En su fábrica en el cerro Santa Ana, dentro del monte, Rogelio de los Santos junto a su hermano y su esposa elaboran la rapadura, una golosina y edulcorante natural tradicional del ámbito rural
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SANTA ANA, Misiones.– “Soy el último. Conmigo se termina la receta familiar de la rapadura”, advierte Rogelio de los Santos en su fábrica en el cerro Santa Ana, dentro del monte misionero donde la selva se une con la serranía y el pastizal, en el sur provincial. Junto a su hermano y su esposa elaboran la rapadura, una golosina y edulcorante natural que se obtiene de la cocción del jugo de la caña de azúcar, tradicional del ámbito rural. “Mi padre me enseñó y hoy los jóvenes no quieren venir al monte a trabajar”, dice. Como el producto es muy apreciado en Misiones y en Brasil, tiene clientes que hace cinco décadas le compran. “Llego a hacer lotes de a mil”, sostiene.
“Panela” la llaman los colombianos y venezolanos que le compran a Rogelio; otros clientes son de Buenos Aires. Es que las nuevas inmigraciones que llegaron al litoral le dan a la rapadura una nueva oportunidad, en un mercado donde tiene que competir con golosinas industriales. Se vende como tabletas de color oscuro: algunas pueden ser saborizadas con maní, batata o naranja, pero las más populares son las naturales, las que llevan el sabor de la caña. Tienen un costo de $300. Se las puede ver en kioskos o puestos callejeros, a un costado de la ruta. Está en todas partes. “Cuando no estaban los postres que hay ahora, la rapadura sí estaba, ella siempre nos acompañó”, afirma Rogelio.
Tiene 59 años. Su padre le transmitió la receta y el conocimiento cuando tenía 12. “A los 15 me hice maestro rapador”, dice. “Ella es toda natural y no tiene ningún conservante”, agrega, con esa manera de referirse al producto que demuestra el amor que siente por un trabajo que le permitió vivir y criar a sus hijos. “Antes íbamos a la escuela a la mañana y a la tarde trabajábamos ayudando a los viejos, sábado y domingo igual”, recuerda Rogelio. Detrás de él, su esposa revuelve con una espátula de madera en una olla de cobre la melaza que se convertirá en rapadura.
“Los hijos se han ido, no hay gente que quiera tomar sol y sudar en el monte”, cuenta sobre el problema que lo desvela. “Con nosotros se termina esta receta y la forma de trabajar tradicional”, sentencia Rogelio. “La industria”, como llama a su fábrica de rapadura, son dos galpones abiertos. Uno tiene el trapiche, donde la caña de azúcar es triturada; allí está Napoleón, su hermano. En el otro tiene dos ollas donde cocina el guarapo, el jugo de la caña que se evapora y se condensa hasta transformarse en una melaza. Su esposa, Mercedes Karaspuntey, revuelve, incansable, para que se cristalice.
El proceso de elaboración de la rapadura es primitivo y no ha cambiado. “En este lugar, hace 75 años que la hacemos de la misma manera”, detalla con orgullo Rogelio. Tienen una plantación de caña familiar en el cerro Santa Ana. La particularidad es que, al cosecharla, no la extraen por completo: le dejan unos diez centímetros enraizados en la tierra, a los quince días ya empieza a crecer y en un año ya está madura. Cada “tachada” (lote) para hacer 200 tabletas de rapadura insume 500 kilos de caña.
Todo ese volumen de cañas son trituradas en el trapiche y 200 litros de guarapo son depositados en las ollas donde comienza la cocción. “Se hace con caloría de leña, el gas no sirve, usamos leña del monte”, explica Rogelio. Y no cualquiera; la mejor es eucaliptus, que ellos mismos sembraron. “Cuidamos mucho el bosque, lloramos cuando sabemos que están desmontando. El pino no nos gusta”, confiesa Rogelio. Durante cuatro horas se cocina el guarapo y se va evaporando, reduciéndose. Tiene varios puntos la cocción; en uno de ellos se produce el azúcar mascabo.
“Lo que primero sale es la miel de caña”, cuenta Rogelio, antes de alcanzar “el punto rapadura”; el líquido convertido en un jarabe tiene ese fin. La miel se puede consumir con reviro, pan casero o queso cremoso. Con una hora y media más sobre el fuego, siempre revolviendo, se llega a aquel punto en donde todo se desarrolla con mucha intuición. “Todo es a ojo, tal como me enseñó mi padre”, confiesa Rogelio. Antes de la solidificación, se vierte en los moldes sobre una mesa de metal. En un par de horas, cuando se enfría, ya está lista para ser envuelta. “La podés raspar con una cuchara o con un cuchillo. Ella es totalmente natural y no está contaminada con cosas modernas”, asegura.
Identidad
Fanny, su hermana, la vende en un puesto que tiene en la ruta camino al Parque Temático de la Cruz, en la cima del cerro Santa Ana; de este último proviene el nombre con el que comercializan las rapaduras.
“Deberían enseñar estas técnicas en las escuelas para que no se pierda nuestra identidad”, comenta Rogelio. En el vecino Paraguay, dice, en las escuelas los niños tienen un aprendizaje sobre la elaboración de la chipá, la sopa paraguaya, el mbeyú, el reviro y demás recetas, que son aromas y productos comunes con la tierra misionera. La cercanía con este país y Brasil hacen de Misiones una tierra de mixtura de culturas. “Mi abuela era brasileña y mi padre, uruguayo. Ella le enseñó a él, él a mi padre, mi padre a mí”, revela Rogelio sobre el origen de la receta familiar de la rapadura. “En Brasil es muy consumida”, añade.
“Cuando era niño, mi padre hacía para mí y mis hermanos rapadura con maní, muy sabrosa”, cuenta desde Curitiba Alcides Ribeiro Jr, un tradicionalista con mucho conocimiento sobre el Brasil de tierra adentro. “Se consume tanto en la zona rural como en las ciudades, en junio mucho más en las fiestas de São João”, describe. En este país vecino, la producción también se realiza de manera artesanal “con instrumentos sencillos, realizada por miembros de la familia”. Popular, la rapadurinha –así se la conoce– está presente en el gusto popular y se la puede encontrar con maní, nueces, avellanas, chocolate y leche.
Su origen se remonta a Europa y hay registros de su llegada a México en el siglo XVI, proveniente de España. Se la usaba como sustituto del azúcar blanco, ya que al estar solidificada no se humedecía en alta mar o en viajes largos. Pronto se trasladó a todo el continente y las plantaciones de caña de azúcar, que crecían en forma natural, fueron explotadas con mano de obra de esclavos africanos.
“En el saber popular a todos les encanta, pero el consumo no es tan masivo. La producción apunta mucho al turista”, afirma Saúl Lencina, reconocido chef de Poytava, el restaurante que tiene en el monte, en las afueras de Candelaria, a 60 kilómetros de Santa Ana. En su menú reivindica los aromas nativos con productos locales, especialmente los hongos de la selva. “Los cocineros estamos transmitiendo la defensa de nuestra identidad a través de nuestros productos. Hay misioneros que nunca comieron rapadura”, relata. Las nuevas generaciones crecieron con golosinas industrializadas, dejando de lado las nativas y naturales.
¿Qué uso le da la gastronomía a la rapadura? “Es usual verla en helados”, indica Lencina. En su menú, la incluye en bombonería, bizcochos, barbacoa de guayaba y el mate cocido quemado. “Usamos mucho el azúcar mascabo”, suma.
“La rapadura me motiva porque es algo nuestro”, afirma Rogelio. “Yo trabajo para no parar”, confiesa. Para diversificar su producción también hace la “caña blanca”, aguardiente de caña. Son tres días de fermentación; de 100 litros de melaza, se obtienen 20 de esta caña de mucha aceptación en el mundo rural.
Santa Ana es sede de la Fiesta Provincial de la Rapadura y tuvo el primer ingenio azucarero de Misiones. “Tenemos que cuidarnos de comer cosas malas, la rapadura es alimento puro”, resume el guardián de la receta más dulce misionera.
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