La cocinera santiagueña Ana Laura Ponce invita a redescubrir los sabores caseros en El Patio, cuyo menú se inspira en un libro de recetas escritas por su abuela.
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Lugar de juego, de descanso, de sombra que alivia, de encuentro con los que uno quiere. Un patio siempre es eso: un espacio ligado a comida casera, a recuerdos de abuela, a sabores de infancia, a disfrute sin apuro. En Tilcara, hay uno que transporta directamente a esos placeres sin tiempo a través de platos memorables condimentados con pizcas de audacia y renovación.
Ana Laura Ponce, Anita para todos los que la visitan, es la alquimista de delantal que conoce las proporciones mágicas de tradición y vanguardia. Su cálido espacio comprende sólo 10 mesas que, con un ramito de flores silvestres en el centro de cada una, se distribuyen bajo una parra frondosa, sobre un antiguo piso de ladrillo.
Allí, en El patio de Tilcara, Ana y su pequeño staff sirven comidas con impronta de abuela y un twist gourmet. En vajilla de colorido rejunte familiar, los comensales dan cuenta de cualquiera de los cinco platos que ofrecen al día, que van variando. No hay carta. Es cuestión de llegar y ver qué se come ese día. Como en casa.
“Diez mesas es lo que mi mano puede controlar. Yo no despacho comida. Esto es otra cosa”, dice, aunque no hace falta.
Rodando con destino
Ana nació en Santiago del Estero, trabajó en la cocina de un hotel cinco estrellas de Tucumán, hizo una pasantía de tres meses en un restaurante vasco (Mugaritz), se hizo cargo de ollas y sartenes en Mendoza, y en 2007 (mientras sus tías, enojadas, le decían que tenía casi 30 años, que no podía ir rodando sin destino fijo por la vida) conoció la cocina andina.
“¡Y me volví loca!”, exclama con un entusiasmo y una sonrisa contagiosos. Empezó a leer, a investigar, a probar. “Vine de vacaciones a Jujuy y dije: ´Listo. Es esto´. Me agarró tal metejón que hasta me puse a estudiar quechua”, recuerda.
El mismo día en que llegó a la provincia comenzó a cocinar en un hotel de Huacalera. Allí conoció a un tilcareño, con el que tuvo dos hijos. Se instalaron en esa ciudad, y ella empezó a trabajar en el restaurante de la antropóloga Mercedes Costa, que era un clásico en el circuito de Tilcara que está destinado al turismo extranjero. Cuando Mercedes no pudo seguir al frente del lugar por motivos de salud, hace cinco años, se lo ofreció.
“Compramos El Patio y le pusimos nuestra impronta. Queríamos un restaurante familiar del norte argentino, porque estamos orgullosos de ser eso. Tener un restó era el sueño de mi vida porque siempre cociné para otra gente”, confiesa Ana mientras sirve una agüita de manzanilla con cascarita de naranja y trae para picar unas rodajitas de salame de llama de producción propia.
Su marido es carnicero, y con ese local contiguo al restaurante se mantuvieron durante la pandemia, cuando el comedor tenía sus puertas cerradas. “En esos tiempos empezamos a incursionar en la charcutería”, afirma.
En las mesas, los platos de juegos varios (de su mamá, su tía, su madrina) se mezclan, irreverentes y felizmente desparejos, con las copas de la abuela. El viaje en el tiempo va más allá porque Ana atesora la historia familiar de los sabores de cinco décadas en un cuaderno escrito a mano con letra apretada, que condensa cientos de recetas escritas por su abuela, ideas y consejos de vida, a modo de manual de autoayuda.
La cocinera mandó las páginas a encuadernar, y se las entregaron forradas en un paño bordó, sobre el que bordaron flores. Ana le agregó una leyenda de su puño y letra, donde explica que el cuaderno perteneció a Marina Rojas Lizondo, nacida en 1906: “Las anotaciones son de entre 1920 y 1970, a lo largo de su vida. Y yo estoy agradecida de tenerlas en la mía”.
Esa tinta corrida por tantas jornadas de salpicaduras y consulta intensiva en la cocina es arena que se va escurriendo entre los dedos. Recetas de torta de almendras, licor de naranja, niños envueltos, croquetas, riñoncitos, pasteles de chocolate, escalopes de ternera y salsa de tomate se mezclan en amoroso desorden con secretos para obtener el punto caramelo, tips de tejido, consejos para controlar las emociones, ideas para montar una buena mesa, flores secas y recortes de revistas. Un diario de viaje alimentado a lo largo de décadas en las que el mundo, para muchas mujeres, estaba puertas adentro.
Menú sorpresa
Anita trae unas empanadas de carne cortada a cuchillo que propone condimentar a gusto con llajwa (salsita con tomate rallado, ají locoto, aceite, vinagre y sal). Como principal, una revelación a pesar de su clasicismo: humita al plato. Demuestra que las que hemos comido hasta hoy son apenas una imitación sin personalidad y sin alma. “Es una receta de mi abuela y de mi mamá. Se hace con una base de zapallo”, confiesa.
También puede tocar en suerte un potente ragú de vegetales (maíz mote, el blanco; cebolla, tomate y papa verde) con albóndigas de quinoa que esconden un rico corazón de queso de cabra. Entre los postres sobresale el flan de lavanda (perfuma la leche con las semillas) bañado en yogur natural y azúcar de api (harina de maíz morado).
En las paredes de El Patio, unos carteles sintetizan la experiencia. “Lo bien disfrutado jamás será olvidado”.
Anita cree que los cerros llaman a cada uno para que se quede “en el lugar al que realmente pertenece”. En su caso, la convocaron a Tilcara para que agite en una mano un cucharón, y en la otra, una varita mágica.
Gral. Lavalle 352, Tilcara
De miércoles a lunes, de 11 a 17 y de 19.30 a 23
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