Pablo Quiven es chef y dueño de un restaurante de vanguardia sobre la Av. Bustillo, que ofrece un menú de siete pasos con sabores patagónicos en un ambiente descontracturado pero elegante.
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Pablo Quiven habla a borbotones, se mueve mucho y parece inquieto. “Me topé con mi colmo. Será una cuestión de karma”, asegura entre risas su mujer, Mariana Trujillo Ruano, la psicóloga mexicana que lo cautivó un 10 de octubre de 2013, hace siete años, en Roma. Juntos dirigen Quiven, el consagrado restaurante de Bariloche que en kilómetro 19.600 de la Av. Bustillo ofrece un menú sorpresa de siete pasos (con opción de cuatro). Criado en Caballito, el chef llegó Bariloche hace 19 años y “Bariloche no me dejó ir”, resume. Entonces, antes de que los primeros comensales lleguen al restaurante, se entusiasma con contar la historia de amor que lo une a Mariana, una especialista en trastornos de ansiedad que creció en la convulsionada Ciudad de México.
“Yo había viajado a Europa para visitar a mi hermano menor, que vive en Valencia. Entre las cosas que tenía para hacer estaba ir a Roma. Y una vez ahí, él me marcó visitar la Fontana di Trevi”, relata Pablo sobre la mítica fuente de la que no sabía mucho más que la consigna clásica: tirar una moneda y pedir un deseo. “Cuando llegué me encontré con dos millones de personas sacándose fotos. Entonces, mientras bajaba unas escaleritas, con mi moneda en la mano, sin querer con la rodilla choqué a una chica que estaba sentada, muy tranquila. Ella se dio vuelta, me miró con unos ojos particulares –muy verdosos– y quedé cautivado. Pero no pasó mucho más… Bajé, tiré la moneda en la fuente y pedí un deseo. Como venía de varias historias con chicas rubias y de ojos claros que no habían funcionado, pedí una mujer distinta. Entonces, volví a subir la escalera, miré a la mujer que seguía sentada y le pedí permiso para ubicarme a su lado. Me dijo ‘ok’ y como buen argentino que soy, empecé con el chamuyo”, cuenta Pablo mientras Mariana asiente a su lado.
La cuestión es que, como en toda historia de amor y viajes, Mariana tenía un plan previsto de ante mano para lo que quedaba de su día en Roma. Iba a reencontrarse con una amiga que cumplía años. Entonces, después de un rato de charla, le dijo a Pablo que se tenía que ir. Decido a ir por más, Pablo le insistió con una frase elocuente: “Si te vas, por ahí te estás perdiendo hombre de tu vida”. Y al notar que no lograba retenerla, le preguntó si la podía acompañar las quince cuadras que la separaban de su amiga.
“Yo estaba en Roma, de viaje con amigas, porque una de ellas cumplía cuarenta. Esa noche íbamos a salir a comer para festejar”, cuenta Mariana, con tonada azteca. Cuando se cruzó con Pablo, llevaba un buen rato caminando sola, harta de las compras de sus amigas. Había querido ir a un museo, pero se había perdido. Se su subió al bus turístico para pasear. Y así fue como terminó sentada entre la multitud que suele colmar la Fontana de Trevi, fumando un cigarrillo y mirando la gente pasar, durante más de dos horas. “Antes de pedirme permiso para sentarse a mi lado Pablo me dijo: ‘¿Por qué esa mirada triste?’”, relata Mariana que en rigor solo estaba algo cansada. “Insistió con hablarme y me hizo reír. ¡Es que es muy simpático! Charlamos y coincidimos en algunas cosas, pero yo no tenía ninguna expectativa de nada con nadie. Venía de romper una relación y había viajado a Roma unos días para huir de México. Sin embargo, me gustó ese ratito con él... Lo dejé que me acompañara a encontrarme con mi amiga y las cosas empezaron a sentirse mejor nosotros”, cuenta la psicóloga, que bien sabe de ansiedades.
Entonces, porque hacer shopping puede ser agotador –o porque alguien escribió esta historia de amor–, cuando Mariana se encontró con su amiga, ella le dijo que no tenía ganas de salir a comer: estaba muy cansada. “Entonces me fui a cenar con Pablo. La pasamos genial, caminamos mucho y terminamos en el departamento donde yo estaba parando. Intercambiamos teléfono y me dio un beso antes de irse. Volvimos a vernos al día siguiente y nos despedimos, porque yo me volvía a México y él, a España. De todas maneras, Roma nos había unido”, cuenta Mariana.
Durante meses se escribieron y hablaron por teléfono. Pablo la invitaba a Bariloche, pero Mariana “lo había conocido solo dos días y no sabía si tenía que hacer semejante viaje”. Entonces pactaron un punto medio: Lima, Perú. Allí se reencontraron para pasar una semana que confirmó aquello que habían sentido en Roma. Después Mariana conoció Bariloche. Y Pablo, México. “El estaba dispuesto a irse a vivir allá conmigo, pero cada vez que venía, yo lo veía enloquecer. No era fácil pasar de la Patagonia al Distrito Federal. Las autopistas, las manifestaciones, los autobuses… No podía con tanto caos. Lo veía estresado y no quería esa vida para nosotros. Yo podía mejorar en Bariloche, pero él no iba a estar mejor en México. Por eso nos casamos allá y nos vinimos al año y medio de conocernos”, relata Mariana, que se había organizado para atender a sus pacientes por videollamada.
Entre lo aprendido y lo innovado
Nieto de una española y con ascendencia francesa por los Quiven, Pablo creció estimulado por los sabores de la inmigración. Su mamá murió cuando tenía solo trece años y como su papá trabajaba mucho, Pablo se metió con las cacerolas para seguirle los pasos a esa abuela que cocinaba muy bien. Por necesidad, pero también por gusto, empezó a preparar la comida en su casa. Impulsado por sus amigos, que ponderaban sus platos, cuando terminó la escuela estudió cocina e hizo varios cursos. Mientras tanto trabajaba en dos restaurantes de Capital Federal.
Como a muchos, le gustaba el Sur y hasta allá se iba en verano, pero Bariloche no lo atraía particularmente. Hasta que, en un viaje con amigos en el verano del 2002, se le rompió la camioneta, fue a parar a un camping de la ciudad y descubrió un restaurante abandonando. “Era un galpón y me interesó. Gané la licitación y me vine. Estuve un tiempo hasta que se terminó la concesión, pasé por dos restaurantes. Y luego me contaron que había una búsqueda en el Hotel Llao Llao. Entré directamente como jefe de partida”, explica Pablo sobre el puesto que está sobre el cocinero y el ayudante de cocina. Ahí fue dónde conoció a Darío Gualtieri, que activó en Pablo “lo creativo, lo estético y lo visual”. El paso siguiente fue estar a cargo de la cocina del Hotel Villa Huinid, un 5 estrellas a inaugurar, y después de dos años, pasar al Hotel Cacique Inacayal, donde estuvo seis.
“Quiven tuvo que madurar en el tiempo”, apunta el chef sobre el restaurante que lleva su apellido. “Quería plasmar mis ideas sin trabajar para alguien. ¿Cómo le explicás a un empresario que un plato va a evolucionar? Quería explayarme en algo que me hiciera solo pelear conmigo mismo. Y en ese proceso Mariana fue mi faro. Fue quien me impulsó a que abriera nuestro restaurante hace seis años”, reflexiona el chef sobre el emprendimiento que funciona en lo que era una casa.
En un rincón privilegiado de la bahía San Pedro, Quiven es una propuesta intimista, para conocer en pareja o con amigos, pero sin niños. “Es toda una experiencia desde el minuto cero, por los sonidos, las velas y la decoración”, apunta el chef que tiene las puertas abiertas de noche. “Nos manejamos con productores locales, que conocemos. Si me traen un conejo, sé quién y cómo lo seleccionó, lo mató y lo faenó. Tengo un espiral de palta que no te imaginás lo que es”, anticipa Pablo antes de convidar sus platos y de comentar que en diciembre abrirá un nuevo restaurante justo enfrente, en el Club de Regatas, para cien personas y con otro concepto bien distinto: “carnes maduradas, fuegos y horno de barro”.
“Acá servimos cocina evolutiva. No digo molecular, porque estoy lejos, pero estoy en un intermedio. Ofrezco algo palpable, pero con sabores y texturas muy particulares. Porque para que un plato sea complejo tiene que tener algo cremoso, crujiente, salado, dulce, frío y caliente, pero muy bien conjugado”, asegura el chef. Y aclara que para comer en Quiven hay estar dispuesto a una aventura gastronómica de siete pasos, con todo lo que implica la Patagonia: trucha, langostinos, hongo, jabalí, cordero, por ejemplo.
¿El rol de Mariana? Maneja la cava y todo lo que hace a la artística del ambiente, divinamente seleccionado. Además, es la anfitriona del restó al que “llegás a las ocho de la noche, pero no sabés cuando te vas”. Porque no hay renovación de mesas y está abierto hasta más allá de las doce. Todo bien a mano de sus dueños, que tienen su casa justo abajo del restaurante, con huerta y un jardín bien cuidado. Para que aquella sociedad que se inició con un cruce de miradas en la Fontana di Trevi, hoy sea una invitación a dejarse llevar por los encantos gustativos de la Patagonia.
Datos útiles:
Quiven. Av. Bustillo 19.688. T: (0294) 477-1067 / (0294) 590-2046.
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