Germán Escobar García llegó en plan viajero y se recibió como adiestrador canino en la UBA. Logra que los perros se diviertan “trabajando”. El campo de 50 hectáreas está en Espartillar, en el suroeste de Buenos Aires, tiene 20.117 árboles y en esta temporada duplicó la producción con relación al año pasado.
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Más contento que perro cazando trufas. Hay que ver la felicidad con que Lola, Marilyn, Soria y Sancho (una Breton, una Braco y dos labradores mestizos) bajan de la camioneta que los trae a “trabajar”. Son el eficaz equipo de detectores de Trufas del Nuevo Mundo, emprendimiento dedicado a la producción de Tuber melanosporum, el hongo comestible más preciado de la gastronomía por su sabor único y los más de 200 vapores aromáticos que lo componen. La trufa crece bajo tierra en simbiosis con las raíces. “Y no hay otro modo de cosecharlas que no sea con perros entrenados para detectarlas”, asegura Faustino Terradas, responsable comercial del proyecto que tuvo cinco socios fundadores y, en forma de fideicomiso, ya suma 95 inversores, todos argentinos.
Mitad robles, mitad encinas, el bosque de 50 hectáreas está ubicado en Espartillar, en el suroeste de la provincia de Buenos Aires. Cuenta con 20.117 árboles que en esta temporada produjeron 350 kilos de trufas, el doble que el año pasado. Es el más importante del país.
Apenas un gesto de mago le basta al adiestrador colombiano Germán Escobar García para que los cuatro perros se sienten a su alrededor en actitud atenta. Otra orden cariñosa les da vía libre para salir a olfatear. Lo hacen a puro entusiasmo, moviendo la cola, hasta que detectan la presencia de una trufa madura bajo tierra y comienzan a escarbar frenéticamente, sabiendo que habrá recompensa. Puede ser algo rico, o una caricia. Después, con una palita especial para no dañar la pieza, pasará un cosechador a recoger el tesoro del cantero revuelto.
Pasión perruna
“Supe de la carrera de adiestramiento canino en la UBA, en Agronomía, que es la única carrera profesional de adiestramiento que hay en Latinoamérica. Ahí estudié, empecé en 2015 y terminé en 2017”, dice Germán, colombiano con acento argentino después de siete años en Buenos Aires. Cuenta que salió de su casa de Bogotá con una mochila. Estudiaba grafología, hasta que se dio cuenta de que iba a tener que vivir encerrado en una oficina. Decidió comprarse un boleto. “Viajé por Latinoamérica y no volví más a mi casa por culpa de la Argentina, y de Ushuaia” ríe. “Es muy hermoso el sur”.
Llegó a Espartillar (muy cerca de Pigüé) hace tres años, recomendado por su profesor de la facultad que no podía continuar con el adiestramiento. “Entonces, escogió entre los mejores alumnos. Éramos cinco, nos preguntó a todos y yo fui el único que podía venir. Es muy lindo el pueblito, aunque soy un bicho de ciudad. Estoy contento con lo que hago, la pasión me tiene acá”, dice.
Actualmente, tiene nueve perros a cargo. Además de los cuatro que bajaron de la camioneta (“los grandes”), está entrenando a cinco cachorros, todos hijos de Lola, la Breton.
“En el adiestramiento, lo más importante es encontrar la motivación del perro, lo que más le gusta. Es una herramienta fundamental para poder enseñarle muchas cosas” asegura. “Hay perros que son glotones, a otros les gusta jugar con la pelota. Hay otros que solamente quieren mimos. Tú le tiras una pelota y no le interesa. Comida, y no le interesa. Pero si tú lo mimas, son de esos perros que se desviven. Entonces, lo premias con mimos”.
Según explica, la motivación se descubre mediante un programa de valoración de estímulos que se realiza a solas con el perro, en una habitación. “Primero entras y ves cómo reacciona, si tiene miedo o no. Caminas cerca del perro y se mira la persecución. Se le muestra un juguete, y ves la reacción. Mueves el juguete, a ver si tiene presa. Se tira el juguete, a ver si lo trae: eso quiere decir que tiene cobro. Y así”, describe.
Descubierta la motivación, comienza el adiestramiento específico para cazar trufas a través de un proceso de discriminación de olores. “Los perros tienen un cerebro que crea mapas olfativos y una nariz discriminadora. Un ejemplo: tú ves una ensalada de frutas y para tí es eso. El perro, en cambio, olfatea y discrimina todas las frutas por separado. Además, tienen poca vista”, revela.
¿Y cómo se logra que salgan a cazar trufas con tanto entusiasmo? “Pues yo les presento el olor. Para ellos la trufa es como una papa, no les interesa para nada. Entonces lo que hago con ellos es una asociación directa del olor con el premio, mostrándole una trufa, poniéndosela en el hocico y cuando la huele, lo premio. La huele, y lo premio. Ese olor a trufa genera un valor. El perro ya sabe que es algo importante. A eso se le llama ‘cargar el olor’. Después se empieza con los primeros pasos de búsqueda en interiores, para que no se distraiga. Un ejemplo: al perro que le gusta la pelota, utilizo el aroma de la trufa en la pelota y se la tiro para que me la traiga. Para eso, antes, tengo que trabajar el juego. Después le tiras la pelota en zonas oscuras, o en pastizales, para que el perro vaya de nariz y no de vista. Son muchas etapas, es un proceso largo, pero así se llega a que el perro asocie todo lo bueno con el olor a trufa”, resume.
Germán confirma que el mismo tipo de adiestramiento reciben los perros de rescate –se les carga el olor de la persona– y los que detectan droga. “Pero es mentira que los droguen. Se los educa con un componente asociado a la sustancia”, aclara.
Cuidado, perros trabajando
Cada perro sale al campo con un guía, previamente aleccionado sobre las palabras y gestos con que debe tratarlo. Se arman duplas (de perro y guía) y cada uno toma una hilera de árboles y la recorre en línea recta, separado del otro, para evitar distracciones, y termina el día con medio kilo a un kilo de trufas en la canasta. Puede depender de la época del año y de la especie: los robles rinden más que las encinas.
Hay dos modalidades de caza. Una es dejar que el perro llegue por olfato, marque la trufa, se siente y descanse, mientras el cosechador termina de escarbar la tierra y retira la pieza, prolijamente y sin dañarla. La otra es que el perro olfatee, marque la trufa y continúe camino buscando la próxima, y luego otra, y otra. En ese caso, el cosechador tira en cada marca una cinta blanca atada a un tornillo para que no se la lleve el viento y luego regresa a levantar las trufas. En la primera variante el perro puede “trabajar” 90 minutos por día. En la segunda, solamente 40 minutos porque, como nunca deja de olfatear, le resulta muy agotador. Y la idea es que el perro nunca pierda el entusiasmo por cazar trufas, que se divierta, que siempre tenga ganas de volver al campo.
“Si tú quieres cansar un perro y no tienes posibilidad de sacarlo a pasear, entonces hazle juegos olfativos. En YouTube hay un montón de ejercicios que lo pueden ayudar”, dice Germán.
Tranqueras abiertas
La plantación de Trufas del Nuevo Mundo se realizó en dos etapas, en 2012 y en 2014. El ingeniero forestal Tomás De Hagen comenta que los árboles fueron producidos en vivero y se plantaron “micorrizados” (es decir, inoculados con la espora del hongo). En el desarrollo ayudó la amplitud térmica de la región, el suelo franco arcilloso y una media anual de lluvias que se complementa con microaspersores de riego.
El campo tiene tres bombas enterradas a 50 metros de profundidad (con capacidad de proveer 15 mil litros por hora) y 60 km de cañerías para que el agua llegue, puntual, a los 20.117 árboles. Para replicar las condiciones edafoclimáticas en que se desarrolla naturalmente la trufa, al suelo se le fue anexando carbonato de calcio, de modo de elevar el PH de 6, 4 a 8, y ayudar a las raíces a captar los nutrientes. En 16 puntos del bosque se controla el PH y los valores de Fósforo y Potasio.
La primera trufa fue detectada en 2016 por Tina, una perra labradora que trajeron de España (la madre de Sancho y de Soria). En 2017, con una producción anual de 14 kilos, comenzaron a comercializar. En 2020, cosecharon 170 kilos, que duplicaron este año, y puede seguir creciendo a ese ritmo. Se estima que cada hectárea, con árboles de 10 años, puede producir de 20 a 40 kilos anuales.
Cada trufa se lava a mano con agua y cepillo, se seca y se pesa en balanzas de precisión para ser clasificada según su morfología: las más codiciadas son perfectamente redondas, del tamaño de una pelota de ping pong. Las trufas de Espartillar se sirven en los mejores restaurantes del país y este año, por segunda vez, partieron, refrigeradas, a Francia y a Nueva York.
La trufa desarrolla un ciclo anual que va del 15 de junio al 15 de septiembre, aproximadamente. En esa época se puede combinar para hacer “trufiturismo”, visitar el campo, participar de la caza y paladear el tapeo y los platos que proponen Micaela Bruno y Ezequiel Echepaz, del restaurante Juliette, de Pigüé.
Finalizada la temporada, el campo entra en tareas de poda y de laboreo del suelo. “Y los perros descansan –dice Faustino Terradas. Se quedan en el pueblo. Hacen vida común de perros y no vienen al campo hasta el año que viene. Para ellos, esto tiene que seguir siendo Disney”.
Trufas del Nuevo Mundo. RN 33 Km 164. IG: @trufasar
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