Esteban Cipponeri creó un refugio único, donde la comida y las historias se entrelazan en un ambiente rústico y acogedor. Desde sus primeros días en el campo hasta sus viajes por el mundo del polo y la gastronomía, Esteban comparte su historia de cómo, después de los 60 años, logró realizar su sueño de abrir un restaurante.
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Esteban Cipponeri está feliz. Siente que, al fin, luego de un largo recorrido, pudo armar un “lugar especial”, algo que su imaginación fue conformando a lo largo de los años. Un refugio de encuentros, de guitarras, de anécdotas y cierta comunidad: la comida como eje organizador de un ritual tan antiguo como vigente y necesario. En La Caballeriza, el menú -casi- es secundario: sólo hace falta que Esteban escriba en su grupo de difusión de WhatsApp un simple “hoy cocino” para que los ocho cubiertos se reserven en cuestión de minutos. A veces, algún atrevido pregunta sobre el menú, pero en realidad no hace falta.
Chapa, madera, mucha madera. Ladrillos gastados por el tiempo y las historias. Un aire antiguo, ancestral -sin serlo-, pero sobre todo campero. Un compendio de experiencias condensadas. Hijo de un siciliano amante de la cocina, Esteban siempre tuvo una inclinación por las ollas, las sartenes, los ingredientes, las combinaciones y la creación espontánea del arte culinario. Pero la idea firme de crear su propio restaurante fue cocinándose a fuego lento.
Camino a Las Flores
Lo que definitivamente cambió su vida, fue la decisión que tomaron sus padres -hace más de 50 años- de dejar la ciudad de Buenos Aires para instalarse en Las Flores. Su papá trabajaba en Ford y tuvo un ofrecimiento para montar en este pueblo bonaerense la primera concesionaria oficial de la marca; su madre, traumatóloga, se abocó a crear ese servicio en el hospital local. Esteban cambió los colectivos de línea por la bicicleta y la libertad pueblerina. Y entonces descubrió un amor oculto hasta entonces: los caballos. “Hasta ese momento, los únicos caballos que veía eran los de los Granaderos o el zoológico”, cuenta, largando una carcajada. “Ese amor, me marcó para siempre”, no duda.
Tanto fue así que cuando tuvo que decidir qué estudiar, eligió la carrera de veterinaria en Tandil. Sin embargo, guitarra va, asado viene, los estudios quedaron postergados. En ese contexto nebuloso, la propuesta de un amigo de viajar hacia los Estados Unidos para trabajar con los caballos de polo lo sacó del letargo. En 1984, sin saber ni un poco de inglés, se instaló en Palm Beach. Un año después regresaría a Las Flores para casarse con Carla. “Y ahí arrancó otra historia”, avisa.
Esteban comprendió que en la práctica del polo encontraría un medio de vida, un sustento, que a su vez le permitiría pasar mucho tiempo con los caballos. Así comenzaba un periplo que lo llevaría por varios países, pero que encontraría un eje alrededor de la ciudad belga de Amberes, en el club La Estancia, donde además descubriría que el polo podía cruzarse con su otra pasión: la gastronomía. “Ahí nació un poco esta idea de vincular los caballos con la comida; en un momento, Carla manejó el Club House del lugar y, como en los circuitos de polo hay muchos argentinos, jugadores y petiseros, las comidas terminaban siendo asados”.
De regreso
La vida avanzaba y el pago empezaba a tironear. Con cuatro hijas mujeres, Carla pujaba por pegar la vuelta para terminar la carrera de abogacía. La familia Cipponeri decidió volver al país en 1999. “Gracias al polo pude hacer una diferencia y tener lo que tengo, la quinta donde vivimos, la casa y el restaurante”, explica. “En una casa muy vieja, asentada en barro, hice boxes, una matera, con un galpón que ahora se transformó en La Caballeriza. También hay otro galpón que ahora es una pista de baile… con piso de tierra”, cuenta.
A pesar de que Esteban no se había retirado del polo -seguía jugando en Bélgica e Italia-, de a poco comenzó a buscar su lugar en el mundo gastronómico. El primer intento fue junto a un amigo, con quien compraron la llave de una parrilla-tenedor libre, en Las Flores, llamada Don Segundo. Llegaban a vender 140 cubiertos por día. Sin embargo, rápidamente entendió que eso no era lo que buscaba. “Era una locura de trabajo y no se disfrutaba”, apunta.
Así y todo, esa experiencia fue muy importante. Sin saberlo, le serviría para unirla junto a otra vivencia transformadora: “Cuando salíamos comer en Amberes, que es bellísimo, una ciudad bohemia y cultural, íbamos a muchos restaurantes, pero había uno que nos gustaba especialmente. Era de un francés, atendido por él y su señora. El francés hablaba bien en castellano y charlábamos mucho; él venía de una familia de gastronómicos y me decía que el restaurante perfecto, para esta edad, era uno de ocho mesas sin rotación”. “Bueno, La Caballeriza tiene ocho mesas, sin rotación. Y tenía razón. Así se puede manejar junto a tu familia y lo disfrutás. Cada día que abro, siento algo muy agradable. Y cuando viene algún guitarrero, ni te digo”, agrega.
La Caballeriza
Esteban es consciente de que en La Caballeriza no se trata de realzar las aptitudes culinarias -que, sin duda, tiene-, sino de crear un entorno, un ambiente y una mística. Así fue lo que de entrada se imaginó cuando, en plena pandemia, se decidió finalmente a montar su propio restaurante. “Si bien siempre trabajé con mis caballos -tengo mis crías, mis boxes de cuida, un centro de transferencia de embriones-, en algún momento tenía que dejar de jugar al polo… me pasaban por al lado como un dibujo”, dice, entre risas. “Cuando apareció el Covid-19 tuve más tiempo de pensar y dije ‘es el momento’”, añade.
Junto a dos amigos, Gastón y Diego, Esteban encaró el armado del restaurante. Maderas recicladas, fenólicos, chapas oxidadas, muebles recauchutados. “Hay algo acogedor en lo rústico y lo viejo, a mí me gustan las sartenes nuevas, pero prefiero una de fierro”, asegura. De un viaje a Jujuy con Carla, trajeron ollas de barro, cucharas de madera. Luego hicieron un horno gigante de barro. Y así, La Caballeriza fue tomando forma. “Apenas abrimos, empezó a caer gente. Tenemos un grupo grande de amigos que ayudó mucho. Y luego lanzamos un grupo de difusión, donde aviso que voy a cocinar y la gente reserva”, explica.
En Las Flores, este restaurante es una especie de joyita íntima y necesaria. “Me parece que se armó algo lindo. Está calefaccionado con dos salamandras a leña, el mismo horno también aporta calor, y yo estoy ahí cocinando delante de todos. Acá viene Dios y el Diablo, todos tienen que comer”, bromea. El sentimiento de excepcionalidad es compartido por los clientes, que suelen agotar los ocho cubiertos rápidamente, aunque siempre se abre algún lugar extra en la barra para los “insistidores de siempre”. “Creo que lo que engancha es el programa, más allá de la comida; se armó un ambiente cálido, tal vez no parece un restaurante, sino el quincho de un amigo”, señala.
Esteban está tan entusiasmado con haber armado este espacio después de sus 60 años, que se anima a darle un consejo a los amantes de la cocina: “Esto es muy divertido, no se trata de la plata; a quienes les gusta cocinar, les recomiendo que en algún momento de la vida se pongan su propio restaurante. Porque no se trata sólo cocinar, yo no soy un gran chef ni nada que se le parezca, sino la posibilidad de armar algo especial y compartirlo con otros”.
Datos Útiles
La Caballeriza está ubicado en el partido de Las Flores, provincia de Buenos Aires. La ubicación se comparte una vez que se confirma la reserva.
W: (2244) 42-8329
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