Muelen su propia harina, educan a sus hijos en un entorno donde la tecnología y el materialismo no tienen cabida. Con dos restaurantes en Argentina, esta comunidad comparte su filosofía de vida a través de una gastronomía cuidada y un ambiente de paz y conexión espiritual.
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En una esquina del Conurbano hay un pasaje hacia una realidad paralela. Un portal imaginario donde es posible encontrarse con personas que viven desconectadas de la tecnología, visten sobriamente, conviven en comunidad, rezan y danzan a diario, educan ellos mismos a sus hijos, cocinan con dedicación, muelen su propia harina de espelta -un trigo milenario- y plantean un modo vida alejado por completo de lo que podemos considerar como modernidad. No son hippies, aunque hay algo que los emparenta. No son menonitas, aunque están atravesados por completo por un sentido religioso de la vida. Son los integrantes de Las 12 Tribus, una suerte de (mal llamada) secta, compuesta por más de 3 mil personas en el mundo, y que en nuestro país reúne a unas 130 repartidas entre General Rodríguez y Sierra de los Padres.
El contacto de Las 12 Tribus con la sociedad ocurre intencionadamente en sus restaurantes. Hay 28 en todo el mundo, en ciudades como Kioto, Katoomba, San Sebastián y Plymouth. En Argentina, hay dos. La estética de estos lugares está dominada por la madera y el hierro, trabajados artesanalmente por ellos mismos. Las paredes tienen pinturas bíblicas, paisajes oníricos y mensajes alineados con su misión: ser un canal de comunicación espiritual.
Myriam camina entre las mesas y acomoda con precisión unos arreglos florales que le compró a un productor japonés de la zona. Sonríe cuando logra el efecto deseado. En el local se respira un aire casi medieval. Suena una música suave sin letras cantadas, dominada por guitarras, acordeones y arpas. Se escucha el crepitar de una estufa a leña que atempera el frío. No hay gritos, ni gente apurada, ni ruidos que desentonen. Los mozos saludan con extrema amabilidad y se muestran dispuestos a explicar, a quienes pregunten, de qué se trata todo esto. Afuera, el Conurbano sigue en su ritmo frenético habitual, acá signado por la presencia cercana de la planta principal de La Serenísima.
Zaccai es argentino, aunque no revela su nombre original. Adoptó, al igual que el resto de los integrantes, un seudónimo bíblico cuando decidió unirse a Las 12 Tribus, allá por mediados de la década del 90. “Estaba viajando por ahí, llegué a la ciudad de Londrina, en Brasil, tenía 22 años y vendía artesanías en una plaza”, cuenta. Unas personas le comentaron acerca de una “comunidad” y le pasaron una dirección, pero Zaccai pensó que se trataba de “anarquistas” que habían tomado una propiedad. Un día pasó por el frente de la casa y notó que el jardín estaba muy cuidado y que, además, tenían un restaurante. Entró. Y, ahí mismo, “empezó otra historia”.
Justo en ese mismo momento, Myriam estaba atravesando su propia búsqueda de sentido. “Pero no quería nada religioso”, dice, sin disimular su acento brasilero. Trabajaba en la municipalidad, tenía su estabilidad, un sueldo a fin de mes y vacaciones, pero algo le faltaba. Una amiga la llevó a la comunidad de Londrina, donde sintió que “había entrado a un viaje a 100 años atrás, como si fuera otro planeta”. Mientras el “discurso sobre Dios” la alejaba, una fuerza atrayente crecía adentro suyo: “Lo que veía entre la gente me fascinaba, las familias, los chicos felices, los mayores haciendo rondas de danza”. Ese día, cuando volvió, no pudo dormir. Sin meditarlo demasiado, volvió para preguntar si podía sumarse a la comunidad. Nunca más regresó a su casa.
Ambos retratan algo que se percibe como común: un sentimiento de disgusto con el rumbo de la sociedad. “Lo que yo vivía no era vida”, explica Myriam. “¿Qué es la vida? ¿Cómo ser tocado en lo profundo y cómo no ser egoísta en esta sociedad? Para dejar de serlo, hay que vivir de otra forma”, enfatiza. En Las 12 Tribus, dice, encontró lo que buscaba, y también su camino se cruzó con el de Zaccai, quienes se casarían en 1998 para luego emprender un viaje en Motorhome con la misión de expandir la comunidad hacia la Argentina.
“Nosotros no empezamos a vivir juntos porque lo dice la Biblia, sino que nació del corazón de la gente que se reunía en torno a la comunidad: querían estar juntos”, explica Zaccai, acerca de los inicios de este movimiento religioso, que comenzó en 1972 en el marco del movimiento de Jesús en los Estados Unidos. El fundador, Gene Spriggs (falleció en 2021), se propuso recrear la iglesia del siglo I en Chattanooga, Tennessee. “Era una década muy intensa, el movimiento hippie, la guerra, movimientos religiosos nuevos, ahí empezó esto”, acota Myriam.
Desde los inicios, la vida en comunidad y la gastronomía estuvieron asociadas. El primer restaurante-café se llamó The Lighthouse (El Faro) y, desde entonces, hubo otras iniciativas: Common Ground, Common Sense, hasta que el concepto de The Yellow Deli se instaló definitivamente.
El “movimiento” -como lo denominan ellos- brotó por fuera de la religión oficial. No son católicos, ni judíos, aunque toman elementos de ambas vertientes. La Biblia es su guía principal. “Somos una confederación de 12 Tribus Autogobernadas, compuestas a su vez de comunidades autogobernadas también. Además compartimos todas las cosas en común”, dice la bajada de su web. En el mismo sitio comparten textos y reflexiones. Allí describen su filosofía y estilo de vida: “Vivimos una vida de compasión práctica; trabajamos, cantamos, danzamos y comemos juntos cada día. Nuestros niños son muy especiales para nosotros”.
Zaccai habla de un “plan escondido” en la Biblia, que implica “otra forma de vivir” y que no se trata de “algo religioso, sino simplemente humano”. “En el evangelio, Yahshúa (el nombre en hebreo de Jesús) predica justamente eso, define al amor de esta manera”, insiste. “Nunca fui religioso para nada, pero jamás había escuchado que se hablara de eso acerca de la Biblia. Es algo muy profundo: no vivir para uno mismo, sino para los demás”, añade.
Para Myriam, el éxito y la supervivencia de Las 12 Tribus está justamente en esa renuncia. “Por eso terminaron mal muchos movimientos en los 70; entonces hubo muchas comunidades, pero en la mayoría te encontrabas con los platos sucios, los niños sueltos, la huerta llena de yuyos. Nadie se comprometía. Faltaba el espíritu que te une, que si no está presente, esto es una tortura. Ahora, si está presente, esto funciona: no es una imposición”.
La comunidad ha sido objeto de muchas críticas, en distintos lugares del mundo. En especial, por su decisión de no enviar a los chicos a las escuelas oficiales, mantenerse al margen del sistema de salud (por ejemplo, no reciben vacunas), y mantener un control estricto de sus integrantes, que no manejan dinero. Ellos se defienden -dicen- con la evidencia de que, más de 40 años después, el movimiento sigue en pie y en crecimiento.
La llegada a la Argentina
Cuando Zaccai y Myriam llegaron a General Rodríguez, junto a otras dos parejas, se encontraron un pueblo tranquilo, casi descampado. Era 1999 y habían convivido durante ocho meses en una casa rodante. “Fue una intervención divina”, dicen. Habían recorrido muchos lugares del país buscando una oportunidad para instalarse, hasta que dieron con una persona que, luego de sufrir un robo en su casa, decidió dárselas en alquiler. Esa misma persona les hizo el contacto con otra propiedad más grande, donde vive la comunidad ahora, en las afueras de la ciudad y cerca del río Luján. “Acá nacieron nuestros hijos y se nos abrieron todas las puertas”, revelan.
Cinco años después, en 2004, surgiría la oportunidad de comprar la esquina donde ahora está la primera sucursal de The Yellow Deli en el país. Luego de la crisis del 2001, la propiedad estaba intrusada, casi al borde del derrumbe. Cuando la comunidad se hizo cargo y comenzó a restaurarla, se ganó la confianza del barrio. Para su decoración, usaron árboles caídos durante una gran tormenta que azotó la zona, y viajaron por distintos puntos del país comprando maderas de desarme de galpones. Mientras tanto, trabajaban pacientemente el hierro para las barandas y rejas. Tardaron 15 años en montar el restaurante, que recién abrió sus puertas en 2019.
El día a día en la comunidad arranca temprano. A las siete se reúnen para danzar, cantar, leer textos y hablar de cuestiones cotidianas. Luego, desayunan y se van a sus actividades. “No estamos arriba de una nube, rezando, siempre hay cosas que resolver”, dice Zaccai. Tienen animales y un molino donde muelen espelta que cultivan en Sierra de los Padres. Todos colaboran en las tareas del restaurante, que es su principal fuente de ingresos.
La distribución de tareas incluye también cuestiones administrativas, que justamente están a su cargo, aunque asegura que “no es lo que más le gusta”. Zaccai hizo de todo: trabajó en el campo, en la huerta, con los animales y en The Yellow Deli. “Pero acá la vida no se define por el trabajo, todas las actividades tienen el mismo valor porque contribuyen al mismo fin: estar detrás de una computadora o atendiendo una mesa, es lo mismo”.
Al mediodía se juntan todos a comer para luego retomar las actividades de la tarde. A las seis cortan y una hora después se vuelven a juntar. “Los que están en el restaurante siguen un poco más, pero a las 22 estamos durmiendo”, indica Myriam. Y añade: “No hay nadie quemado por el trabajo, trabajamos mucho porque hay mucha necesidad, pero no estamos agobiados”. El día de descanso es el sábado, cuando el restaurante está cerrado. “Nadie lo entiende, claro que es una decisión antieconómica, pero esto no es por dinero”, dicen, entre risas.
De repente, Zaccai desenfunda un celular vintage, con botones y una pantalla pequeña. “¡Ojo, tiene WhatsApp!”, aclara. El aparato es lento, casi impráctico, pero completamente fiel a los fines de su utilidad: “Esto me limita, pero como yo lo veo, no me hace esclavo”. “Tenemos computadoras y celulares, claro, pero creemos que son elementos difíciles de administrar: lo que no tiene gobierno, te gobierna”, indica.
El celular está en la categoría de “cosas de grandes que los chicos no tocan”. Así se manejan: “Todos nuestros niños pudieron atravesar esa etapa sin estar atormentados con eso porque cuando no es parte del día a día, no es problema. Ahora, cuando tienen 17, 18 años, se les da acceso, sobre todo por una cuestión laboral”. “Acá en el restaurante vemos a chicos de seis años, cada uno con su celular, no se hablan entre ellos… ¿hacia dónde vamos?”, pregunta Myriam.
Los niños son cerca del 30% de la comunidad. Para ellos, son el pilar de todo, aunque ciertos aspectos de la crianza puedan resultar -cuanto menos- discutibles. Por ejemplo, la educación. “Los padres son responsables de enseñarles y no podría ser de otra manera”, dice, tajante, Zaccai. “Si fueran a la escuela, sería una contradicción. Si bien no es una regla, es algo obvio. Si vivís acá, es así”, añade.
En un artículo escrito del periódico El Mundo, de España, Gabriela Balarezo -ex integrante de la comunidad- contó en detalle cómo había sido la crianza de sus hijos durante su estadía en Las 12 Tribus, donde “crecieron alejados del mundo exterior: sin televisión, sin juguetes -nada de muñecas, camiones o maquinitas- y tampoco libros…”. “Un Niño en la sociedad es lo que quiere ser -en la medida de sus capacidades- y uno en la comunidad (de las Doce Tribus) es lo que le dejan ser”, criticó. Sin embargo, también indicó: “Al salir de Las Doce Tribus, a mis hijos les hicieron un examen que demostró que estaban capacitados para el nivel del curso escolar correspondiente a su edad”.
Myriam defiende esta forma de educar a los más pequeños: “Uno es niño en un cortísimo espacio de la vida, después somos adultos. No hay que quemar etapas, el niño debe ser niño. Antiguamente, la infancia era ingenuidad, creer en las cosas…”. “En las clases no evaluamos con puntajes, no hay comparación. Los niños no saben quién es mejor en matemáticas. Se valora más la actitud, que la capacidad intelectual. Si un niño tiene buena actitud, va a aprender. Tal vez lo haga de forma más lenta, pero lo va a hacer. Se le dedica mucho tiempo a la educación”, asegura.
El restaurante
En el sector de panadería están amasando pan de espelta, una joya exquisita del lugar, al igual que el resto de los panificados. Al lado, desde el almacén, el encargado ofrece unos dátiles para probar. En las estanterías hay productos típicos de una dietética, también verduras frescas locales. La relación con el resto de la comunidad es abierta, en especial con los proveedores del restaurante.
“Nosotros cuidamos mucho nuestra alimentación”, dice Zaccai. Las 12 Tribus está apuntando al autoabastecimiento, no tanto por levantar esa bandera, sino para tener un control de la calidad de los productos. “Para el restaurante hacemos una elaboración cuidada, seleccionamos a nuestros proveedores, hacemos nuestras carnes (salvo la ahumada), pero no es un restaurante de alimentación sana. Lo que buscamos es que sea rico, un lugar de desconexión, no hay una TV pasando partidos de fútbol”, agrega.
La estrella de The Yellow Deli es el sándwich Deli Rose, con dos carnes y dos quesos. También el Reuben, con carne ahumada y pan de centeno. Acá inventaron el Criollo, que tiene ternera, chimichurri, queso danbo, y se vende en algunas sedes de Estados Unidos. “Es medio Flower Power el diseño”, bromea Myriam, y no le falta razón. Las referencias a The Beatles (hay un sándwich que se llama Yellow Submarine) y la estética setentista, lo confirman. Antes de la pandemia, abrían las 24 horas y muchos jóvenes venían de madrugada a estudiar. Ahora, el horario fuerte es la merienda: la carta dulce es una verdadera delicia. “Todos nos dicen ‘acá bajamos como tres cambios’ o ‘este es un lugar de paz’”, cuenta, orgulloso, Zaccai.
La recurrente amabilidad de quienes lo atienden es parte esencial de la propuesta. Pero, ¿es un imperativo? “No, para nada”, responde Myriam. “Si uno trabaja sus cosas internas, es más fácil ser amable, ¿no?”, interviene Zaccai. “Paz, paciencia y alegría, son aspectos de una misma cosa. Son cuestiones que hay que regarlas, abonarlas todos los días. No son cosas dadas”, completa Myriam.
Claro que esta elección de vida, no estuvo exenta de “batallas” y “tiempos de sufrimiento”. “Pero nunca tuvimos dudas tan profundas que nos quebrantaran la fe”, dicen. Vivir en comunidad, renunciar a las mieles de la sociedad moderna, para ellos, es un “compromiso maravilloso” que se “siente en el corazón”.
“Nosotros entendemos cómo vive el resto, no tenemos una mirada condenatoria. La sociedad es así. Lo que decimos es que hay otra forma, hay otro camino”, indica Zaccai. “Tampoco decimos que el que no cree, está condenado. La palabra de Dios no dice eso. Lo que sí dice es que seremos evaluados por nuestras obras. Si una persona hace lo correcto, es íntegro, va a tener recompensa. Pero aquellos que van siempre a la iglesia, pero se comportan dejando mucho qué desear… son fariseos. Hay mucho de eso. Nosotros pensamos así. No importa nada de eso: lo que importa es lo que uno hace: amar a tu prójimo y compartir tus cosas”, cierra.
Datos Útiles
Int. Pedro Whelan 501, General Rodríguez.
Abren de domingos a viernes, de 9 a 23.
No toman reservas
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