El Baqueano es un hito de la cocina autóctona contemporánea que recibe comensales de todas partes del mundo. De San Telmo al Noroeste argentino, apuesta al comercio justo y a la gastronomía como herramienta social.
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Hace diez años, cuando El Baqueano apareció por primera vez en el ranking de los 50 Best Restaurants de Latinoamérica, Fernando Rivarola sabía poco y nada del premio. “Una vuelta me crucé con Gonzalo Aramburu y él me explicó de qué se trataba”, recuerda Fernando y agrega que el premio no solo le dio prestigio, sino que además fue un espaldarazo para todo el equipo de aquel restaurante “diminuto y sin presupuesto” de San Telmo. Pero como Fernando no se conforma, fue por más. Tras años de éxito en la ciudad de Buenos Aires, de pronto –en medio de la pandemia– se dio cuenta que quería estar más cerca de los productores. “Queríamos ser sustentables en serio y desde allá no podíamos. ¿Cómo íbamos a lograrlo si esta estábamos moviendo los productos de un lado para el otro? No era creíble. Fue entonces que surgió la posibilidad de traer El Baqueano a Salta”, resume el cocinero que lidera el proyecto con su socia de siempre, que además es su ex mujer, la sommelier Gabriela Lafuente. Y se entrega a la charla mientras cae el sol sobre el restaurante que está en lo más alto del Cerro San Bernardo, en la capital de Salta.
–¿Qué balance hacés a un año y medio de la mudanza de El Baqueano?
–Fue todo un desafío llegar a un espacio tan grande y armar un equipo con 50 empleados. Tenemos a cargo el restaurante, pero también el drugstore, la biblioteca, la confitería, el salón de eventos... En San Telmo éramos diez personas. Acá tuve que montar una gran empresa con departamento de recursos humanos y administración. Sin tener conocimientos corporativos, la hicimos sustentable. Gabriela y yo no tenemos socios externos. Tenemos que ser rentables porque no sobra la plata. Me pone contento que en 15 años El Baqueano nunca tuvo una carta documento ni un juicio. Eso en gastronomía es un montón. Habla de cómo queremos trabajar. Además, vale aclarar que este espacio es de los salteños y nosotros lo administramos.
–¿Cómo les gusta trabajar?
–Yo creo en la gastronomía como herramienta social. Vinimos para acá para estar más cerca de los productores. Salta nunca antes había tenido un restaurante como este. Los chicos que trabajan acá son todos de la zona y llegaron sin saber lo que era la cocina contemporánea, que es la nuestra del día a día. Y es argentina, porque trabajamos con productos de acá, que es donde estamos.
–¿Qué te gusta ofrecer?
–Lo que te da la región. Ese es nuestro valor agregado. No te digo que compramos todo a 60 km a la redonda, porque no estamos en Dinamarca. Pero sí hacemos que la plata quede en la zona. Además, acá consumís lo que ofrece la temporada. Los argentinos nos acostumbramos a consumir lo que está fuera de temporada y por eso lo pagamos más caro. No tiene que ser así. Comer genera un impacto que va hacia atrás y hacia adelante. René Redzep, de Noma, Copenhague, instaló el tema de la sustentabilidad en la gastronomía. Si bien para muchos es un postureo, algo que “hay que hacer” porque queda lindo, para muchos otros hay que hacerlo porque importa e impacta. Me gusta, por ejemplo, que mi novia que no sabía hacerse un churrazco, hoy sepa limpiar y cocinar sus pescados. Antes comía todo congelado y ni sabía lo que se llevaba a la boca. Cuando comés bien, la diferencia en sabor y salubridad es muy grande. Lamento que hayamos perdido el hábito de cocinar en familia o con amigos. Cocinar provoca una interacción que no la provoca nada.
–¿Qué es la gastronomía como herramienta social?
–Siempre me hizo mal ver cómo empresarios y gastronómicos se negaban a pagar lo que corresponde por un producto. Si todos nos ponemos de acuerdo con comprarle a los pequeños productores, la cosa anda. Me molestan los cocineros que se creen rockstars y no ponen en valor al productor. Hay que invertir esa pirámide. El productor tiene que poder vivir bien. Por eso nosotros acá creamos el proyecto Milpa, que es un espacio de articulación entre productores, cocineros y consumidores. Se llama así por uno de los sistemas de cultivo más antiguos de Sudamérica. Es una red de mapeo de productores del Noroeste argentino. Nos permite saber quién hace qué y en qué temporada. Trabajamos, por ejemplo, con una cooperativa de Santa Rosa de los Pastos Grandes que trabaja la quinua a 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar. Es quinua de gran calidad, que te llega lavada, como valor agregado. En pandemia les prestamos plata porque tuvieron un problema de electricidad y me la devolvieron en quinua. O, por ejemplo, el papín que compro a una cooperativa de la Quebrada del Toro. Sé quiénes lo cultivan, cómo lo sacan y de dónde. Lo pago con gusto porque sé lo que cuesta traerlo nueve horas a lomo de mula. De eso se trata el comercio justo. Es simple.
–¿Qué debería tener en cuenta la gente para elegir venir a El Baqueano?
–Ofrecemos cocina autóctona contemporánea. Respetamos los productores, los productos y las técnicas. Tenemos un menú de pasos que es lo ideal para entender y disfrutar de la propuesta. Como cocinero, uno tiene que “educar” al comensal… Nunca desde la soberbia… Pero tiene que saber que acá la propuesta implica un mínimo de experimentación. Además, tenemos la cocina abierta, a la vista de los comensales, por una cuestión de honestidad. Y, por otro lado, tener paisaje relaja a los cocineros.
–¿Por qué tenés una biblioteca debajo de restaurante?
–La armé en pandemia, cuando me separé. Tenía un montón de libros y los íbamos a donar, pero se nos ocurrió armar este espacio abajo. Se compone de 1000 libros. Es la primera biblioteca gastronómica pública de la Argentina. Lleva el nombre de Dolly Irigoyen porque la respeto –se abrió paso en un mundo de cocineros hombres–, fue pionera en recorrer nuestro país y le tengo cariño. Siempre estuvo muy cerca de la gente.
Como en los orígenes
De un lado y del otro de la barra que está frente a la cocina abierta, Rivarola suena apasionado. Accesible y frontal, no tiene nada del divismo que ostentan otros cheffs. Su propuesta del día nos lleva, entre otras cosas, por los encantos de un pejerrey curado como si fuera boquerón; de su archifamoso crudo de llama; y de los conitos de cremoso de queso brie con cucurucho y espuma de queso. El restaurante está con reservas a pleno, entre extranjeros y locales. Sin embargo, nada fue de un día para el otro en la vida de este personaje comprometido y visceral, que tiene 46 años de vida y 25 de cocinero.
“Nací en San Cayetano, un pueblo de 7.000 habitantes, cerca del mar, a 80 km de Necochea. Cuando yo nací, mi papá estudiaba bioquímica y no tenía trabajo. Pero pescaba y cazaba mucha vizcacha y liebre. Con mi mamá y mis dos hermanas comíamos gracias a lo que traia. A mi me gustaba cocinar. Y cuando terminé el colegio, me enteré que había una escuela de gastronomía en Mar del Plata y me anoté. Estaba Sebastián Grimaldi, que había vuelto de dar clases en Le Cordon Bleu. Fue entonces que la gastronomía me disciplinó”, rememora Fernando. Entonces agrega: “En el restaurante del Hotel Costa Galana había un jefe de cocina que se llamaba El Negro Coria. Todavía tengo buena onda con él. Una vuelta me dio una charla y me mandó a limpiar de todo. Después me puso en su partida de pescados y mariscos. ¡Era muy duro! Y yo era de cristal: taurino y cabeza dura. Lo sufrí hasta que un día mi viejo me hizo ver que Coria me estaba enseñando”.
Rivarola cuenta que a los veintitantos se fue trabajar a Italia, a Portugal y finalmente a España. Nunca antes se había subido a un avión. “Me quedé en Andalucía y ahí aprendí a trabajar cien por ciento con los productos. Me decían el académico, porque andaba con un cuadernito anotando todo lo que veía. En el restaurante de Luis Lera, un chef que es referente en la cocina cinegética, descubrí la cocina alrededor de las carnes de caza. Era un tipo paciente y cálido. Yo era un loco de mierda en ese momento. Y de pronto había vuelto a la carne de caza, esa que hacía con mi papá, desde la olla, ahora desde una mirada contemporánea y con otras técnicas. Ahí descubrí que cocineros había muchos. Yo tenía que apuntar a algo. Porque quiero ser bueno, no popular”, comenta sobre aquellos inicios que lo convirtieron en el cocinero que es hoy.
“Noté que en Argentina no había un buen mapeo de productos y carnes de caza y no tradicionales. Armé un primer restaurante en Mar del Plata, pero no fue bien. Entonces un amigo de la infancia me animó a poner otro apuntado a este tipo de carnes, pero le contesté que no tenía plata. Se ofreció a invertir y a principios del 2007 pusimos El Baqueano de San Telmo, junto con Gabriela. Éramos bichos raros por semejante apuesta. Pero al tiempo fuimos a un congreso en Brasil, luego llevamos adelante la movida Cocina Sin Fronteras, vinieron varios referentes y nos empezó a ir cada vez mejor”, resume Rivarola. Y para terminar celebra: “En ese entonces tenías que tener sí o sí la venia de un chef conocido. Ahora, con las redes sociales, todo se democratizó un poco. Ya no hay tanta cuestión de ego”.
Datos útiles
El Baqueano. En un salón intimista y delicado, ofrece una vista increíble de la ciudad de Salta. Es cocina autóctona contemporánea argentina que resulta del trabajo de cazadores, recolectores y pescadores locales. Las carnes van de ñandú a yacaré, llama, vizcacha, búfalo, jabalí y ciervo por ejemplo. Tienen pescados de río. Verduras, legumbres, quesos y dulces siempre de estación y de productores de la zona. De martes a sábado de 19 a 21.30. Conviene reservar. Cima del Cerro San Bernardo. T:+54 9 (387) 407-3932. IG: @el.baqueano