En Las Marianas, una localidad de 600 habitantes, en el partido de Navarro, a 140 km de la ciudad, se encuentra el restaurante y hotel Lo de Irma, en alusión a su dueña y cocinera de 84 años
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Todos los fines de semana en Las Marianas, un pueblo de 600 habitantes tierra adentro en el partido bonaerense de Navarro, sucede una ceremonia donde participan 60 elegidos que han reservado mesa muchos días antes en el Hotel y Restaurante Lo de Irma. Con 84 años, esta cocinera ofrece ravioles que amasa ese mismo día al amanecer y rellena con verduras del pueblo. Nadie conoce su receta, muchos se emocionan hasta las lágrimas al comerlos. “Se la va a llevar con ella, no quiere dárnosla”, afirma su hijo Andrés Camacci, quien la acompaña en esta liturgia gastronómica que ha creado una leyenda alrededor de esta mujer y su fetiche máximo: sus ravioles.
Una de las claves del por qué son tan especiales se puede ver en la propia cocina de Irma Angrigiani: su icónica cocina a leña, también llamada cocina económica. “Le compré una industrial, cuando la vio me dijo: tirá esa porquería”, afirma su hijo. “Cocinás con leña o mejor no cocinar”, sentenció ella, y la costosa y flamante cocina metálica quedó en un rincón.
“Es secreto profesional —dice y se ríe, aunque con una mirada desafiante e inamovible—. La receta de los ravioles que hago no se aprenden en ninguna escuela de cocina”.
¿Cuál es el secreto? “Nunca lo voy a decir, pero cocino con alegría”, dice. En la mañana fría, el ambiente en su cocina está cálido. La mesa de madera con la pasta estirada, la pila de troncos a un costado de la cocina de hierro. “Hace 60 años que cocino”, dice a modo de respuesta. Acaso sea este el pilar de su misterio.
El hotel restaurante abrió en 1950. El pueblo era otro. Pasaba el tren y había muchos comercios. La industria tambera movilizaba la localidad. “Todos los días veías de 15 a 20 cerretas, todos los tamberos venían al hotel”.
En la segunda mitad del siglo pasado, Las Marianas llegó a tener 1500 habitantes. “Mi abuelo tuvo la oportunidad de comprar un campo de 200 hectáreas que alquilaba, pero se decidió por el hotel”, afirma Andrés. Entonces esa superficie de tierra tenía un valor de $100.000. “El hotel costaba más, $110.000”, aclara, para dar perspectiva de la importancia de esta construcción que estaba en una posición estratégica, frente a la estación.
Además de dar hospedaje, los pasajeros podían comer en el salón. “Mi abuelo Nazareno vio más futuro en la gastronomía que en el campo”, afirma Andrés. La operación se hizo y la familia se hizo cargo del hotel restaurante. Se llamó “El Morocho”, así le decían a su padre.
En 1958, se conocieron con Irma, se casaron y empezaron a vivir en esa propiedad. Desde entonces ella pasó a ser la cocinera, “el alma mater”. Para 1961, los platos de Irma, ya generaban veneración. “Antes era costurera, pero tuve que elegir por la cocina”, afirma.
“Las Marianas debería llamarse Los Ravioles de Irma”, afirma Javier Pintos, que viaja por los pueblos de la provincia subiendo recomendaciones y experiencias a su sitio @dpuebloenpueblo.
Como en todos los pueblos, la década del 90 significó el fin de los sueños. El tren dejó de pasar y Las Marianas y Lo de Irma entraron en un ocaso. Andrés se fue de pupilo a un colegio salesiano de La Plata. Luego regresó a Navarro, formó familia y, cuando tenía un hueco, visitaba a sus padres en Las Marianas.
“Era muy triste, todo estaba muy venido abajo —recuerda Andrés—. Pero mamá nunca dejó de cocinar. Emocionaba verla”.
La familia tuvo una pérdida muy grande: el padre, Hugo Pacífico Camacci, murió en 2011. “Ahí decido venir, arreglar todo y acompañar a mamá”, cuenta Andrés.
“Ella ama lo que hace, la cocina para Irma es vida”, resume Andrés.
Aquella decisión se completó recuperando el espacio. Hizo un museo alrededor de la figura de su madre y de la historia de su familia. Las paredes del restaurante son la plataforma donde se exhiben esos recuerdos. Una estantería presenta una colección de la revista Selecciones que quedó detenida en 1970. Un almanaque de 1984 es la prueba de que el tiempo se ha detenido en temporadas felices que se niegan a irse. Le quedan tres habitaciones, que son ocupadas por devotos de los ravioles de Irma. “Gente de muchos años que elige quedarse para no perderse la pasta”, afirma Andrés.
“No hicimos de esto un comercio especulativo; acá lo que nos importa es que te sientas en tu casa”, dice Andrés.
¿Cómo empieza la ceremonia? Sábado y domingo son los días elegidos: el primero, amasa tallarines; el segundo y más esperado, los ravioles. Irma comienza a las 6, en la oscuridad aún. Enciende su cocina y comienza a amasar. Si le falta algo, ella misma hace las compras en los negocios del pueblo. Lo segundo, el estofado. Acá no tiene por qué guardar secretos: “Sólo uso peceto y cola de cuadril.
Los huevos, por ejemplo, son de gallinas ponedoras que se ven en el patio del hotel. Y algo que no puede faltar: leña del monte del propio pueblo. “Somos muy localistas, todo es nuestro”, afirma Andrés.
“Todo lo hago yo sola”, aclara ella. La cocina es su territorio. Estira la masa con un palote centenario y cuando tiene todo listo, pasa al relleno.
Y ahí el secreto: las puertas se cierran e Irma hace lo que hace, en la soledad absoluta. Una hora y media después, las abre, y todo vuelve a la normalidad. Absorta, Irma cocina. “No le importa si vienen sesenta o cuatro personas, y sino no tenes plata: ella te da de comer igual”, manifiesta Andrés. La fórmula no falla.
El menú es fijo y sale 980 pesos. Matambre con ensalada rusa y empanadas. Canelones y ravioles con estofado, y carne al horno con papas. Todo hecho en la cocina a leña por Irma.
Al mediodía, los comensales, en silencio y como en una tenida, se preparan para la ceremonia. Humeantes, los platos bajan a las mesas. Por pandemia, sólo pueden entrar 60 cubiertos. “Hay gente que termina llorando, es muy emocionante”, confiesa Andrés.
Los recuerdos de los aromas perdidos que aquí se recuperan vuelven a Las Marianas una máquina del tiempo. La nostalgia se transmuta en esperanza. “La gente viene a redescubrir sus raíces”, resume Andrés.
“Lo de Irma deja una enseñanza: no todo se hace por dinero, y en este mundo eso es resistir”, afirma Gerardo Bachiocchi, habitué y además propietario de una fábrica de pastas en la ciudad de Buenos Aires.
“Es emocionante ver cómo Irma ha sobrevivido con este nivel de artesanía, a todas las modas y cambios del mundo. Los ravioles son lo que comías en la casa de tu abuela. Hay simpleza y dulzura, esta forma de cocinar se ha perdido”, agrega. “Es una comida sana, natural, todo dentro de un pueblo que ha quedado desconectado del mundo”, resume la experiencia.
“Amo a esta mujer como a mi propia madre que ya no tengo. Y ella me mima como si lo fuera”, sintetiza Pintos la relación que logró con Irma. Más allá de venir a disfrutar de su cocina, los lazos se crean.
“Mis platos trasladan cultura y la historia de mi familia”, confiesa Irma. ¿El postre? Flan. “La receta tiene un siglo”, advierte Andrés.
“¿Quién es más rico, los que tenemos una empresa o Irma? Claramente es ella”, dice Bachiocchi.
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