El Tropezón: así reabrió el bodegón tanguero de 1893 después de 34 años
Era el lugar elegido por Carlos Gardel para cenar y su tradicional Puchero de Gallina fue famoso en el mundo; Hoy, ofrece un ambiente renovado y glamoroso
Ya no están ni el “Morocho del Abasto” ni “La Faraona” recorriendo sus mesas. Sin embargo, algo de ese espíritu sobrevuela su atmósfera, en una mixtura exquisita que se ufana de armonizar bohemia y glamour, bodegón y lujo. Después de 34 años, reabrió el legendario restaurante El Tropezón, ícono de un Buenos Aires reo y canyengue que hoy luce un presente brillante. “Lo hice con todo el respeto que la historia merece, esto es de todos”, dice Raquel Rodrigo, la responsable de que El Tropezón haya vuelto a levantar sus persianas en el icónico solar de Callao 248. Destella resplandeciente. Basta con solo asomarse al enorme ventanal en el que, cada día, se detienen maravillados cientos de turistas, jóvenes curiosos y los porteños a los que las nieves del tiempo platearon su sien y conocieron aquel mítico reducto que abría sus puertas las 24 horas del día y por el que desfilaba lo más granado de la farándula y la política local.
Pucherito de Gallina
El Tropezón se inauguró en 1893 en un predio muy cercano al Congreso Nacional. Pero desde 1923 funcionó en el emblemático edificio de la avenida Callao con el que se lo identifica. Allí, se sirvió durante décadas su célebre Puchero de Gallina, la especialidad de la casa. El plato, el preferido de Carlos Gardel, se hizo famoso al punto tal de ser requerido por turistas que llegaban especialmente de todo el mundo para degustarlo. Fama cimentada en los paladares que recomendaban el calórico manjar y en la letra del tango de Roberto Medina que lo eternizó: “Cabaret, Tropezón, era la eterna rutina. Pucherito de gallina, con viejo vino carlón”.
Ingresar a El Tropezón era encontrarse con legisladores de uno y otro bando; a Carlitos tarareando animadamente una nueva partitura con Alfredo Le Pera; a Lola Flores luego de alguna de sus funciones en el Teatro Avenida o a los fanáticos del box acalorarse en el epílogo de alguna contienda en el Luna Park. Los domingos al mediodía la cosa se ponía más familiar. Hoy, aquellos niños llevados por sus abuelos o padres regresan para revivir el ritual. La ceremonia del reencuentro con un viejo amor. Y como todo amor, renace de sus cenizas y humedece los ojos ante el volverse a ver con la frente bien alta y para nada marchita. “Hubo gente que nos donó pocillos, cocteleras, platos originales. Son artículos que se les regaló a los clientes más fieles a modo de recuerdo antes de cerrar las persianas en 1983. Hay mucho de nostalgia y añoranza”, explica Santiago Klemencic, hijo de Raquel Rodrigo y otro de los responsables del milagro acontecido.
Regresaba la democracia a nuestro país, el Congreso se ponía en marcha, pero a doscientos metros una historia concluía. La caída de una marquesina y los vaivenes económicos aplastaron la magia de El Tropezón. A lo largo de más de tres décadas, el lugar fue ocupado por oficinas del Correo Argentino y por una ART, arrumbando con tabiques de durlock madrugadas de artistas soñadores y esfumando los aromas de la carta abundante y sabrosa. Se dilapidaba la magia. Y se opacaba un Buenos Aires que ya no era. “Compramos El Tropezón sin saber que era El Tropezón”, comenta con gracia su propietaria actual. Es que la familia se especializa en otras actividades, entre ellas, las cadenas de estacionamientos. “Fue la mano de Dios. Adquirimos el garaje contiguo, pero debíamos hacerlo con el local, según lo ofrecían sus dueños anteriores. Luego de un mes de obras para acondicionar las cocheras, pasé por la puerta del negocio. Curiosamente nunca lo había hecho, porque siempre tomaba en la dirección contraria. Al pasar, leo una mayólica pegada en la puerta que decía que ahí había funcionado El Tropezón. ¡No lo podía creer! Los que nos vendieron en block, jamás nos informaron sobre eso, a pesar de ser todo un valor agregado del que podían haber sacado rédito. Al entrar me encontré con una joya: los calcáreos, las claraboyas de bronce. ¡Estaba todo!”, enumera eufórica la mujer que se puso la camiseta y convenció a toda su familia sobre el proyecto. Ese “estaba todo” es literal. Pero también es cierto que, oficinas mediante, paredes de 16 cm de espesor, techos con maderas lustrosas y tesoros arquitectónicos de revestimientos se encontraban tapiados en un predio subdividido en aburridos boxes sin mística ni historia. “Cuando sacamos esas divisiones, apareció El Tropezón”, explica su dueña, quien encontró arrumbados en un entrepiso los vidrios de colores de las claraboyas que ahora lucen en una suerte de mampara que da la bienvenida al lugar.
Hoy, el amplio salón exhibe sus paredes de ladrillos originales que durante 34 años permanecieron ocultos, como un secreto de la historia que esperaba su momento para volverse a contar. Décadas de burocracia kafkiana alejadas de bohemia y placer, arrinconaron parte de la mitología popular de los argentinos. Pero no pudieron con la fuerza de la memoria. Ni con una empedernida empresaria que se dio su propio gusto. Y que con su capricho le devolvió a Buenos Aires parte de su identidad. “Yo vivía con mis padres y abuelos. En casa no había televisión y se escuchaba todo el día a Carlos Gardel, Alberto Morán, Julio Sosa. Y a las orquestas de Juan D´Arienzo y Osvaldo Pugliese. Además, mi madre era fanática de Lola Flores. Todo eso mamé de chica. Lo tengo muy adentro”, explica una emocionada mujer que, paradojas del destino, acaba de perder a su madre, la mentora de ese amor por la cultura porteña.
Raquel Rodrigo es una emprendedora de alma, pero su familia, para protegerla, conociendo su temple y capacidad de trabajo full time, desalentó su idea de abrir El Tropezón. Sabían que un desafío de esta envergadura le insumiría mucho tiempo y energía. Incluso, para desalentarla aún más, un abogado conocido de la familia le informó que la marca tenía propietario durante unos meses más. Sin embargo, otra vez el destino hizo lo suyo, y al regresar de un viaje por Europa, Raquel volvió a consultar al legista sobre la cuestión. Ya se habrían vencido los derechos y, quizás, era un momento para retomar la idea y registrar la marca a su nombre. Su sorpresa fue mayúscula cuando el abogado le comunicó que su hijo Ezequiel había comprado la marca esperando el momento de anunciárselo a su madre a modo de regalo. Y así fue. El sello El Tropezón ya era de la familia. Y nada podía detener a Raquel en su sueño, en ese deseo tan profundo de reabrirlo. Sacaron de alquiler el local y pusieron manos a la obra. El proceso de reconstrucción duró un año y dos días. Así de exactas son las estadísticas que Raquel tiene en su memoria. Ganó su tenacidad. Su obstinación saludable. Su familia le decía que era una locura. Y ya se sabe que los locos, suelen tener razón.
Volver
El 12 de septiembre de este año, El Tropezón levantó nuevamente sus persianas. La magia volvió a renacer renovada. Están los pisos calcáreos originales, los techos con claraboyas y maderas, las paredes gruesas de ladrillo a la vista y un sótano que se convirtió en un vip exclusivísimo rodeado de una cava distinguida diseñada con buen gusto, y tapizada con fotos de época que remiten a ese Buenos Aires del tiempo aquel.
Uno de los logros es haber podido mixturar el lugar en un saludable equilibrio entre el lujo y el buen gusto sorprendentes, pero con cierta atmósfera de bodegón tradicional. Ingresar a Callao 248 es encontrarse con la historia, pero también con un espacio de vanguardia. “La gente joven disfruta mucho de la barra. Se puede tomar cerveza tirada y muy buenos tragos. Cumplimos con todas las necesidades del público. Además, sumé algunas preparaciones que son furor en Europa como el Aperol Spritz. Abrimos a la mañana para ofrecer desayunos y no cerramos hasta la madrugada. Queremos que sea un disfrute para el porteño y el turista. El tango y la figura de Carlos Gardel son un gran atractivo que potencia a El Tropezón”, explica Santiago Klemencic.
El famoso Puchero de Gallina se sirve los miércoles por la noche y los domingos al mediodía. Debido a las altas temperaturas de diciembre y enero, el ritual se retomará en febrero. Aunque la demanda quizás cambie los planes del chef. Lengua, panceta, chancho, morcilla, chorizo, legumbres, porotos y caracú. Completo y abundante. Así es el puchero que se convida a través del sistema buffet.
Además, la carta, con mucha idiosincrasia española, ofrece mariscos, tortillas, paellas y callos a la madrileña. Aunque el menú no se priva de tentar a los visitantes con un criollo bife de chorizo con papas y vinos de cepas exclusivas.
Susana Giménez, Susana Rinaldi, Raúl Lavié, Ana María Cores, Carlos Rottemberg, Emilio Disi, Nora Cárpena, Martín Bossi, Moria Casán, Lucía Galán, Pablo Alarcón, y Carmen Flores son algunas de las celebridades que pueblan las mesas de El Tropezón noche a noche.
“Sufro cuando veo cosas del viejo Buenos Aires que se destruyen. El otro día pasé por la puerta del local de la Confitería Richmond y me entristecí al verla convertida en una casa de deportes. Quisimos que El Tropezón sea un bodegón con lujo, pero que no inhiba. Me gratifica ver a la gente tomándose fotos, agradeciendo la reapertura y prometiendo volver”, concluye Raquel Rodrigo, con la emoción de quien cumplió un deseo. Y con ese deseo hizo un gran aporte a una ciudad que no merecía tener a su Tropezón cerrado.
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