Dónde comer. Lo mejor y lo peor de Ajo Negro, el restaurante especializado en tapas del mar que se arriesga experimentando
Dos cocineros de oficio que, sin marketing ni grandes capitales, decidieron independizarse y plantear su propio juego de experimentación, técnica y búsqueda
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Es vox populi que Buenos Aires le da la espalda al río. Pero no solo se trata de aguas dulces: más allá de muy buenos ejemplos peruanos y japoneses, la capital porteña también suele darle la espalda al mar argentino, al menos en lo que respecta a su gastronomía. En una ciudad de unos tres millones de habitantes casi no hay restaurantes que se especialicen en pescados y mariscos, con una propuesta dedicada a esa enorme riqueza que sale del Océano Atlántico para luego ser exportada en grandes barcos pesqueros a latitudes lejanas. Por suerte, cada tanto aparecen excepciones y Ajo Negro es una de las mejores. Un local escondido en Palermo, en una vereda desangelada de la Av. Córdoba, casi en la esquina de Jorge Newbery. Una vidriera que, a simple vista, fácilmente pasaría desapercibida.
Mar de tapas es el lema de Ajo Negro, un juego de palabras que explicita su concepto. Por un lado, la cocina de mar; por el otro, platos pequeños para compartir: una mesa de dos personas debería pedir dos tapitas (así las llaman, a $1050 cada una), dos tapas ($1390 cada una) y uno o dos postres ($590) para quedar satisfecha. Hay vinos desde $2300 y cervezas desde $700 (precios de mayo de 2022).
El local arranca desde la calle con un formato largo y angosto, para finalmente abrirse al fondo en un salón más amplio. Un gran mural marítimo de tonos azulados cubre la pared lateral. Ese color, el piso de cemento, el hierro negro, todo esto da cierta frialdad al ambiente, que se compensa con la acción visible de los fuegos. Por lejos la mejor experiencia se da yendo de a dos o tres personas para poder sentarse en la larga barra que está adelante, con sus taburetes ubicados directamente frente a la cocina, donde es posible ver a los cocineros haciendo su trabajo.
Ajo Negro es lo que en la jerga culinaria se llama un restaurante de gastronómicos. No solo porque sus dueños son cocineros de oficio, sin marketing ni grandes capitales a sus espaldas, sino además por la manera en que se piensa el lugar y la carta. A cargo están Gaspar Enrique Natiello y Damián Giammarino González, que tras años de trajinar cocinas ajenas, decidieron independizarse y plantear su propio juego de experimentación, técnica y búsqueda. Con esto quiero decir que Ajo Negro no es un restaurante que le gustará a todo el mundo: el que vaya debe aceptar ese juego propuesto, donde solo hay pescados, mariscos y verduras (no hay presencia de otras carnes en la carta), con platos innovadores y arriesgados que no son fáciles de encasillar. El que busque algo más conocido, mejor que siga de largo.
Lo que me gustó
En pandemia, con el salón vacío (sin mesas en la vereda ni patios abiertos, debieron cerraron varios meses), Damián y Gaspar aprovecharon el tiempo para estudiar sobre pescados madurados, leyendo libros e Internet, compartiendo información con cocineros amigos, ensayando con distintas variedades y tamaños. Cuentan que hubo mucha prueba y error en ese recorrido de conocimiento. En la cámara de frío que está al costado de la cocina armaron unos estantes con ganchos similares a los de una carnicería donde hoy suele haber chernias, lisas, besugos, anchoas de banco, abadejos, palometas y otros pescados, todos minuciosamente limpios y sin la cabeza (que utilizan para otras recetas). Estos pescados cuelgan allí por tiempos variables, hasta alcanzar lo que los cocineros consideran el punto óptimo de cada uno. A veces serán tres días; otras pueden sobrepasar los quince. En ese lapso, con temperatura controlada, la carne comienza a deshidratarse, ganando una textura compacta y un sabor mantecoso.
De chicos siempre nos enseñaron que el pescado debe comerse lo más fresco posible; en Ajo Negro demuestran que hay otras opciones igual o más deliciosas. “Al perder el agua, el pescado se mantiene perfecto, sin tomar ningún olor desagradable”, dice Gaspar y hay que darle la razón: aun sentándose frente a la sartén donde fríen el pescado al momento, no se huele ninguno de esos aromas que tantas otras veces sí aparecen en restaurantes de la ciudad.
Con estos pescados, también con infinitos caldos hechos con las cabezas y espinas, con langostinos frescos, con vieiras, mejillones, calamares y más, estos cocineros sacan platos como un falso niguiri de lisa marinada sobre una base de torreja de cebada o un realmente sabroso tataki de tofu con salsa y migas fritas de anchoa. El paté de mejillones servido entre dos galletas de cilantro y una mermelada de apio es una maravilla, de lo mejor de la carta, tanto a la vista como en su sabor. Siguiendo la receta francesa, lleva generosa cantidad de manteca, sumando un profundo y sutil sabor a mar.
Es también excelente el taquito de lechuga envolviendo palometa, mojo verde, chips de plátano y pickles de jengibre; y lo mismo el calamar con arroz negro crocante, aioli y una salsa hecha con lo que sería un sofrito clásico de arroz. Tal vez el plato más simple pero también de los más ricos, sea el filete de chernia madurada servido con cebolla asada y una salsa Mery de perejil y ajo, con la piel crocante y la carne blanca y delicada, que se separa apenas se la toca. Y le sigue de cerca el minestrone de langostinos, ideal para noches frías.
Lo que no me gustó
Hacer milanesas es fácil: a veces saldrán mejor, a veces peor, pero no hay demasiados trucos o firma de autor detrás de la receta. En cambio, elegir un camino de experimentación continua conlleva un riesgo que los cocineros de Ajo Negro deciden tomar. Ese riesgo implica que no todos los platos serán igual de logrados: es parte del camino y la experiencia. Me sucedió por ejemplo al probar los buñuelos de kale con mayonesa de algas: les faltaba el crocante y la ligereza que sí suelen exhibir los mejores buñuelos clásicos; juegan con la idea de una pakora de la India pero no tiene la emoción especiada que suelen mostrar aquellas.
Tampoco me convenció la txistorra de mar, una suerte de chorizo de pescado que sirven con chucrut y mostaza. Sin el tocino de cerdo (que posiblemente sea un buen agregado a tener en cuenta), también sin la potencia de ese generoso pimentón que le da su sabor a una clásica txistorra, a este embutido le falta gracia, se pierde entre otros platos que lo superan. El chucrut rápido ayuda, lo mismo el picante suave de la mostaza, pero no es suficiente.
Conclusión
Pequeño, hecho a pulmón y con no más de 40 comensales por servicio, Ajo Negro logró ocupar un enorme lugar en la escena gastronómica porteña. Un lugar tan necesario como bienvenido: dos cocineros que toman riesgos, que apuestan a sabores originales, que trabajan con curiosidad sobre ese cercano mar que tantas veces menospreciamos y olvidamos. Este es un restaurante para ir y comer pensando en lo que se está comiendo, en los ingredientes y el trabajo que hay detrás de cada receta. Un lugar indicado para los cada vez más numerosos comensales que se interesan por la cocina, para aquellos que tienen (que tenemos) ganas de probar nuevos platos y de ser sorprendidos. A todos ellos, a nosotros, Ajo Negro nos espera con los brazos abiertos y una propuesta que puede enamorarnos.
Ajo Negro
- Av. Córdoba 6237
- https://www.instagram.com/ajonegrobar/