hace un tiempo me crucé con un masajista ayurvédico que me dijo algo clarísimo: "Para la medicina ayurvédica tu cuerpo es de tipo vata, siempre flaco y estilizado. Comas lo que comas, hagas lo que hagas, eso nunca va a cambiar. ¿Por qué no te relajas y disfrutas los beneficios de ser flaco? ¿Por qué no te aceptas como sos?".
Su reflexión, en lugar de consolarme, me deprimió aún más. Mi cuerpo es así y no hay nada que hacerle. Y aunque a esta altura estoy resignado, a mí me hubiera encantado ser grandote y morrudo, así como a algunas flaquísimas les hubiera encantado tener lolas y cadera y los gordos sueñan con poder comer de todo sin engordar. Pues esa es nuestra naturaleza: querer aquello que nunca tendremos.
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