Ubicado cerca del Colón y los teatros de la avenida Corrientes, mantiene intacto su menú y guarda numerosas anécdotas
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Hay gente que ni bien cruza la puerta, antes de llegar a la mesa, anuncia que va a pedir la suprema Maryland, con banana frita, choclo a la crema y panceta. Recibimos muchos clientes que vienen a buscar esos platos clásicos que ya no se preparan en otros lugares”, cuenta Santiago Masciarelli, quien desde hace 42 años está a cargo del legendario restaurante Zum Edelweiss, al que suelen ir a comer desde Mirtha Legrand y Susana Giménez, hasta Martha Argerich o Daniel Barenboim.
Tan atrás en el tiempo hay que ir para rememorar la historia de este establecimiento que es difícil determinar cuándo abrió sus puertas. No se sabe si fue en 1907 o en 1908, y si bien su fundador fue un austríaco, nadie recuerda ya su nombre.
Por aquellos tiempos estaba ubicado sobre Cerrito, frente al Teatro Colón. En la década del 30 se ensanchó la avenida 9 de Julio, por lo que en 1933 Zum Edelweiss debió mudar sus boxes de madera y su boiserie a Libertad 431 y así quedó ubicado en un punto neurálgico de la vida cultural porteña.
Durante el día, la cercanía al Palacio de Justicia atrae a jueces, juristas, fiscales y abogados que transitan los tribunales. Por la noche, llegan caminando los amantes de la ópera y del ballet que salen del Colón, y el público de los teatros de la avenida Corrientes, junto con los artistas y bohemios que vienen después de las funciones.
“A esos se suman los cholulos”, indica Santiago, a quien le gusta definir esta cervecería como un lugar para mirar y ser mirado.
Salvo por algunas reformas prácticas, el edificio y la decoración –con sus sillas Thonet y arañas de hierro con tulipas– se mantienen intactos, lo que otorga al lugar un aire nostálgico que se suma a la calidez de ser atendido por sus dueños. “En los años 20 pasó a manos de dos familias gallegas, y treinta años más tarde a otro grupo de tres familias también de ascendencia española. Finalmente, en los años 80, llegamos nosotros, que somos italianos y siempre nos dedicamos a la gastronomía”, explica Santiago.
–¿Cómo empieza esta historia?
–El día que papá me preguntó si me gustaría que compráramos Edelweiss yo tenía 20 años y nunca lo había escuchado nombrar. Vine a comer con mi novia de entonces para conocerlo. Como en esa época los dueños ya estaban cansados, el lugar estaba muy caído y a mí no me gustó porque me pareció viejo. Pero mi padre me dijo que así y todo, era un éxito. Al poco tiempo lo compró, junto con mi abuelo, y lo refaccionaron.
–¿La gente que trabajaba en la cocina se quedó?
–En ese momento sí, pero pasaron 42 años, por lo que se fueron jubilando. Parte de nuestro secreto es cuidar al personal y que haya la menor rotación posible. Se tarda años en formar a un mozo, y a un cocinero ni te cuento. Por eso los cocineros siempre tienen dos ayudantes que van aprendiendo a la par de ellos.
–¿Cuáles son los clásicos del menú?
–Nosotros hacemos cocina centroeuropea y argentina tradicional. Mantenemos platos que ya no se preparan en casi ningún lado, en parte porque los restaurantes alemanes, los clásicos “Munich” que en los 70 estaban en todos los barrios, fueron desapareciendo. Seguimos ofreciendo el kassler, la costilla de cerdo ahumada que viene con chucrut; el jamboneau, que es el codillo del cerdo; el carré caramelizado con ananá, ciruelas y puré de manzanas. Entre los postres, la estrella es el sabayón con nueces, seguido del strudel. También servimos cerveza tirada por una serpentina de 250 metros de largo.
–¿Cómo fue cambiando la carta?
–No podemos sacar ningún plato porque nuestra clientela quiere seguir pidiendo lo mismo de siempre. Por eso solo podemos agregar. Hace unos años incorporamos la ensalada César y la caprese con mozzarella de búfala por pedidos de los clientes. Hoy nuestra carta tiene más de 100 platos.
–¿Cuántas generaciones de la familia ya pasaron por este restaurante?
–Hoy estoy yo con mi hijo Bruno, que es la cuarta generación. Ya antes de terminar el colegio empezó a venir a ayudarme. Después estudió Cocina en el IAG, hizo una práctica en España con el chef Martín Berasategui y sumó varios platos. Se crio de chiquito conmigo acá adentro, al igual que sus dos hermanos, que venían alternadamente un rato los fines de semana.
–¿Qué aprendió usted de las generaciones anteriores?
–Todo. Yo crecí dentro de un establecimiento gastronómico. Desde que tenía un año empecé a ir con mi papá a las confiterías de las que era socio y después a este restaurante. Aprendí mirando. Desde cómo hablarle a un cocinero, la forma de dirigirme a un cliente, hasta cómo distinguir a un proveedor bueno de uno malo.
–¿Qué es Edelweiss para ustedes?
–Para mí es mi vida. A veces me obligo a irme porque siempre quedan cosas por hacer. Nunca me tomé más de diez días de vacaciones. No puedo. Tengo que estar acá. No sé cómo explicarlo.
–¿Qué le gusta de este trabajo?
–La relación con la gente. Es un trabajo que a veces te llena de orgullo. Por ejemplo, el otro día vino Mirtha Legrand y la gente se desesperaba. Yo veía a todo el mundo contento, divertido, y pensaba: “Esto está pasando en mi casa”. Lo mismo cuando el restaurante está completamente lleno y los clientes te agradecen al irse. Son esas pequeñas satisfacciones que te da tener un restaurante que funciona.
–¿Alguna vez tuvieron que echar a alguien del salón?
–Muchas veces. Una vez un actor muy conocido estaba comiendo con su novia, uno de los sex symbols de ese momento. Al lado había una mesa de cuatro “bienudos” que habían tomado un poco. Le empezaron decir cosas a ella. Hasta que le dijeron a él, “pibe, es mucha mina para vos”. En ese momento le dio las llaves del auto a ella, le pidió que lo esperara en la puerta con el motor prendido y se acercó a la otra mesa. Como no se disculparon le partió una silla en la cabeza a uno, y a otro le dio una piña. No lo tuvimos que echar. Salió corriendo y no vino más por 10 años. El día que volvió se puso un poco colorado, pero no hicimos ningún comentario.
–¿Es cierto que algunas veces se arman conciertos improvisados?
–Eso pasa siempre. Cada vez que hay una ópera en el Colón mayormente viene el elenco a comer acá. Cuando están festejando, ya por terminar la comida se ponen a cantar. Es divino. Una de las anécdotas más conocidas fue la vez que entró Plácido Domingo, los clientes se pusieron de pie para aplaudirlo, se subió a una mesa y repitió parte de la ópera que acababa de interpretar.
–¿Vienen rockeros?
–Sí, vienen seguido Litto Nebbia, Pedro Aznar, Nito Mestre. Charly antes venía dos o tres veces por semana. Si estaba lleno, se pedía una copa de vino blanco, se iba al hall de espera y se sentaba en el piso cruzado de piernas.
–¿Quién fue el cliente más fiel?
–Enrique Pinti. Cuando nosotros compramos el restaurante, él ya era cliente. Después nos hicimos amigos y siguió viniendo todas las noches si estaba en Buenos Aires. Tenía su mesa fija.
–¿Se filmó alguna película acá?
–Varias. Como el salón tiene un aspecto alemán, Robert Duvall lo eligió para filmar una escena de la película de El hombre que capturó a Eichamnn, de la que él fue director y actor. Hace poco rodaron una parte de la serie que está por salir sobre la vida de Guillermo Cóppola, que es cliente habitual. También se filmó acá Argentina, 1985 en la que Ricardo Darín interpreta a Julio Strassera, quién venía a almorzar todos los mediodías.
–¿La mejor época?
–Los 80, que para mí fue la época gloriosa de Buenos Aires. La noche de la ciudad por ese entonces pasaba por los cabarets, que cerraban a las 3 de la mañana, y el restaurante se llenaba a esa hora. En esos años teníamos una mesa fija todos los viernes en la que se juntaban después del teatro Alberto Olmedo, Cacho Fontana, Tato Bores y Hugo Sofovich.
–¿Los tiempos más difíciles?
–El 2001. Época bravísima. Teníamos trabajo, pero era muy difícil la administración porque no había plata. Fue una locura.
–Con tantos artistas que vienen a comer acá hace tantos años usted debe saber todo.
–Yo no sé absolutamente nada.