Breve historia de un lácteo que pisa cada vez más fuerte. De una errática presencia al regreso con gloria: todo lo que conviene saber sobre sus atributos alimenticios y cualidades sensoriales. Quién lo fabrica, dónde se consigue y las combinaciones infalibles.
El 96% de los más de 200 millones de búfalos que pastorean en los campos urbi et orbi lo hacen en fueros asiáticos. El 4% restante se reparte entre los verdores calmos de la itálica Campania –de La Maremma a Nápoles–, la orografía ondulada de Brasil y, desde hace más de medio siglo, en nuestros paisajes litoraleños. Hoy, la presencia bubalina se detecta en las provincias de Chaco, Formosa, Misiones, Santiago del Estero, San Luis, Salta, Entre Ríos y Corrientes, la principal productora de este ganado.
En Italia, el consumo de búfala es del 14%; en Brasil, del 2%, y en Argentina no hay registro de valores, dado que todavía son muy bajos. Para tener una idea de qué se habla cuando se trata de búfalos, van dos cifras que lo resumen todo: en Argentina hay 45 millones de vacas y 200.000 búfalos. Punto. En total se ordeñan unas 300 búfalas, de las que se obtienen 2.000 litros diarios de leche. En la otra punta de la producción láctea está, por ejemplo, La Serenísima, que procesa cuatro millones de litros de leche vacuna por día.
La buena búfala, al igual que la vaca, nunca nos dio la leche: se la venimos quitando hace siglos y gracias a nuestra astucia existe la mozzarella, histórica delicia de pasta hilada para comer muy fresca en esa sencillez llamada caprese, con tomate y albahaca e infaltable oliva.
¿Hace falta aclararlo? Sin leche de búfala no hay mozzarella y, sin ella (acá renombrada muzarela, muza), tampoco habría pizza, nacida para sostenerla al amor de los hornos. En la Argentina, donde todo puede reinventarse, estuvieron las vacas para subrayar la verdad de la muzarela.
Los primeros en elaborar pasta hilada fueron los hombres de la familia Scarpati, en La Boca; a sabiendas, la comercializaban trenzada, con identidad de mozzarella sin serlo. Sin embargo, hay diferencias; por eso, la pasta hilada de leche de vaca, en su lugar de origen se llama fior di latte: flor de leche. No conviene mezclar el ganado.
BÚFALOS EN EL HORIZONTE
En la primera década del siglo XX, la mansedumbre bubalina llegó a los pagos mesopotámicos desde Brasil. Pero recién en los 70 los ganaderos comenzaron a interesarse por este animal, más resistente que el vacuno (se asegura que puede tolerar temperaturas de hasta 45, 50 °C) y de fácil adaptación a los campos inundables.
En la siguiente década llegaron prácticamente hasta Carlos Casares, donde se logró poner en marcha una producción quesera, dizque, impulsada desde la Asociación Argentina de Criadores de Búfalos, nacida en 1983. Y dicen que desde esa entidad también se trató de difundir el consumo de carne de búfalo; que a principios de los 90 hubo, en la costa atlántica, una iniciativa de proponer hamburguesas bajo la denominación localista de buba-beef, que su éxito duró un verano y que de esa experiencia sólo quedó un vago recuerdo.
Su preciada, pero todavía desconocida carne roja, es muy rica en proteínas, con un 11% más que la de vaca. Tiene un 10% más de minerales, un 55% menos de calorías, un 30-40% menos de colesterol y muy poca, casi nula grasa intramuscular.
No hay, que se sepa así, públicamente, consumo de carne bubalina en la Reina del Plata. Pero sí es parte del cotidiano subsistir en las provincias donde este ganado se cría. "Si bien el grueso se exporta, también es consumida por la gente del lugar", aclara Carlos Noguera, hijo de Félix Noguera, dedicados a la cría de búfalos con el objetivo de comercializar la carne.
Un buen día surgió la idea de estudiar las posibilidades que la leche podía brindar, y en esa misión se sumó don Luis María, padre de Félix. Cundió el entusiasmo multiplicado por tres generaciones desde el primer ordeñe. Fue la gran aventura que los llevó de los tanteos empíricos a una búsqueda cada vez más ajustada, hasta que pasaron de las investigaciones a las comprobaciones in situ; Félix y Carlos viajaron a España e Italia, más precisamente a la región de la Campania, tradicional zona productora de leche de búfala con la que se elabora la mozzarella. De vuelta al pago, pusieron en práctica lo aprendido e investigado y así nació Lácteos La Delfina, emprendimiento lácteo establecido en el partido de Las Flores.
En los últimos tres años, los productos venían comercializándose con éxito en hoteles cinco estrellas, restaurantes y servicios de catering de Buenos Aires, dinámica afectada por la pandemia del covid-19. Estos lácteos llegan a los consumidores a través de un canal de venta directa que, dicho sea de paso, funciona con eficacia de primer mundo. Y lo cierto es que gratifica recibir en casa el pedido formulado en tiempo y forma de variedad de yogures extraordinarios, mozzarella de ley, una refinadísima provoleta, la muy demandada ricota y un muy suave queso de pasta semidura llamado Florense, en alusión al lugar donde se produce. Cuando la pesadilla covid-19 sea sólo memoria, estas delicadezas volverán a estar en las buenas dietéticas y boutiques de alimentos premium de la capital argentina y más allá. Otros sitios donde se las podrá hallar son Mar del Plata, Bariloche, Córdoba y Mendoza.
VENTAJAS SALUDABLES
La leche de búfala es absolutamente blanca; esto se debe a la ausencia de caroteno, que sí aparece en la de vaca, responsable de su coloración amarillenta. Por su parte, la leche bubalina contiene tres veces más materia grasa que la bovina, y aporta entre un 30% y un 40% más de calorías. También se afirma que la de búfala tiene el doble de sólidos que la leche vacuna, además de una proporción mayor de proteínas y una levemente menor de lactosa. Según la FAO, el alto contenido de calcio de la caseína en esta leche facilita la elaboración de quesos.
En términos prácticos, la leche de búfala es una excelente solución para quienes no toleran la de vaca. Cabría reflexionar sobre el rechazo creciente a esta leche, hoy demonizada por generar malestares diversos (hinchazón de vientre y alergias son los más comunes), cuando el problema, más que en la materia prima, habría que buscarlo en el proceso de su industrialización.
Tanto se alejó la leche de su origen (la vaca) que quedó vacía de atributos y sus propiedades, desnaturalizadas; luego resulta que, para compensar, se le restituyen los "valores" vitamínicos y minerales a través de otros medios, y se añaden las dosis previstas de conservantes, estabilizantes y otros "antes" que le otorgan larga vida en el tetra... a años luz de la teta. Agua falsamente blanca a la que llamamos leche.
Mejor volvamos a la de búfala y sus beneficios que, además de nutrir sanamente, tiene el premio mayor de transformarse sin perder sus atributos naturales. Y, en esta materia, el yogur en los varios tipos que elabora Lácteos La Delfina es la demostración de que la buena calidad láctea no se inventa y se explica per se al primer paladeo. Leche y fermento; lo demás viene después: con frutas del bosque, batido con azúcar orgánica, o natural... delicias en envase que siempre sabe a chico.
VACA, CABRA, BÚFALA
Un emprendimiento basado en la leche de búfala que cobró notoriedad fue el de La Salamandra (1991), marca que supo difundir una versión local de mozzarella, además de un impecable dulce de leche. Javier González Fraga, su artífice, había dado un paso importante a favor de la excelencia a través de estos referentes clave del comer popular. La empresa, instalada en la localidad de Torres (partido de Luján), a 90 km de la capital, fue vendida una década más tarde, y revendida en 2012. Hubo cierre de la empresa (por dos años), reconversión en cooperativa y reactivación del trabajo a partir de enero de 2016; allí sigue, autogestionada y aplicada, con mucho esfuerzo, a elaborar dulce de leche y quesos sin leche de búfala.
Mientras tanto, en 1994, Martina Coppola había lanzado, desde Pilar, su línea Arrivata, vigente hasta la fecha. Productos primordiales fueron mozzarella y fior di latte, en principio elaborados con leches de búfala y vaca respectivamente; a estos se sumarían, con el tiempo, mascarpone, caciocavallo, ricotta, provola affumicata, burrata.
En las últimas décadas, la constelación quesera fue enriqueciéndose con propuestas inspiradas en los modelos franceses tiernos de corteza enmohecida (brie y camembert), y en los italianos aquí referenciados, esos que de tan frescos son efímeros. De a poco, los pequeños y medianos productores empezaron a hacerse notar con una propuesta desmarcada de la oferta estandarizada por la gran industria. Al margen de cualquier perdurabilidad y de la hegemonía vacuna, las nuevas exploraciones sirvieron para complacer la curiosidad de los paladares inconformistas y de una nueva generación de consumidores.
A mediados de los 90, en un tambo modelo de Las Heras tomaban forma quesos de estilo galo de notable calidad (entre ellos, un sorprendente pont- l’évêque), que lamentablemente dejaron de existir. En Suipacha, bajo el nombre de Fermier, el ingeniero agrónomo Daniel Rigabert sostiene una producción a la francesa de brie, camembert, reblochon, tomme... todos quesos de leche de vacas propias.
En la misma localidad del oeste cercano de Buenos Aires, en la Cabaña Piedras Blancas, la variedad de los quesos allí elaborados va más por los de cabra (entre ellos el delicioso crottin y el feta griego) que por los de vaca. En 1998 surgió Wapi, otra escala en la elaboración de buenos quesos de vaca (brie, camembert) y el chevrotin (de cabra). Dicho todo esto, sin considerar las producciones regionales caprinas que se han ido afianzando en Córdoba, Santiago del Estero, el Norte, etcétera. Algún día, en algún lugar del sur, alguien reivindicará la leche de oveja para reimpulsar una actividad quesera que no logró despegar.
Buena vaca, buena cabra y ahora también buena búfala. Búfala pura y de la mejor, una búfala que juega en las grandes ligas de la calidad y con toda la intención de impulsar un hábito tan saludable como exquisito. En esta lid, Lácteos La Delfina induce a una exploración sensorial distinta, llena de buenos descubrimientos. Y ya se sabe lo que sucede cuando una puerta se abre para ir a jugar: esa lleva a abrir otra y otra... y al final la vida se redimensiona.
La cocina es un juego y, por lo tanto, muy serio. He aquí algunas sugerencias para poner en práctica y que inspiren, a su vez, a ensayar otras. Cuestión de animarse. Ejemplos:
- Pasar de la suave elasticidad de la mozzarella ultrafresca en una caprese (como ya se menciona e ilustra al principio de esta nota) a una versión en caliente sobre tajada de pan-pan, con tomates secos macerados en oliva, alcaparras y albahaca.
- Sin abjurar del orégano, no habrá arrepentimientos si sobre la tan argentina provoleta se desparraman briznas de tomillo. En el momento de servirla, vale salpicarla con unas gotas generosas del relish patagónico de rosa mosqueta de la dupla Müller Wolf.
- A la inocente ricotta, dos destinos dulces para que brille en toda su expresión: (1) en el relleno de los sicilianos cannoli, y (2) en una versión tradicionalísima de cheesecake, perfumada con ralladuras de limón y naranja y sostenida dignamente sin harina ni gelatina.
- Al yogur batido sin azúcar es como si lo hubieran concebido a la medida de ciertos platos del Mediterráneo oriental: con pepinos y menta (fresca y seca); con berenjenas y cominos; como salsa de cordero braseado, con crema fría de remolachas, etcétera.
- En cuanto al semiduro queso Florense, que no tiemble el pulso para rallarlo e integrarlo a la composición de un delicado soufflé de brócoli, o a una sabrosa tarta de ratatouille. A los postres, en cambio, basta con arrimarle a unos cascos de membrillo de Río Negro en almíbar de mostaza para agrandarlo. ¿Qué esperamos para ser felices?