Ambas tienen fundadores genoveses, pero se consagraron por distintos caminos. Las claves de su éxito.
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Falta una hora para el mediodía y el pulso de Güerrin se anticipa acelerado. “Usamos un blend que creamos con tres tipos de muzzarella”, cuenta Marcos Giaccaglia, que está a cargo de la pizzería. “Una que le da la textura; otra, sabor; y la tercera, el color amarillo característico. Todas de distintos proveedores. Solo así logramos una muzzarella que se cocina con los tiempos de la masa, sin quemarse, ni hacerse agua; que se gratina lo justo y entrega un hilo particular”, agrega Giaccaglia, que trabaja en la mítica pizzería de la calle Corrientes hace doce años y que, como muchos en Güerrin, es segunda generación de empleados, porque su papá era mozo y su mamá, sobrina de uno de los fundadores.
“Nos distingue una manera de trabajar. Amasamos a mano, en batea. Lo hacemos en dos turnos: a la mañana y a la noche. Las manos se meten en el agua y en la harina, igual que en 1932, cuando se fundó la pizzería. Nada queda para el día siguiente. Todos los días se amasa pizza fresca”, enfatiza Marcos cuando oficinistas y cadetes colman la barra para comer sus porciones “de dorapa”, en un alto de la jornada laboral que poco a poco vuelve a devolverle la presencialidad a la city porteña.
“Tenemos cinco hornos a leña que tiran calor parejo, tienen buena ventilación y no consumen demasiada leña”, señala sobre los artefactos que están a la vista del público, numerados con una placa identificadora. “Usamos quebracho que prendemos con sauce”, destaca Giaccaglia sobre uno de los secretos del éxito de Güerrin: todo el proceso es a leña. “Muchos dejaron de hacerlo así por los costos, pero nosotros seguimos con el método cien por ciento artesanal. Sin relojes de temperatura y con el saber de los maestros pizzeros”, señala Marcos y apunta que, así como la masa se hace en el día, también el procesado del tomate perita para la salsa. “Moldeamos la pizza, la untamos y entra cruda al horno, con los ingredientes. Nada de pre pizza”, asegura. Entre tanto, no deja de atender la caja, dónde la muzza, la de jamón y morrón y la de espinaca con salsa blanca –tan liviana como original–, lideran el ranking de las más pedidas. Mientras que la romana –de perita y albahaca– “está muy de moda”, y la de panceta y huevo frito suele ser elegida por los extranjeros.
Entonces, para explicar la singular arquitectura de la pizzería, se remonta a la historia de Güerrin. “Funciona aquí mismo desde 1932, con un pequeño mostrador que daba a la calle. Al lado de la pizzería había una pequeña puerta con un pasillo largo que conectaba con el conventillo, que estaba al fondo. Muchos de los empleados vivían en ahí, dónde hoy está el patio napolitano”, señala Marcos en relación al origen de la primera pizzería que se estableció en la calle Corrientes, entre Uruguay y Talcahuano, cuatro años antes de la existencia del obelisco.
“La fundaron dos amigos, un italiano, Arturo Malvezzi, y un francés, Guido Grondona. Cuando crecieron le ganaron lugar al conventillo para darle más espacio a la pizzería. Ya en la década del 70 y más aún en los 80, los teatros convocaban multitudes y la pizzería era punto de reunión”, relata Marcos y asegura que en torno al nombre hay múltiples teorías, ninguna comprobada. “A Arturo lo sucedió su hijo Franco, que murió alrededor de 2007. La pizzería quedó durante dos o tres años en manos de los empleados, que luego cedieron los derechos a los actuales dueños”, apunta haciendo referencia a un importante grupo gastronómico que opta por el bajo perfil.
Mientras Isaías, uno de los mozos, funciona de nexo entre los pizzeros del horno 1 y los clientes, Marcos recrea una escena de 2013. “Guillermo Francella vino después de recibir el Martín Fierro en el Teatro Colón. Comió un par de porciones parado en la barra, con su señora. ¡Y eso que lo invitamos a pasar a sentarse!”, cuenta. Además, destaca: “Cuando yo era chico y trabajaba como bachero, venían Alberto Olmedo, Jorge Porcel, Susana Giménez... Recuerdo el lío que se armó con Raúl Alfonsín, en plena campaña, a principios de los ochenta. Por un tema de seguridad, lo mandaron a comer al fondo, que en ese entonces era la pastelería. Lo mismo hicieron con ‘el patilludo’, ya como presidente. Los maestros pasteleros, algunos ya jubilados y otros fallecidos, nos gastaban: ‘Nosotros comemos con los presidentes, mientras ustedes comen con la gente común’. Por todo eso, cuando reformamos el local y en la ex pastelería armamos un nuevo sector para comer, no quedó otra que llamarlo ‘salón presidencial’”.
¿Más celebridades en las mesas de Güerrin? “Cientos. Pasamos dos noches filmando una publicidad con Ricardo Darín. También venían Tato Bores, Alejandro Dolina y Les Luthiers”, cuenta Marcos. ¿El único visitante ilustre que entró a la pizzería pero no pudo quedarse? Lionel Messi. “Llegó después de ver la obra de Nico Vázquez y Gimena Accardi. Ellos lo trajeron. No pudo ni sentarse. La situación se desbordó”, recuerda Giaccaglia sobre lo ocurrido en 2015, después de la Copa América de Chile.
“Estamos a punto de cumplir noventa años y somos parte de la historia de Buenos Aires. Hoy la pizzería conserva su esencia porque los dueños –que son conocedores del rubro– entendieron que comer pizza en Güerrin es una experiencia. Para eso había que mantener la forma de trabajo y la calidad de los ingredientes. Por eso seguimos las bases de nuestros cinco maestros pizzeros, algunos con 40 años acá, que jamás traicionan esta metodología”, indica Giaccaglia.
“Cuanto más al palo estamos, mejor funcionamos. Porque de noche y sin pandemia, somos 70 personas trabajando para 700 clientes... Pero, según nuestros cálculos, un sábado de invierno son cerca de 10.000 las personas que pasan por Güerrin a comer una pizza”, asegura mientras la puerta vaivén, decorada con el escudo genovés, no se detiene.
A unos metros, en la esquina de Corrientes y Talcahuano, Banchero también convoca multitudes a fuerza de tradición. “Somos la más antigua de las pizzerías porteñas manejadas por una misma familia. Nunca cambiamos de manos”, asegura Diego Banchero, bisnieto de Juan Banchero, fundador del negocio en 1932. “Era genovés y panadero. La armó con sus dos hijos, Antonio (que era mi abuelo) y Agustín. La original está en el barrio de La Boca. Después, en 1967, compraron esta esquina”, apunta el empresario gastronómico que heredó el negocio familiar y está a cargo de los cinco locales que enumera: “Este; otro a tres cuadras de acá; el de La Boca; uno en la localidad de Pilar; y hace dos años que tenemos uno en Miami, Estados Unidos”.
Apurado por las responsabilidades del negocio, Diego se toma cinco minutos para ofrecer algunos detalles de cómo trabaja Banchero. “La pizza se hace exactamente igual que cuando nacimos. El saber fue pasando de pizzero a pizzero, aquí dentro. El que empezaba en la barra, aprendía y pasaba a ser ayudante, hasta llegar a maestro pizzero. Nunca contratamos un maestro pizzero nuevo, de afuera. Nunca”, detalla sobre la pizza que se cocina a leña que se prende con gas, para facilitar los procesos. Lo cuenta orgulloso de ser el representante de la cuarta generación de Banchero, que originalmente se pronuncia “banquero”. Así decía su abuelo cuando atendía el teléfono. Pero esa inalterable costumbre portuaria de cambiarle la escritura y la pronunciación a los recién llegados hizo que, con los años, Banchero se pronuncie como se lee en castellano, con ch, y así pase a la historia.
“Hace ya cuarenta años que la calle Corrientes es lo que es. Antes, mucho antes, cuando los teatros no eran tan convocantes, el local más importante de Banchero era el de Pueyrredón y Bartolomé Mitre, en Once. Pero las cosas van cambiando”, señala Diego. “Nuestro mejor mes es julio y el más flojo, enero, cuando no hay oficinas, ni movimiento en Tribunales. En invierno tenemos mucho turismo interno, y de uruguayos, chilenos y brasileros”, apunta el hombre que está a cargo de la empresa familiar que en Corrientes y Talcahuano ofrece 400 sillas; y donde una porción de fugazzetta puede levantarle el espíritu a cualquiera.
Porque al día siguiente la escena se repetirá y Corrientes brillará con el último día de la semana. Entonces, entre brasas que imprimen aromas, quesos amalgamados, tradiciones que van de boca en boca y un saber compartido, una vez más, oficinistas y cadetes se tomarán diez minutos del mediodía para comer una muzza en la barra. Mientras que, al filo de la medianoche, con el alma movilizada por el drama o la comedia, los espectadores cruzarán de vereda para comer una pizza. ¿A dónde? ¿Güerrin o Banchero?... Esa es la cuestión. Y nada más.
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