En primera persona, el cruce del estrecho de Dardanelos, una de las travesías de aguas abiertas más emblemáticas del mundo
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Después de un primer intento fallido en el que casi muere ahogado, en 1810 Lord Byron logró cruzar a nado el estrecho de Dardanelos. También conocido como Helesponto –tal su nombre griego clásico– este canal por el que fluyen las aguas del mar Negro hacia el Mediterráneo separa a Europa de Asia y está situado en lo que es hoy la República de Turquía. El famoso poeta romántico lo atravesó inspirado por el relato mítico del héroe Leandro que, según cuenta Ovidio, todas las noches desafiaba la corriente para consumar su amor prohibido por Hero, una hermosa sacerdotisa consagrada al templo de Afrodita.
En eso pensaba yo la madrugada del 30 de agosto pasado, parado en una playa de la península de Gallipoli, del lado europeo del Helesponto, listo a lanzarme a sus aguas. Es que cuando hace muchísimos años –décadas– leí Written after swimming from Sestos to Abydos (Escrito después de nadar de Sestos a Abydos), el tragicómico pero bellísimo poema con que el poeta inmortalizó su hazaña, me propuse que algún día iba a imitar a Byron, así como él hace más de 200 años emuló al mítico Leandro. Y al cumplir 60 años decidí regalarme el cruce.
Y ahí estaba finalmente esa mañana, pensando en Lord Byron y en todos los cruces del Helesponto que torcieron el curso de la historia de la humanidad: el del persa Jerjes en 480 a.C., de camino a Grecia (construyó puentes para atravesarlo); el de los ejércitos de Alejandro Magno más de un siglo después, en sentido inverso; las idas y venidas de bizantinos y otomanos; el fallido desembarco en Gallipoli concebido por Churchill en la Primera Guerra Mundial.
Pensaba que, si bien no iba a hacer historia, sería parte de ella: iba a sumergirme en sus aguas, hermanarme de alguna manera con sus protagonistas, los famosos y los ignotos, ver lo que vieron, sentir lo que sintieron. Y es que el Helesponto rezuma historia, tiene una energía particular, una corriente que es tan eléctrica como acuática.
Curiosamente, no pensaba en natación, quizás por suerte: si bien amo nadar (el verbo es el correcto y no hay otro: yo amo este deporte) y tengo particular predilección por las aguas abiertas, salir al mar no siempre es fácil: acecha el temido síndrome de Open Water Panic (OPW), un ataque de ansiedad que con frecuencia afecta a nadadores y triatletas. He realizado diversas travesías a nado –en los lagos de la Patagonia, en el Río de la Plata, en nuestro litoral atlántico y también en el Mediterráneo, incluso atravesé los 3,5 km de la bahía de Copacabana– y no soy inmune al OPW. Lo sufrí en Punta del Este nadando desde la parada 3 hasta la isla Gorriti, disparado por el roce de las aguas vivas y visiones de escualos imaginarios que surgían de las profundidades. Llegué a Gorriti, pero no fue nada fácil dominar el miedo.
Ese día, sin embargo, ya había pensado todo lo que tenía que pensar acerca del recorrido: había planificado mi carrera durante los días previos mientras ensayaba nadar en los Dardanelos con breves paseos cerca de la costa y me había familiarizado con los puntos de referencia del terreno durante una excursión en barco. Eso había pasado a un segundo plano: ahora estaba allí para cumplir un sueño.
Entre algas y aguas vivas
Experimenté una sensación intensa de vivir en el presente: aquel estado en que no hay pasado ni futuro o –mejor dicho– en que el pasado y el futuro existen, pero fusionados e inextricablemente amalgamados al presente. Los destellos del sol naciente sobre el estrecho, el agua que salpica al zambullirme en la largada, el sabor a sal (del mar Negro, del mar de Mármara, del Egeo), el Helesponto que me recibe y me abraza, la viscosidad de las algas al deslizarse entre mis dedos, las aguas vivas que rozan mi piel (sí, hay aguas vivas, muchas, pero increíblemente no pican), Alejandro y sus macedonios, los soldados desconocidos de incontables ejércitos, los héroes míticos de la Ilíada y de Troya cuyas ruinas yacen a pocos kilómetros, Lord Byron nadando a mi lado… Como en el Aleph, todo está conmigo acá, ahora, condensado en este momento y en este lugar. A cada brazada, al torcer la cara para respirar, veo una fortaleza otomana del siglo XV, el monumento a los caídos en la Gran Guerra, los barcos pesqueros turcos que vigilan la carrera. Deseo que este momento no termine nunca.
Algo me atropella en el agua. Si no fuese por mi profundo ensimismamiento, creo que me hubiese pegado el susto de mi vida. Saco la cabeza del agua: es otro nadador. Me doy cuenta de que estoy a escasos doscientos metros de la llegada y que los competidores convergen hacia la rampa de salida. ¿Ya recorrí cuatro kilómetros y medio? ¿Nadé tan rápido? ¿A dónde se fue el tiempo? Sentimientos encontrados: felicidad de estar llegando, tristeza porque ya se acaba. De repente siento el cansancio. Donde antes sólo había pulsión vital, alegría pura de estar vivo, ahora el cuerpo pasa factura. Me lanzo hacia la meta con todo lo que me queda, que no es mucho. Este último trecho me cuesta más que toda la carrera.
Veo a mi mujer cerca de la llegada y me detengo para llamar su atención, agitando los brazos. Me reconoce, grita de júbilo, me alienta, me filma al subir la rampa. No por nada es mi fan número uno. Los organizadores me cuelgan una medalla enorme del cuello, me envuelven en una toalla conmemorativa. Todo es dicha.
Después llegan los números duros: mi tiempo fue de 1h4m2s, quedé en el puesto 111 del cupo de 800 nadadores, octavo entre los 43 varones de la categoría 60-64 años. Mi mujer acota que el tiempo del que quedó en cuarto lugar fue de apenas 35 segundos menos: si yo no hubiera parado a saludar quizás… No me importa. Al fin y al cabo, ¿qué son unos segundos cuando acabo de contemplar la eternidad?
Estrategias para nadar entre dos continentes
El Cruce del Helesponto es desde su inauguración en 2010 una de las carreras de aguas abiertas más emblemáticas del mundo y la más importante de Turquía. Con un cupo de 800 nadadores por edición, convoca a hombres y mujeres de todas las edades. Dada la necesidad de interrumpir el intenso tráfico marítimo del Estrecho de Dardanelos, se realiza sólo una vez por año, cada 30 de agosto. Es el fin del verano europeo y la temperatura del agua suele rondar los 25ºC.
La distancia que separa la partida en Eceabat de la llegada en Çanakkale es de 4,5 km, pero en virtud de las fuertes corrientes que descargan las aguas del Mar Negro hacia el Mediterráneo la carrera no puede nadarse en línea recta. Cada nadador debe diseñar su propia estrategia combinando elementos de velocidad y dirección. Los nadadores más lentos arrancan hacia la izquierda para compensar el arrastre de las corrientes transversales mientras que los más rápidos intentan aproximar su curso al trazado central para minimizar el tiempo de travesía, a riesgo de ser arrastrados por el agua y pasarse de la llegada. En tal caso, la necesidad de nadar contracorriente arruinará sus marcas. También pueden ser descalificados o, peor, perderse en las aguas del Mar Egeo.
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