El Obrero: la historia del mítico bodegón de La Boca que dijo “no va más”
Los fuegos de la cocina del histórico bodegón El Obrero de La Boca se apagaron para siempre el último sábado gris de enero cuando Silvia Castro y sus hermanos dijeron “no va más”.
Ese mediodía húmedo salieron de su cocina rumbo al salón, por última vez, una suculenta milanesa de ternera napolitana con papas fritas, una porción de rabas crocantes y una tortilla española bien “babé”, platos legendarios que hicieron conocido en todo el mundo a este bastión xeneize genovés, restaurador de obreros portuarios primero y turistas itinerantes después. Lo saben todos. La Boca ya no volverá a ser la misma con las puertas de El Obrero cerradas.
Aquel sábado inestable que quedará registrado como un capítulo triste en la historia gastronómica porteña, Silvia y sus hermanos -herederos del fundador, Marcelino Castro- habían atendido solo 8 mesas, cuando en otros tiempos sabían atender más de 40. Los días de semana, cuando recortaron el servicio solo al mediodía, la concurrencia no mejoraba, por el contrario: se ocupaban tres o cuatro mesas.
“Reabrimos en noviembre con mucha expectativa, hicimos una reinversión fuerte en el local, pero la suba de precios y la baja del turismo por la pandemia fueron demasiado”, cuenta Silvia a LA NACIÓN. “Si no, nunca hubiéramos tomado esta decisión. Nacimos acá y esta es nuestra historia”.
De la restauración proletaria al deleite popular
Como si se tratara de la elaboración de un duelo, Silvia cuenta que sigue yendo al local, que si bien tiene sus puertas cerradas desde el sábado, “venimos a ventilar, acomodar algunas cosas y hacer números con el contador”. Ella confirma el cierre de El Obrero, dice que no recibió ofertas para venderlo y que sueña con una apertura futura, cuando cambien las condiciones del país y del mundo. “Pensábamos que en enero iba a llegar la vacuna contra el Covid-19 y que la gente iba a salir más, con menos temor. Pero la gente está endeudada y el turismo sin vacunas no mejora”.
Ella recuerda con una voz muy clara y firme los comienzos de la fonda El Obrero en 1954, comandada entonces por su papá Marcelino, cuando se servían solo dos o tres platos de origen criollo que recargaban las energías de los estibadores portuarios y los obreros de las fábricas cercanas. “Se servían muchas sopas, pucheros y alguna ternerita guisada”, relata.
Fue, también, a decir del historiador Felipe Pigna, el inicio de un consumo popular hasta entonces restringido a las clases más pudientes: el vino de mesa elaborado con uvas criollas, servido en jarra o pingüino.
Por aquellos tiempos, el tango le rendía culto al barrio que vio llegar miles y miles de inmigrantes italianos y españoles empobrecidos -la última gran oleada inmigratoria de posguerra- y la cantinas de La Boca experimentaban un auge romántico que los nonnos suelen recordar con alegría y mucha nostalgia.
Por esos bodegones y cantinas de La Boca deambularon personajes entrañables de la cultura nacional en construcción, como el primer diputado socialista del continente americano, Alfredo Palacios, y un niño abandonado, sin familia y sin nombre, bautizado luego como Benito Juan Martín Chinchella, más tarde conocido como Quinquela Martín.
Con los años, el recambio en el menú de El Obrero convirtió a la fonda de Marcelino en un bodegón emblemático. La carta se amplió con preparaciones clásicas de la cocina mediterránea italiana, fideos con tuco -estofado o albóndigas-, tortillas españolas y una creación eminentemente argentina que es todo un oxímoron internacional, la “milanesa napolitana”: Milán y Nápoles, el norte rico y el sur pobre de Italia, unidos en una sola preparación.
Cuenta Silvia que, probablemente, esa milanesa napolitana de ternera con papas fritas, como la última que sirvieron aquel sábado gris y húmedo en el que dijeron “no va más”, sea uno de los platos que más van a extrañar quienes algunas vez tuvieron la dicha de deleitarse con el sabor de la historia gastronómica más genuina de La Boca.
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