Ballet a los 70: toman clases para ser felices y se mezclan con nenas de nueve
Cada una trabaja a su ritmo pero da todo, sea alumna de tercer grado, abogada o profesora universitaria
De lejos son todas iguales: rodetes tirantes, caderas abiertas, mallas oscuras, medias claras, cuellos largos y zapatillas rosa bebé. Desde el camarín en un entrepiso en este salón del Ballet Estudio no habría mucho más para decir de las alumnas de Marisa. Pero alcanza con prestar atención diez segundos seguidos para notar que esta clase tiene una particularidad: en ella conviven alumnas de nueve o diez años con otras que podrían ser sus madres e incluso, cómodamente, sus abuelas.
“En mi clase siempre se mezclan las edades, porque la verdad que con Olga aprendimos que no es una cuestión de edad. Los niveles son distintos pero muchas veces conviven chicas muy distintas en la misma clase, en muchos lugares del mundo es así, primeras bailarinas con principiantes, cada una haciendo lo suyo y dando todo. Si está el compromiso no hay diferencia”, dice Marisa Ferri, directora del estudio y docente a cargo de este grupo. Marisa es la sobrina de Olga Ferri, legendaria bailarina, maestra y cofundadora junto con el bailarín Enrique Lommi de este estudio en el que se formaron y se siguen formando los mejores bailarines del país; Paloma Herrera y Ludmila Pagliero pasaron por sus aulas, y en los pasillos una puede cruzarse sin advertirlo a varias promesas actuales del Ballet Estable del Teatro Colón. Entre ellos, sin desentonar, se mezclan también las alumnas de esta clase: escritoras, abogadas, agentes de viajes y profesoras universitarias, por mencionar solo algunos casos, que eligen separar una buena cantidad de horas de su semana para ponerse las zapatillas de punta. “Una buena cantidad” es nunca menos de tres clases semanales de una hora y media cada una, y generalmente más; no son pocas las que vienen al estudio todos los días.
Disciplina y sentido del humor a los 72
“Siempre bailé. Viví mucho tiempo en Mar del Plata y por el físico, como era muy flaca, me daban papeles y todo. El yoga ayuda, hay cosas que ayudan, pero no podés faltar. Vengo todos los días. Empiezo a trabajar al alba con tal de tener estas dos horas que son como una medicación para mí”, dice Carmen Iriondo, escritora y cantante, de 72 años. “Salgo de acá trascendida...bueno, igual a esta edad ya también trascendés mucha cosa”, se ríe; “te bancás la vejez, y no podés creer estar bailando. Por ahí me largo a llorar y todo, mientras bailo”. De solo ponerme a conversar con ella, sin pensarlo, bajo los hombros y saco el pecho. Me dan vergüenza mis hombros caídos frente a su postura elegante y relajada, que le saca muchos más años a su imagen de los que puede mentir un bisturí.
“Cuando vine a vivir a Buenos Aires todos me dijeron ‘andá a lo de Olga Ferri’ y yo dije ‘no puedo ser tan caradura’. Yo ya tenía cuarenta y pico, entonces vine y acá y ante mi asombro Olga Ferri, que era muy dura, me abrió la puerta y me adoró. Entonces entré hace 30 años, 32. Yo siento que era como mi amiga, entendés, porque sabía que conmigo no competía, y yo la ayudaba mucho en el terreno de ser mujer. El pelo, la tintura, todas esas pavadas que en la danza no se hablan mucho, porque hay como una cosa de que todo lo difícil es fácil, que fingir que todo es ‘natural’, y no, y menos a cierta edad”, cuenta Iriondo. ¿Su secreto? Disciplina y sentido del humor: “hay que poder reírse de lo que no sale, venir todos los días y estar en paz con una misma”.
De Helenita a Giovanna
Marisa me dice que conversemos mientras las alumnas hacen la barra. Me sorprende un poco la autonomía de la clase; van todas juntas en los movimientos pero en sus ojos se ve que está cada una sola consigo misma, con su propio desafío entre ceja y ceja. “Yo tengo una barra que la estudiamos entonces ya saben casi todo, siempre lo hizo así Olga, para que aprendan y memoricen”, explica Marisa, “es un trabajo físico pero también un gran trabajo mental. Por eso cuenta la historia que te tenés que concentrar y eso en un adulto lo saca de los problemas”, dice con una sonrisa, y conversando con ella entiendo que de esta convivencia generacional todas sacan algo. Las más chiquitas aprenden a trabajar en silencio y con compromiso (“con control, Helenita, sin despatarrarse”, le dice a una de las nenas, que acaba de ingresar al Instituto Superior del Teatro Colón y practica piruetas desbocadas cuando piensa que nadie la mira); las más grandes se contagian la energía y el entusiasmo de las nenas.
“Empecé a los 70 años”, cuenta Giovanna Ianni, agente de viajes de 76 años, en un descanso impuesto por mi presencia. “Experiencia de gimnasio tenía, pero danza nada. Y fue un verdadero desafío porque yo comencé con las clases de Marisa copiándome de las niñas, aprendiendo de las niñas de 8 años, lógicamente con el triple de esfuerzo”, dice Giovanna, que coincide con Carmen sobre la importancia de no tomarse tan en serio a una misma: “lo fantástico de la danza fue haber vencido el temor al ridículo. El cuerpo lo ves como una imposibilidad, la danza cuando vos no lo practicaste de chica, todo lo que hacés te parece que es ridículo, que está mal hecho, pero te das cuenta que la mejora es día a día”. Tanto de su discurso como del de Carmen y de los comentarios que Marisa les hace a todas mientras practican se desprende una visión del cuerpo que va un poco a contrapelo de ciertos prejuicios sobre la danza clásica, y también del discurso mainstream en el que vivimos insertas las mujeres.
Le pregunto a Giovanna si cada vez se mira menos en el espejo, si se siente más cómoda con su cuerpo, y me responde en otros términos: se mira más, y se exige más, pero se exige distinto: “te mirás más al espejo porque además las nenas también son un referente, porque son muy coquetas, entonces te estimulan. No es ponerte a la altura de ellas sino copiar de ellas la exigencia que tienen. Es maravilloso ese intercambio con niñas, con gente joven”, explica con voz suave, y advierte que más allá del placer la necesidad de comprometerse es innegociable: “no puedo dejar y no puedo faltar. He llegado a venir todos los días y ahora vengo tres veces y espero retomar otra clase más, pero es necesario. Faltás un día y sentís como que el cuerpo se te endurece, aunque supongo que es más psicológico que otra cosa”. Sobre los beneficios para la salud agrega uno clave: “hay una cosa muy importante de la danza: tantos problemas que trae la memoria a esta edad, el alzheimer, para eso la danza es un ejercicio excelente, porque no es como hacer crucigramas o leer en soledad. Es muy bueno para la mente, recordar pasos. Para mí es mejor que hacer crucigramas o tejer porque es un desafío”. Se ríe cuando le pregunto si hay algún riesgo: “algunas amigas me dicen que estoy loca, o que me voy a lastimar, y sí, una se lastima, las rodillas, la muñeca, pero bueno, hacés la cura y volvés a la barra y listo. La cintura, las piernas, todo se te afina. Lo único que no podés cambiar es el salero”, me dice señalándose el brazo, “porque eso lo tenés que adquirir desde chica”. Pero tampoco se hace mucho problema por eso.
Volver sin pensar en la edad
Las alumnas dejan la barra y arrancan una tanda de abdominales en el centro. Marisa aprovecha para contarme historias de las alumnas: “esa chica que baila allá, Agustina, es Fiscal de la Nación. Es la hija de Giovanna. Ahora tiene 40 años, pero venía al estudio cuando era así chiquitita. Era una nena muy dotada, tocaba el piano también...pero cuando se dio cuenta de que no iba a ser bailarina dejó la danza. Estudió derecho, siguió con eso, no vino más. Y un día caminando por la calle me toca el hombro y me saluda, muchísimos años después. Por supuesto la reconocí. Y me escribió una carta super sentimental diciéndome que no se animaba a volver, pero que entró a mirar y se acordaba de todo. El mismo olor, el ruido de la resina con las zapatillas, la campanita de la entrada que sigue teniendo el mismo sonido. Y finalmente volvió, y ahí también se animó su mamá, con 70 años”, cuenta Marisa, y se emociona. La memoria sensorial aparece todo el tiempo, en sus relatos y en los de las alumnas: “Un día mi tía estaba acá con casi 80 años y viene una señora mayor que ella que había venido toda la vida, hija de un gran crítico de arte, y había venido años acá. Vino con una enfermera, tenía alzheimer. Inglesa, hermosa ella. Y preguntaba dónde está el salón, y yo la llevé arriba. Mi tía tenía setenta y largo, ella más de 80, y estábamos con todas las chicas en la clase. Pero lo más increíble es que el médico de ahí en más recomendó que viniera porque la señora entraba se acordaba de todo. Su cuerpo funcionaba todavía, le salía todo, bailaba: solo de eso se acordaba, de los pasos, de cómo bailar. Y la enfermera la esperaba arriba. Después terminaba la clase y no sabía dónde estaba. Cuando ya nos pareció riesgoso que viniera le pusieron una barra en la casa”.
La clase termina con el centro: Marisa las invita a elegir qué paso quieren hacer para lucirse delante del fotógrafo. Muestran primero las dos más chiquitas, “las nenas sabelotodo”, dice Marisa, que aplaude marcando el ritmo del piano para apurarlas. Después las siguen las demás en grupos de dos o tres: veo pasar a Carmen, a Agustina y a Giovanna. También pasa Laura Gismondi, de 40 años, profesora de Diseño Audiovisual en la UBA, que retomó la danza hace poco luego de haber sido mamá por primera vez. “Mi hija ya nació con esa pasión”, cuenta orgullosa, mientras otro grupo se cambia para mostrar el paso anterior pero con puntas, “tiene 2 años, es la más chiquita del estudio. Viene conmigo a la clase de los sábados. Es porque es ella, en realidad empiezan a los 3”. Como otras, rescata también de la clase la reconexión con el cuerpo como desafío pero también como fuente de sensualidad: “venir después del embarazo fue increíble. Es como volver a encontrar tu cuerpo de nuevo, también conectarte con el mundo femenino, con la belleza. Vengo tres veces por semana y durante ese rato tengo una niñera que cuida a mi hija. Por supuesto, el tiempo libre se paga, las que podemos”, aclara.
Las chicas se van yendo, se cambian y saludan con el beso al pianista acompañante, cuya presencia, me explica Marisa, es una rareza en clases para no profesionales. Abandonan el disfraz de bailarinas pero no el caminar. Les miro esas espaldas largas con deseo y una me pregunta si no me animo a venir, que no es tan difícil y que, evidentemente, nunca es tarde para empezar. “Yo me dediqué a darle una vuelta a esto de que justamente podemos venir a bailar por amor, aunque no vayas a ser bailarina, aunque no seas la más linda, la más flaca, la más nada. Acá venimos a ser felices, no a ser exitosos”, dice Marisa. “La que nunca lo hizo llega acá a cualquier edad, a los 40, a los 60, y descubre su capacidad, su potencial. Ponen esa cara cuando llegan, ¿mi cuerpo? Y sí. Tu cuerpo puede mucho más de lo que vos pensás”.
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