Día Internacional del Vegetarianismo: Me hice vegana en la Argentina porque quiero llamar tu atención
Siempre que me preguntan las razones que hace más de 14 años me llevaron a tomar la decisión de ser vegetariana –y luego vegana- digo lo mismo: "Quería llamar la atención". Los curiosos y los inquisidores momentáneos suelen reír ante mi respuesta porque evidentemente cada vez que el tema surge en las charlas (el 83% de los almuerzos laborales giran en torno a la cuestión, profundizada por mi no tan reciente paso al veganismo, por ejemplo) de alguna manera estoy llamando y recibiendo toda su atención. En ese primer sentido banal y social, la conversión fue un éxito. Y en muchos otros aspectos que luego pasaré a detallar, también. Pero, claro, decidir ser vegetariana en la Argentina a principios del milenio no fue fácil. Y qué mejor momento para exponerlas que hoy, el Día Internacional del Vegetarianismo.
El primer obstáculo a sortear fue la familia. Con 18 años, convencer a mis padres de que la decisión era acertada y conllevaba beneficios para mi salud fue complicado: recuerdo cómo mi vieja intentó engañarme en reiteradas ocasiones metiendo trozos minúsculos de jamón en una tortilla de verduras que de ninguna manera lo necesitaba para ser más sabrosa o nutritiva. Supongo que la tradición y el acceso limitado a la información los llevaba a pensar que al eliminar la carne de la dieta rápidamente iba a morir de anemia o al menos desmayarme apenas intentara hacer el más mínimo esfuerzo físico. Sin embargo, y aunque les costó asumirlo, paulatinamente las milanesas de soja (en ese entonces el alimento vegetariano por antonomasia) se abrieron camino en el menú familiar y un año después mi hermana también se convirtió: el grupo quedó equilibrado y todo se hizo más llevadero... puertas adentro.
Afuera, la lucha iba a ser más dura. Aún hoy, ser vegetariano y vegano en el país del asado es para la gran mayoría un sacrilegio; y a pesar de que pasó más de una década desde mi decisión, tengo que enfrentarme a frases como estas en algunos restaurantes y comedores: "Igual pescado sí comés, ¿no?", "Te traigo una tarta de pollo", "Pero hay ensalada césar…", y así. Y ni hablar de aquellos que, preocupados por lo que piensan es un camino inexorable hacia la desnutrición, quieren intervenir en tu dieta: "Necesitás la carne para tener energía, nena", "El pescado hace muy bien", y así, así. Es verdad, igual, que en aquel primer momento había que explicar mucho más: no como ningún tipo de carne, señor, ni roja, ni blanca ni nada, le agradezco mucho su interés en mi salud pero no. Ahora, incluso en 2018, explicar el veganismo en Argentina por momentos es como defender el ateísmo desde el interior de una iglesia ortodoxa.
El abandono de los comodines
El desconocimiento generalizado me obligó a investigar las opciones para poder reemplazar el trozo de carne de cada día por mi cuenta y al dejar el hogar familiar tuve que aprender a defenderme en la cocina. Por suerte, contaba con dos compañeros de la secundaria que habían nacido vegetarianos (en seno familiar vegetariano, lo que no quitaba que a la salida del colegio se clavaran un combo completo como si no hubiera un mañana en el local de comida rápida más cercano) y eso me aproximó bastante a la información, durante los años en los que la oferta en la Internet era mucho más limitada. Además, debido a una enfermedad congénita –trombocitosis o trombocitemia esencial-, el asiduo chequeo hematológico me permitió evitar la anemia. Así supe también que la reserva de complejo vitamínico B12, el único que solo se obtiene de manera natural a través de la carne, duraría por unos diez años después de los cuales debería empezar a tomar algún suplemento. Aunque no puedo recordar con exactitud cómo mi cuerpo se adaptó al vegetarianismo –sí sé que al principio nada me saciaba tan fácil-, aproximadamente una década más tarde, acaso gracias a esa decisión (o no, la ciencia aún no pudo determinar las causas de su aparición ni de su involución), aquella patología sanguínea se revirtió.
Durante los primeros años, debo admitir que el delivery fue mi gran amigo. Pizza, empanadas, comida china: hasta que me hice más consciente y logré hacerme del tiempo necesario, practiqué este vegetarianismo "trash". Las picadas, los sándwiches improvisados, y algunas tartas fueron la base de mi alimentación mucho tiempo. Sobreviví para contarlo (ahora casi ni consumo procesados) y sin saber que finalmente tomaría la decisión extrema que me alejaría de los dos elementos estrella, los comodines siempre presentes de la dieta de cualquier vegetariano: el queso y el huevo. Un buen día, hace casi un año ya, también dejé los lácteos y los derivados de los animales y la lucha ascendió a otro nivel. Ni me gasto en transcribir acá las reacciones. Lo cierto es que el desconocimiento acerca de lo que conlleva el veganismo, sus principios teóricos y los requerimientos prácticos, es generalizado y la apertura mental hacia los argumentos mucho menor. Pero nunca fui fundamentalista (puedo hasta cocinar carne para otros sin problema) y nunca dejé que la opinión externa permeara mi decisión (mentira: una vez en Chile una moza obstinada no quiso escuchar y me trajo un filete de reineta que terminé comiendo con algo de placer y muy poca culpa, sabrán perdonar). Más allá de las justificaciones, ser vegano hoy y acá implica dar pequeñas batallas diarias, reafirmar la decisión en cada comida, en cada reunión, ante cada una de las miradas desconfiadas o los empecinamientos ridículos en hacerte caer adentro de ese pedacito de chocotorta o porción de muzza.
Es verdad que los años y la globalización transformaron el panorama social y comercial. Hoy no es tan raro ser vegetariano o vegano, al menos en Buenos Aires, hoy la gran mayoría de los bares y restaurantes incluyen una opción en sus menúes y hoy las dietéticas y algunos supermercados ofrecen todas las hamburguesas, las leches vegetales y los cereales y semillas necesarias para tener una dieta variada y completa. Hoy las redes sociales bombardean con recetas y consejos nutricionales y las biografías en los perfiles de tantos influencers explicitan su forma de alimentarse. Pero ser vegetariano o vegano hoy y acá sigue implicando un esfuerzo y quizás, si no se compara y se dedica tiempo a la investigación, algunos pesos más.
Mis decisiones siempre se basaron principalmente en los gustos y en esa necesidad primaria de ser el centro de la conversación. Pero al conocer las repercusiones ambientales (sí, me vi todos los documentales de Netflix: What The Health, Food Choices, Cowspiracy, esos), las reafirmé. Ya dije que no soy fundamentalista así que no voy a transcribir acá los datos del impacto de la industria ganadera y sus derivados en el planeta. Cada uno sabrá. Yo sé que hace un año que soy vegana, más de 14 que soy vegetariana y soy feliz por todo lo detallado y porque logré mi principal cometido: captar su atención, al menos hasta el final de esta nota.
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