Está en una roca en el canal de la Mancha, cerca de Normandía y es uno de los sitios más visitados de Francia; a un milenio del comienzo de su construcción todavía lo envuelve un halo enigmático y mareas caprichosas
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Para Victor Hugo, era como una pirámide egipcia levantada en medio de un mar de arenas movedizas. Para los lectores de JK Rowling podría ser una versión de Hogwarts, con imponentes construcciones góticas superpuestas y un pueblito pintoresco que no cambia con el paso del tiempo. Para los instagramers es una iglesia en segundo plano detrás de un paisaje de praderas, con un río que ondula simétricamente como si fuese una serpiente de agua. El Mont Saint-Michel es una especie de camaleón que toma la forma que quiere darle quien lo mira. Es un enigma, un misterio y una maravilla que fascina desde hace mil años. Justamente este 2023 se cumple un milenio desde que comenzó su construcción.
Todo aquel que lo haya visitado tiene su propia versión y su propia visión. Están los que recuerdan sobre todo las recetas de la Mère Poulard; los que levantaron los ojos al cielo para ver la espada de oro del santo resplandecer bajo el sol; los que escucharon los ecos de las batallas de la Guerra de los Cien Años junto al recuerdo de Bertrand du Guesclin. También quienes bajaron por las escaleras hasta el corazón del monte en busca de sus orígenes; o quienes tienen especialmente presente la travesía de la bahía durante la marea baja. No hay dos personas que hayan visto o experimentado el lugar de la misma manera. Sin embargo se trata siempre de esta maravilla, que fascinó a los peregrinos de antaño y a sus avatares, los turistas de hoy.
¿Todo empezó hace mil años, en 1023? En realidad, no. Tiene una precuela, como todas las buenas series. Hay que remontarse hasta el año 708, cuando un obispo recibió varias veces la visita de San Miguel en sus sueños. El arcángel le encargó la construcción de un santuario sobre una isla en la bahía de la Mancha, que está en el límite entre las regiones de Bretaña y Normandía.
El sacerdote, que se llamaba Aubert, era nativo de la región y conocía bien las dos rocas que se convertían en islotes durante los períodos de marea alta. Uno se llama Tombelaine y el otro, el más grande, Tombe. Fue allí donde el eclesiástico encargó la construcción de un pequeño oratorio, inspirado en otro que se había convertido en un famoso lugar de peregrinaciones en el sur de Italia: San Michele Arcangelo, en Puglia.
En 966, el tatarabuelo de Guillermo –aquel duque normando que conquistó Inglaterra– envió a un grupo de monjes a la isla. Fueron ellos quienes se lanzaron a la construcción de una iglesia más ambiciosa que el modesto oratorio de Aubert. Tenían que responder al prestigio creciente del cristianismo y de la figura de San Miguel en esa región poblada de descendientes directos de vikingos. Las obras empezaron en 1023 y en pocos años la poderosa figura del arcángel provocó un gran movimiento de peregrinación. La rareza geográfica de la isla –rodeada por las olas de la Mancha o un mar de arena según el ritmo de las mareas– contribuyó mucho a la fama de este nuevo santuario.
Las primeras obras fueron el punto de partida de una fiebre constructora que no se detuvo hasta épocas recientes. El monte es como una gran torta hecha de varias capas: la iglesia románica fue levantada sobre la capilla original y a partir del siglo XIII se le agregó el magnífico conjunto gótico, cuyos campanarios rodean una flecha principal que trata de elevar hasta lo más alto una estatua dorada del santo.
Los arquitectos tuvieron que hacer gala de su ingenio para adaptar sus obras a las rocas y la difícil topografía de la isla. El resultado es una proeza vertical, que culmina con la punta de la flecha y la estatua de San Miguel. Los constructores medievales lograron levantar una abadía que es a la vez una fortaleza, y logró salir victoriosa de un asedio que duró 11 años en el siglo XV.
Peldaños con historia
Para quien sabe cómo encontrarlas, hay historias en cada uno de los peldaños de las escaleras y en cada una de las rocas de las murallas del monte. Así como fue un centro espiritual y cultural muy importante, donde se elaboraron algunos de los más bellos manuscritos medievales, también era un lugar altamente político y varios reyes necesitaron hacer valer su poder en este sitio sin igual, desde San Luis hasta Enrique II de Inglaterra.
A partir del siglo XI, mucho antes de la fortificación de la isla, el prestigio del monte alcanzaba todo el Occidente cristiano. Los peregrinos comparaban su travesía de la bahía con la que tuvieron que hacer los judíos por el desierto. Era una prueba peligrosa y debían sortear ríos, arenas movedizas y sobre todo las mareas de mayor amplitud de Europa. Un dicho perduró hasta hoy: se dice que en esa región de la Mancha el mar se retira y regresa a la velocidad de un caballo al galope.
Durante las grandes mareas, de hecho, el mar se aleja más de 15 kilómetros. En el siglo XIX se creó un pólder para ganar terrenos destinados a los rebaños de ovejas y la bahía fue invadida por las arena. El monte dejó de ser una isla, hasta que se realizaron obras, con diques, represas y un puente-pasarela que permitieron el regreso del agua durante las mareas más altas.
A partir de estas transformaciones cambió el acceso y el gran estacionamiento que se había generado junto a la calzada sobreelevada no existe más. Ahora hay que dejar los autos en el continente, y desde allí se puede llegar en menos de una hora caminando, o en una decena de minutos a bordo de los transfers que van y vienen todo el tiempo, día y noche. Según la hora y el momento del año, algunos eligen caminar tras las huellas de los peregrinos medievales y cruzan las arenas de la bahía: desde ese ángulo, la perspectiva del monte es sobrecogedora y la experiencia adquiere una dimensión radicalmente distinta.
Un gran salto en el tiempo
Tras llegar a la puerta de las murallas, el ingreso al monte es un poco como en las películas, donde los protagonistas encuentran un pasadizo que los hace viajar en el tiempo. La primera puerta ya permite imaginar lo que se viene, pero la segunda provoca un auténtico impacto al percibir la calle angosta que bordea el mítico hotel restaurante de la Mère Poulard, abierto en 1888 por Annette y su marido. Su tortilla soufflé es famosa en el mundo y la receta –guardada en el más estricto de los secretos– no cambió en más de un siglo.
Para ingresar al monte propiamente dicho hace falta pasar una tercera puerta, bien medieval, con puente levadizo y gruesa reja de hierro. Solo faltaría un soldado de armadura y malla metálica para terminar de completar el cuadro.
Las antiguas casas de piedra están ocupadas por restaurantes, tiendas de recuerdos y bares. Se venden pulóveres marineros blancos con rayas azules y panqueques bretones.
Sin darse cuenta, se sube, paso a paso, sobre lo que fue hace más de mil años una gran roca. Los días de verano, o durante los feriados y ciertas fechas del año, el paseo se convierte en una experiencia insoportable. El monte es el sitio más visitado de Francia fuera de París y sus alrededores.
Este año se superarán los tres millones de visitantes y hubo algunos días en los que se contabilizaron más de 36.000 ingresos. Es un claro ejemplo del sobreturismo, que da tanto que hablar en los destinos más masivos de Europa.
El resto del tiempo, aunque siempre haya una afluencia importante, la visita cobra algo de magia. La historia, la energía y hasta cierta dosis de misticismo que parece flotar en el aire transforman a los visitantes.
Durante las mareas bajas, el paisaje es un mar de arena que brilla bajo el sol normando. En las partes superiores, se ven también los techos del pueblo y las murallas. De vez en cuando, las rocas de la isla aparecen bajo las construcciones.
Se llega así hasta la parte de arriba, la abadía, que es la última y la más alta de todas las construcciones superpuestas del monte. El ascenso, sin embargo, no ha terminado.
Para continuar, se puede optar por participar en una de las visitas guiadas temáticas para explorar durante dos horas los techos por encima de la nave de la iglesia. Bajo la protección de su espada, el santo de 4,5 metros y más de cinco toneladas reluce bajo su gruesa capa de oro. Luego de esta visión, solo queda emprender el camino a la inversa, para bajar hacia el siglo XXI, peldaño por peldaño (son 350 en total).
No hay que creer, sin embargo, que ya se sabe todo del monte y de su protector. Quedan aún varios misterios, desde laberintos subterráneos hasta un mapa cósmico de la Edad de Piedra, tallado hace más de 6000 años para observar los planetas.
En un discurso para celebrar el milenio del monumento, Macron recordó que el monte se elevó hacia el cielo a medida que el reino de Francia fue creciendo. Para él, la fortaleza es todo un símbolo: “Una mezcla de raíces humanas y audacia, de naturaleza y conocimiento, de genio individual y humildad fraternal colectiva, de trabajo y contemplación, de personas y de lo sagrado”.
Datos útiles
Ubicación
Está sobre una pequeña isla del estuario del río Couesnon, en Normandía. Para acceder, hay que caminar 2,5 km desde la zona del estacionamiento o tomar uno de los transfers gratuitos.
Visitas
La entrada a la abadía cuesta 11 euros y está abierta hasta las 18. El pueblo se visita de manera gratuita. Para observar el fenómeno de la marea subiendo, hay que estar dos horas antes del horario de pleamar. Se puede ver desde el Monte, las murallas, la terraza oeste, o el puente-pasarela.
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