Marcelo Claudio “Petaca” Hernández, maestro pizzero de Güerrín, revela los secretos detrás de una receta que no ha cambiado en casi un siglo. Un ícono porteño conserva su esencia y el alma de la ciudad en cada porción.
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La mañana aún bosteza y la avenida Corrientes es apenas un murmullo de persianas que se levantan. En el interior de Güerrín, las manos de Marcelo Claudio “Petaca” Hernández ya están en acción. El maestro pizzero, que arrancó como bachero y lleva 18 años en la empresa, amasa los bollos que horas más tarde serán el centro de una ceremonia repetida miles, millones de veces: una pizza servida en un plato metálico, de bordes dorados, esponjosos, hirviendo en queso.
El aire huele a levadura y a leña de quebracho. Las paredes de la pizzería, tatuadas por el tiempo, resguardan historias que parecen latir entre anécdotas interminables. Aquí, sobre este mostrador donde alguna vez se apoyaron Alfonsín y Menem, Francella y Darín, las manos de “Petaca” repiten movimientos que son más memoria que técnica. “La masa no tiene apuro”, dice, mientras sus dedos transforman la harina y el agua en algo cercano a la poesía.
Historias que se entrelazan
Fundada en 1932, Güerrín no se presenta: se impone. Es un refugio de multitudes. Desde entonces, se calcula que se despacharon más de 10,2 millones de pizzas. Si se pusieran una sobre otra, alcanzarían la cima del Obelisco unas 100 veces. A cualquier hora del día, el salón está lleno de ruido: cuchillos que golpean los platos, el murmullo de las conversaciones, el eco de un Buenos Aires que parece ser siempre más auténtico bajo estas luces amarillas. “Todo se hace a mano, como antes, desde el principio”, asegura Marcelo Claudio, su voz firme pero con ese tono íntimo de quien está compartiendo un secreto.
En las mesas, hombres y mujeres prueban la fugazzetta rellena como si fuera la primera vez. Es una pizza generosa: el queso brota como una promesa cumplida. En las bandejas, los 650 gramos de muzzarella brillan como un espejo perfecto de aceite. Nadie se cuestiona su éxito. Es una tradición que sobrevive porque no intenta ser otra cosa: ni gourmet, ni exótica, ni moderna.
Marcos Giaccaglia, sobrino nieto de los fundadores y encargado del local, no le quita la vista al horno, ese gigante de hierro que nunca se apaga, y sabe que no hay margen para el error. Aquí la pizza no es comida rápida; es liturgia. “Todo se hornea junto”, dice, con un gesto que abraza las docenas de pizzas alineadas para entrar en calor. La receta es la misma desde hace casi un siglo, y nadie piensa alterarla. “Nuestro único deber es cuidar este legado”, agrega, por si hiciera falta.
Marcelo Claudio sabe de la sacralidad de ese mandato. Lleva prácticamente la mitad de su vida en Güerrín. “Entré cuando tenía 19 años, me trajo un amigo del barrio para trabajar acá”, rememora. El barrio es Alejandro Korn. “Petaca” empezó bien de abajo, como bachero. Nunca había probado una pizza como esta. Tampoco tenía mucha idea de adónde estaba yendo a trabajar. Con el primer bocado, se enamoró. De lavar platos, pasó luego por distintas áreas: postres y empanadas hasta que un maestro pizzero le preguntó si quería aprender el oficio. Dijo que sí. Y no lo largó más. “Me enseñó a hacer la preparación de la masa, las proporciones, las texturas y cómo manejar el horno, que es lo más complicado porque es a ojo”, revela.
Supo entonces que parte del secreto de este clásico incólume está basado en la Santa Trinidad pizzera: amasado, horno e ingredientes de calidad. Y revela algo crucial: la salsa de tomate. “Acá se hace en el día, con tomate perita triturado, no se usa nada del día anterior”.El ritmo en Güerrín es avasallante. “Todo el tiempo es a pleno”, dice “Petaca”. Pero él sabe que detrás de cada pizza, hay algo mucho más importante que el cansancio. “Hay clientes que vienen desde antes de que yo empezara a trabajar acá, imaginate”, dimensiona. A pesar de que apenas tiene 38 años, ya empezó a enseñarle a “algunos muchachos” cómo sostener en el futuro lo que tiene entre sus manos. “Hasta que aguante, voy a seguir”, avisa. “Para mí este trabajo es todo, pude hacer mi vida”, agrega.
Este no es solo un templo de sabores: es también un museo de lo humano. Es la risa del taxista que vino por su porción antes de la próxima parada; el susurro de los jóvenes que, tras el teatro, quieren prolongar la noche; el silencio emocionado de un turista que, con una mordida, entiende lo que significa ser porteño.
En la cocina, mientras la ciudad despierta, ellos siguen amasando. Con cada vuelta de masa, resguardan algo más grande que una receta: conservan el legado de una familia y una porción del alma de Buenos Aires. En medio del calor y del ruido, entre la harina y los tomates, se aseguran de que Güerrín siga siendo lo que siempre fue: un lugar donde, entre el queso y la leña, la historia sigue viva.
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