“Situación inaceptable”: la advertencia de una experta sobre el efecto menos pensado de la mala alimentación en la infancia
Crece el número de chicos con enfermedades de personas mayores; la nutricionista española Emilia Gómez Pardo reclama que se vacíen heladeras y alacenas de comida insalubre
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MADRID.– Los efectos de una mala alimentación en la infancia y otros hábitos de vida perjudiciales empiezan a evidenciarse a los 20 años, edad a la que se comenzaron a detectar problemas de salud propios de personas mayores, entre los que se incluyen cáncer, diabetes tipo 2, enfermedades cardiovasculares y respiratorias. Emilia Gómez Pardo, nutricionista y doctora en bioquímica y biología molecular, cree que en los primeros años se siembra lo que en dos décadas puede ser una cosecha demoledora para la salud. Y apunta a la responsabilidad individual para frenar esta tendencia. “Somos lo que comemos, pero comemos lo que compramos”, advierte. De esta forma, reclama que se vacíen las heladeras y las alacenas de “alimentos insanos” –promovidos por lo que considera un “marketing depredador”– para evitar sus efectos, que cada vez se manifiestan a edades más tempranas.
La obesidad es la consecuencia más inmediata y evidente de una mala alimentación, que se suma a otros hábitos de vida perjudiciales, como la inactividad. Según Gómez Pardo, “el entorno que nos rodea es absolutamente obesogénico: todo está preparado para que las personas tengamos sobrepeso”. La prevalencia es alarmante en la infancia. De acuerdo con los datos ofrecidos por la bioquímica en unas jornadas organizadas por la fundación Cris contra el Cáncer, cuatro de cada diez niños españoles tienen sobrepeso: “Es una situación inaceptable porque está directamente relacionado con la hipertensión, el colesterol, la diabetes tipo 2, el síndrome metabólico, el hígado graso, trastornos de alimentación y depresión”.
Algunas de estas patologías, características de personas de edad avanzada en la mayoría de los casos, se están manifestando ya en la infancia. Afirma Gómez Pardo que “el 22% de los niños españoles tiene niveles altos de colesterol, más de 200 miligramos, o sea, lo que se estipula para una hipercolesterolemia en adultos”. La incidencia de la hipertensión en la infancia se eleva al 32%.
Los efectos se empiezan a notar a partir de los 20 años, cuando la investigadora afirma que se detectaron “números altamente preocupantes” de enfermedades derivadas de la alimentación y los hábitos en las etapas previas. En este sentido, Gómez Pardo afirma: “Los millennials [nacidos en las dos últimas décadas del siglo XX] tienen el doble de riesgo de contraer cáncer por el estilo de vida occidental y porque vienen con daño desde niños”.
En este sentido, la bioquímica calcula que, “teniendo en cuenta el consumo de alcohol y el sobrepeso, se puede afirmar que uno de cada tres tumores tiene que ver con una alimentación inadecuada”. Y la consecuencia es que se están “registrando a edades más tempranas tipos de cáncer que hasta ahora se presentaban en personas adultas”. Según sus estimaciones, ahora se necesitan la mitad de años que en generaciones anteriores para acumular y favorecer las mutaciones que terminan en el desarrollo del cáncer.
“El caso más relevante”, explica, “es el del cáncer colorrectal, que adelantó su edad de presentación. Hay estudios que vaticinan que, si el estilo de vida de ahora se mantiene en la próxima década, el cáncer de colon se incrementará en personas de 20 a 30 años en un 90% y el de recto, en un 124%”. “Y todo apunta”, insiste, “a que es la mala alimentación la responsable de este dramático incremento. También las generaciones más jóvenes en todo el mundo experimentan una exposición más temprana y duradera al exceso de adiposidad durante su vida que las generaciones anteriores, lo que se está traduciendo en un aumento considerable del mieloma múltiple y cáncer de endometrio”.
El objetivo es llegar a la edad adulta sin factores de riesgo causados por una mala alimentación, para lo que la investigadora recomienda a los padres “predicar con el ejemplo”, porque “el estilo de vida se hereda y se contagia”, así como vaciar la alacena y la heladera de alimentos insanos para sustituirlos por saludables: frutas, verduras, legumbres, lácteos no azucarados, huevos, jamón, pescado, frutos secos, cereales integrales.
“Somos lo que comemos, pero comemos lo que compramos y nos lo terminamos comiendo porque somos humanos y porque están diseñados para que nos gusten”, afirma para elaborar una lista de productos que no deben llegar a casa: productos procesados –”cualquier cosa que venga en un paquete con muchísimos ingredientes”, simplifica–, carnes rojas, salchichas, patés, embutidos y dulces, incluidos los elaborados en casa.
Morir antes y envejecer peor
Actuar ya en este sentido puede librarnos de la enfermedad o retrasarla –”entre un 30% y un 50% de los cánceres son atribuibles a factores de riesgo modificables”, según afirma la bioquímica– mientras que mantener las tendencias solo lleva a morir antes y envejecer peor.
Y también a reducir drásticamente nuestra capacidad de defensa. Comer una dieta diversa con, al menos, ocho o diez gramos de fibra soluble al día supone reducir la resistencia microbiana a los antibióticos en los intestinos, según un estudio publicado por científicos del Servicio de Investigación Agrícola en mBio.
Los microbios resistentes a varios fármacos de uso común son una fuente significativa de riesgo y esta capacidad de eludirlos está relacionada con el microbioma intestinal, ya que es donde los microorganismos desarrollan estrategias genéticas para sobrevivir al contacto con los antibióticos.
Según la bióloga molecular Danielle Lemay, del Centro de Investigación de Nutrición Humana Occidental del ARS en Davis, California, y autora principal del estudio, ”los resultados demuestran que modificar la dieta tiene el potencial de ser una nueva arma en la lucha contra la resistencia a los antimicrobianos”. Y añade: “No se trata de comer una dieta exótica, sino una dieta diversa, adecuada en fibra”.
La fibra soluble se encuentra en cereales como la cebada y la avena; legumbres como judías, lentejas y guisantes; semillas como las de chía; frutos secos como las nueces; frutas, y verduras como zanahorias, alcachofas, brócoli y calabaza.
Además, una dieta correcta también beneficia a la salud mental. Los jóvenes entre 18 y 25 años con síntomas de depresión y una alimentación deficiente experimentan mejorías al modificar sus hábitos hacia un modelo mediterráneo, según un estudio realizado por investigadores de la Universidad de Tecnología de Sydney y publicado en American Journal of Clinical Nutrition.
La investigadora principal de este estudio, Jessica Bayes, explica que la estrategia del trabajo fue modificar hábitos alimenticios de los jóvenes para incluir verduras, legumbres, cereales integrales, pescado azul, aceite de oliva y frutos secos sin sal. Por el contrario, se redujo la ingesta de alimentos procesados, azúcar y carnes rojas. “Hay muchas razones por las que científicamente creemos que la comida afecta el estado de ánimo”, comenta Bayes. “Por ejemplo, alrededor del 90% de la serotonina, una sustancia química que nos ayuda a sentirnos felices, es producido en el intestino por los microbios intestinales. Hay evidencia emergente de que estos microbios pueden comunicarse con el cerebro a través del nervio vago, en lo que se llama el eje intestino-cerebro. Para tener microbios beneficiosos, necesitamos alimentarlos con fibra, que se encuentra en las legumbres, frutas y verduras”, afirma.
Por Raúl Limón
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