Una mirada antropológica sobre el bienestar y los ritmos de vida; el impacto integral que tiene en nuestras vidas
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Nuestra sociedad está obsesionada con el tiempo. Con perder o ganar tiempo, con ahorrarlo o gastarlo, con tenerlo o perderlo. Nos acostamos apremiados por pretender empezar un día productivo y nos despertamos urgidos de cumplir todo lo pautado para “descansar” en paz. ¿Se puede perder el tiempo? ¿qué es lo que realmente perdemos?
Salimos apurados a hacer un trámite, a hacer compras, para llegar antes que otros o más temprano de lo previsto. El tráfico en las calles, las colas en los comercios, las demoras en las transacciones, los retrasos en las citas, las reuniones interminables, ¿qué incidencia tienen en nuestro equilibrio emocional? ¿Qué significa ese apremio para nuestra calidad de vida?
Lo único que estamos haciendo es acelerar o desacelerar en una pista de atletismo que es el reloj que estructura nuestro día en 24 horas. Por más rápido o lento que nos movamos, el día dura lo mismo, lo que la tierra tarda en dar un giro completo sobre su eje. Las 24 horas son solo un modo de organizar ese día. No es el único. Ya hablaremos de las políticas del tiempo.
Inclusive se asocia que descansar o esperar sea un “tiempo muerto”, un momento de nuestras vidas que deja de tener sentido o productividad. Mientras tanto respiramos, pensamos, metabolizamos, nuestro cuerpo sigue vivo aún cuando pensemos que perdemos el tiempo. ¿No es un tanto contradictorio pretender bienestar mientras vivimos apremiados por el reloj? ¿Será que nuestra idea del tiempo es parte del problema, de aquello que nos produce malestar?
Vayamos al centro del dilema. Uno no puede perder tiempo, ni usarlo, ni ganarlo, ni ahorrarlo, nada de eso es físicamente posible. Son afirmaciones del sentido común que la opinión pública reproduce a diario y no tienen fundamentación científica alguna. Todas esas frases son falacias economicistas que reducen todo acto humano a un valor monetario, como si no existieran otros valores.
La frase “el tiempo es dinero” es una de las grandes falacias que confunde que el tiempo se pueda usar, gastar, consumir y aprovechar al máximo. Esas acciones se aplican a bienes que efectivamente se pueden consumir (alimentos) o gastar (vehículos) durante el transcurso del tiempo, se trate de minutos o años. El tiempo no es un bien, ni un recurso, ni un commodity, ni nada que se le parezca.
Esta confusión es problemática y peligrosa para nuestro equilibrio psíquico cuando no es posible distinguir el proceso (que siempre ocurre en el tiempo), del contenido de lo que estamos haciendo (trabajar, caminar, pasear, dormir, producir). Que yo pueda ganar más dinero por hora de trabajo en un empleo que en otro, no significa que estoy aprovechando mejor el tiempo, sino que estoy obteniendo una mayor valorización económica de mi trabajo que inexorablemente va a ocurrir en el tiempo. Tener en claro esto debería aportarnos tranquilidad, calma al momento de decidir si es necesario forzar un cambio de ritmo estresante o priorizar el cuidado de nuestra salud mental.
Veamos entonces al tiempo con la mirada de la antropología. Que exista el tiempo es la condición material para que los momentos ocurran. Esto es lo único que sabemos científicamente respecto al tiempo: que es un fenómeno físico que posibilita que todo lo demás exista y que nuestra vida tenga sentido en términos de pasado, presente o futuro. Las múltiples ideas que los humanos tenemos sobre el tiempo, son temporalidades o imaginarios del tiempo.
Estos imaginarios varían con las culturas y las épocas: la temporalidad zen del Japón antiguo no es la misma que hoy se experimenta en Tokyo en una “ciudad que no duerme”; la temporalidad de un calendario único que imponía el Imperio Romano no es la misma que hoy tiene Europa en un mundo global y virtualizado; las temporalidades indígenas y criollas que tenía Argentina en 1816 eran completamente diferentes a las que tenemos hoy en poblaciones rurales y urbanizadas, ambas globalizadas y localizadas a la vez.
Inclusive la supuesta homogeneidad cultural que supone que toda la humanidad tiene hoy la misma noción del tiempo capitalista y globalizada, configurada por las zonas horarias y los instrumentos oficiales de mensura (relojes y calendarios), está repleta de ejemplos de diversidad cultural y modelos de desarrollo contrapuestos. De lo contrario, solo tendríamos un único sistema de gobierno que unificaría los modelos de China, de Arabia, los Escandinavos, los de Europa y los Latinoamericanos por solo mencionar algunos. Lejos estamos de tamaña República intergaláctica.
Aún cuando nadie tiene en claro qué es, todos hablamos del tiempo y en general desconocemos el impacto integral que este concepto tiene en nuestras vidas. El clima, los horarios, los calendarios, los plazos, las esperas y tantas otras cosas son referidas al “tiempo” durante el día como si el solo hecho de nombrar esa mágica palabra produjera sentido y alivio a la vez. La obsesión que hoy define a nuestra sociedad, como remarqué al inicio, se refleja en nuestra salud, en nuestra experiencia del bienestar diario, en cómo llevamos ese transcurrir del día y en cómo lidiamos con esa idea fija al descansar. Cómo dormimos también nos dice cómo experimentamos el tiempo y los ritmos de nuestros días. Lo veremos más adelante.
Créanme, el tiempo no es dinero. Es algo mucho más maravilloso y misterioso que el valor de cambio que le damos a nuestras acciones. No se abrumen por perderlo o ganarlo, porque nunca lo tuvieron; “el tiempo es arena en mis manos” cantaba Cerati.
*Por Gonzalo Iparraguirre. LITERA-UdeSA: Laboratorio Interdisciplinario del Tiempo y la Experiencia y Universidad de San Andrés.
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