Una investigadora especializada en hábitos gastronómicos revela qué “otras carnes” eran de consumo cotidiano en la Buenos Aires del siglo XVIII
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En nuestro país, “carne” significa carne de vaca. Es decir: no hace falta aclarar que no es otro animal. Al menos en nuestras tierras, “la vaca” es un símbolo nacional y esa manera de categorizar su carne se encuentra en documentos oficiales desde, como mínimo, el siglo XVIII. Lo que sí nos resulta una novedad es la cantidad de otras carnes –incluyendo aves y pescados– que aparecen allí, de una variedad hoy impensada.
Esto indica que hace unos 250 años la carne de vaca ya era “la” carne más consumida, pero que de todos modos la oferta era mucho más variada que en la actualidad, cuando para conseguir cordero hay que ir a una carnicería especial.
La variedad siempre estuvo: los primeros europeos que llegaron con Pedro de Mendoza, antes de comerse todo lo que encontraron, de entrar en períodos de inanición y finalmente de abandonar el asentamiento por orden de la Corona española, entraron en contacto con los pobladores de la zona, “señores de mucho pescado” según escribió una cocinera venida con la expedición.
Efectivamente, los querandíes pescaban y consumían pejerreyes, sábalos, dorados y demás, pero también se alimentaban de guanacos, venados de las pampas, ciervos de los bañados, carpinchos, todo tipo de aves autóctonas y por supuesto vegetales de recolección o de cultivo incipiente.
Después, con la fundación efectiva de Buenos Aires, la de Garay, vinieron las especies eurasiáticas. Para mediados del siglo XVII, contaba el viajero francés Acarette Du Biscay, los habitantes de la futura Reina del Plata “tienen grandes patios y detrás de las casas amplias huertas, llenas de naranjos, limoneros, higueras, manzanos, perales y otros frutales, con abundancia de hortalizas, zapallos, cebollas, ajo, lechuga, alberjas (sic) y habas; y especialmente sus melones son excelentes, pues la tierra es muy fértil y buena. Viven muy cómodamente y a excepción del vino, que es algo caro, tienen en abundancia toda clase de vituallas, como ser carne de vaca y ternera, de carnero y venado, liebres, conejos, gallinas, patos, gansos silvestres, perdices, palomas, tortugas y toda clase de aves silvestres, y tan baratas que se pueden comprar perdices a un penique la pieza y el resto en proporción”.
Grandes banquetes: tortugas, liebre y conejo
En las pocas listas de compras que se conservaron de los banquetes virreinales se pueden encontrar todas esas especies juntas, menos tortuga, liebre y conejo. A la paloma se la llamaba “pichón” y se hacían asadas y también en pastel de fuente (una especie de tarta de dos tapas). No, no se imaginen al Virrey de peluquita blanca comiendo las palomas de Plaza de Mayo. Esas son de la especie Columba livia, nativas e introducidas.
La más común para comer era la “paloma torcaz” o simplemente “la torcaza”. Una carne aromática, magra y oscura, algo que era muy apreciado antes de la fiebre de la carne “marmolada” que está tan de moda.
Otra ave de consumo normalizado era el pato. Había una multitud de patos entre los “laguneros” o de caza y los “caseros”, es decir, criados. Se hacían asados, en cazuela, en pastel de fuente y algo más tarde, “en salmis” (una salsa que se hace a partir del fondo de cocción de las propias carcasas de las aves). El más consumido era el criollo, el mismo que hoy puede conseguirse con bastante dificultad y pagando una suma injustificadamente alta
Después estaba el tipo de ave más representativo de la campaña bonaerense: las perdices, las preferidas para hacer en escabeche o asadas en parrilla. Los conquistadores habían traído las europeas, pero lo que abundaba eran las nativas, que los españoles llamaron “perdices” solo porque eran parecidas a las del Viejo Continente. Había por lo menos seis especies comestibles, pero las más consumidas eran la común (Nothura maculosa) y la colorada (Rhynchotus rufescens). Estas aves se vendían, lo mismo que las gallinas, los pollos y los pavos, en el Mercado de la Plaza (hoy Plaza de Mayo), frente al fuerte donde estaba la residencia virreinal y hoy está la Casa Rosada.
En la parte donde se vendían las perdices se vendían también las mulitas, de carne apreciadísima. Mario Silveira, un gran arqueólogo investigador de Buenos Aires que con 94 años seguía buscando hasta hace poco en los antiguos pozos de basura porteños, encontró restos de estos mamíferos acorazados en varios puntos de la ciudad. Sarmiento, ya siendo ex presidente, insistía en promover la venta de mulitas que calificaba como “dignas de la mesa de un rey” y recomendaba comerlas de la manera en que la hacían en el campo, condimentadas y en su carcasa. En 1929, en el restaurante TaBaRis (tope de gama, dirían hoy), figuraban en la carta junto con los quesos importados de Europa y el champagne francés más caro.
Del otro lado de donde se vendían las aves estaban los vendedores de pescado. Las especies eran las mismas que hoy se pescan y cocinan desde Tigre hasta el Norte, y no deja de parecer increíble que una de las primeras comidas porteñas “de calle” haya sido el pescado frito y que La Boca, mucho antes de ser identificada como el barrio de las pizzas, haya sido el punto elegido para comer pescado. Esto era tan así que hasta los atildados señores de las élites se “escapaban” de la zona de restaurantes franceses (la calle Florida) para comer un pejerrey, un dorado o un sábalo en las fondas y restaurantes xeneizes, entre los que destacaba “El cocodrilo”, frecuentado por artistas y políticos.
De estos consumos de pescado ya perdidos, el más llamativo es el de la anguila, que se comió, sobre todo frita, desde el Virreinato hasta la década de 1930. Las lagunas y ríos pampeanos y del Litoral están llenas de anguilas, ¿por qué no las comimos más? Imaginen mi sorpresa cuando empezaron a vender anguila en restaurantes de Palermo como exotismo asiático… Pero eso de la adopción de lo nativo como novedad foránea es otro tema, para el próximo artículo.
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