La isla caribeña que comparte territorio con Países Bajos no es sólo un destino. Una rica gastronomía, donde inciden la sazón creole y la herencia gala, la postula como una de las capitales culinarias de la región.
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Los habitantes de Saint Martin saben, y lo saben con el cuerpo, que nada dura para siempre. Que en este rincón del mundo entre el Trópico de Cáncer y el Ecuador, a dos horas y media en avión desde Panamá, en lo que muchos todavía llaman las Indias occidentales –the west indies–, un huracán con nombre de mujer puede llevarse puesto todo en cualquier momento.
Por eso, los sanmartinenses parecen andar con cierto relajo por la vida, algo desfasados del tiempo tradicional: de los horarios, de los compromisos, de los apuros, del estrés. La vida es esto, la vida es ahora. Y es mejor si se la acompaña con ron y con rumba, buena gastronomía -por algo, para muchos es la capital culinaria del Caribe- y un dejo de espíritu bohemio con acento francés que se palpa en cada rincón de la isla.
Vestigios del huracán Irma
En la playa de Baie Orientale (u Orient Bay), en el noreste de la isla, todavía quedan vestigios del paso del devastador Irma en 2017. Entre parejas de nudistas que desandan los dos kilómetros de arena y un Atlántico sedoso con olitas como picos de merengue, los restos de lo que parece ser un exclub de playa aportan una cuota surrealista a la postal caribeña, con sus techos en ángulos imposibles, ventanales retorcidos y vigas al descubierto.
Más allá de esta pincelada, la isla se ha recuperado bien. El turismo, su fuente principal de recursos, sobre todo el proveniente de Estados Unidos (constituye el 65% del total), está regresando y nuevos vuelos están abriendo la isla a más mercados de Latinoamérica.
“Somos un pueblo alegre, todo siempre va para adelante. Un poco como los brasileños”, dice Sacha Bresse, que nació en Francia, pero se casó con una dominicana y está seguro –lo expresa con una convicción que impresiona– de que jamás volvería a vivir en Europa. Sacha, nuestro guía en este recorrido, confiesa que hay algo del espíritu local que lo emociona. Y recuerda una noche, algunos días después del huracán, cuando sólo quedaban unos hombres en la isla, se armó una fogata en una de las playas y se bebió el vino y el champagne de cajones que habían quedado flotando en el mar.
Los orígenes de Saint Martin: Francia, fuera de Francia
Un poco de encuadre para ubicar la isla: con 90 km2, se divide entre dos naciones: al sur, Países Bajos; al norte, Francia. La leyenda indica que el límite se marcó tras una carrera. Un holandés arrancó corriendo desde una punta y un francés desde la otra; este último fue más rápido y, por eso, Francia obtuvo más territorio, el 75%.
Lo cierto es que el tratado que se firmó en 1648 en el Mont des Accords marcó las bases de la sana convivencia en la isla, incluso en los tiempos de COVID. No hay frontera física, uno puede pasar libremente –es inevitable hacerlo– de un lado al otro. Hay dos monedas, dos gobiernos, dos lenguas y, sí, también dos estilos de vida.
Las diferencias culturales sí se palpan: el lado holandés, con sus amplios resorts, all inclusive, casinos y comida rápida, está hecho “más al gusto del turista norteamericano”, mientras que al lado francés lo envuelve cierta bohemia, con construcciones bajas y centenarias y callecitas en las que se suceden bistrós, vinerías, queserías y lolos (restaurantes de cocina creole). La gastronomía tiene un peso mayúsculo en este lado de la isla, con 150 restaurantes y chefs que trabajan para convertirla en la capital culinaria del Caribe.
Sazón creole
Para explorar esta faceta hay varios caminos. Uno es hacer coincidir la estadía con el interesante Festival de la Gastronomie, que tiene lugar en noviembre y reúne cocineros locales con algunos invitados internacionales: clases de cocina, una colorida feria de comida con varios puestos y menús especiales –se elige un producto con el cual todos los restaurantes deben trabajar– son algunos de los condimentos de este evento especial. El año pasado, el producto fue el plátano, que apareció durante semanas en cócteles, platos de comederos económicos o restaurantes fine dining. Unos 60 establecimientos participaron del festival.
En Marigot, la capital del lado francés, se concentran varios de los más famosos lolos de la isla, como Sandy’s creole cuisine o Kashina’s, ubicados uno junto al otro en un corredor marítimo. El ambiente es informal, con techos de paja, sombrillas y sillas de plástico, y lo que se puede probar versa sobre frutos de mar fritos, sopa de conchas, ensalada de cangrejos, cangrejos rellenos, pescados como el red snapper, curry de cabra, brochetas de pollo bien sazonadas, guiso de rabo y las ubicuas Johnny Cake –o journey cake, tal su nombre original–, una especie de torta frita muy consumida por los lugareños.
Junto al corredor se encuentran las instalaciones de un mercado, donde lo más pintoresco es asistir al arribo diario del pescado (mahi mahi, pez espada, pargos) y su frenético fileteo en horas tempranas de la mañana. También hay varios puestos para abandonarse en la búsqueda de especies y salsas para lograr la sazón creole.
Muy cerca de allí se encuentra Le Comptoir des Fromages, un coqueto local donde el francés Géraud Vallet propone a los turistas una cata de 10 quesos, que incluye joyas traídas de sus pagos, quesos de pequeños productores y madurados, tanto de cabra, oveja y vaca, que marida con vino. Por supuesto también francés.
Otro de los destinos ineludibles es la cinematográfica playa de Grand Case, al oeste de la isla, donde hay cafés como el Rainbow, buenos asadores –en general, comandados por mujeres–, como Cynthia’s talk of the town y Sky’s the limit–, y también lugares de precio más elevado, como el Ocean 82, con piletones de langostas en el salón y una espectacular terraza sobre el mar. Pescado entero a la sal, pasta con camarones y el postre de limón citron au yuzu son algunos de los platos que hay que probar.
Uno más: en Villa Royale, el chef haitiano Léo Saintil propone una cocina creole en un ambiente sencillo y colorido. También es una parada obligada en el recorrido por Grand Case. A pedido, Saintil prepara un clásico de la isla, el locrio de pollo, un guisado de arroz, pollo, pimientos, salsa de tomates y una mezcla de especias.
Embarcados hacia islas paradisíacas
Durante la estadía en Saint Martin es vital reservarse un día completo para navegar por las islas cercanas. La delgada Anguila, la glamorosa Saint Barth o la misteriosa Tintamarre son algunas de ellas. Una opción es hacerlo en el barco Pyratz, con capitán griego y una amable tripulación que se afana en que los viajeros se sientan cómodos.
Durante la jornada se suceden las Mimosas, los jugos de frutas tropicales, los gazpachos, los croissants, pero, sin dudas, el punto alto es el almuerzo, cuyo plato fuerte son unas langostas frescas que el capitán prepara él mismo en la parrilla a bordo mientras la comitiva se entretiene nadando en las cercanías (con atención a las corrientes) o tomando sol, entre lagartijas y tortugas, en Tintamarre.
Esta pequeña porción de tierra –apenas 1,2 km2– tiene una historia curiosa: alberga una pista de aterrizaje abandonada, ya que entre 1946 y 1950 allí tuvo su base de operaciones la Compagnie Aérienne Antillaise. Antes, a principios del siglo XX, llegaron a vivir hasta 150 personas, que trabajaban en el cultivo del algodón, la crianza de ovejas y la fabricación de manteca y queso. Hoy, la isla se encuentra deshabitada.
Alquilar un barco como el Pyratz tiene un costo de 1900 euros con todo incluido para cuatro pasajeros. Parte desde Simpson Bay (lado holandés) y tiene capacidad total para 12.
Fuera de lo estrictamente gastronómico, pero todavía en el plano de poner los sentidos a prueba, en la perfumería Tijon –además de llevarse algún souvenir–, se puede experimentar con esencias, concentrados, pipetas y alcoholes. ¿El fin? Crear tu propio perfume desde cero, más dulce, más cítrico, más ahumado o amaderado, y hasta ponerle un nombre. En un par de horas se adquieren nociones básicas del arte de la perfumería, otro de los territorios en los que los franceses se sienten a gusto.
Así, renovados y oliendo bien, se vuelve a la carretera con más ganas de seguir explorando esta isla de 37 playas y de gente que danza al son suave de los vientos alisios.
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