El autor del libro Fermentados repasa la historia que nos llevó a imponer la moda de mantener una dieta basada en plantas
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La historia reciente cuenta que la primera versión de la pirámide nutricional surgió –con un antecedente sueco– en Estados Unidos en 2005, como consecuencia del trabajo de Louise Light, directora de orientación dietética y educación nutricional en el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos (USDA).
Lo que poca gente sabe es que el resultado final de aquella pirámide no es el que la especialista recomendó: mientras Light sugería que la base de nuestra alimentación diaria fueran de 2 a 4 porciones de fruta y de 3 a 5 de vegetales, luego proteínas y luego cereales en un tercer nivel, el gobierno de Estados Unidos decidió desoír los consejos de Light. Así, aumentó las porciones de granos como base de la pirámide, dejando frutales y vegetales en segundo nivel y relegando las proteínas y los alimentos de origen lácteo a un tercer escalón.
“Las guías dietéticas han sido descaradamente manipuladas para beneficiar la venta de los productos agrícolas industrializados”, declaró Light, en contra de aquella pirámide. Habiéndose transformado en el paradigma dominante de la nutrición y demonizando grasas buenas y malas, y proteínas de origen animal, se generó el ambiente perfecto para el movimiento de quienes habían decidido comer solamente plantas. Por primera vez en la industria de la alimentación, todo parecía indicar (las leyes, los subsidios, la medicina, la economía) que debíamos tener una dieta con baja o nula participación de productos de origen animal.
El tiempo pasó, el paradigma cambió y la pirámide fue reemplazada por “el plato perfecto” de Harvard. Sin embargo, este abordaje dejó algunas consecuencias positivas. Y una es la alta gastronomía plant based o basada en vegetales. Si durante las últimas cuatro décadas del siglo XX era imposible pensar el fine dining sin animales, con la presencia inevitable de caviar, solomillos y patos, la presencia de los vegetales, legumbres y cereales se fue imponiendo desde la periferia de las cocinas hasta tomar el centro, y desde Asia hasta colonizar Europa.
Las razones por las cuales una persona decide basar su dieta en vegetales suelen ser diferentes y, a veces, hasta contradictorias. Hay quien lo hace por temas religiosos o morales, como los budistas mahāyāna o los veganos, cuyo argumento principal es el mismo e irrebatible: el consumo de carne es cruel y carece de compasión. Hay quienes lo hacen por temas climáticos, de filosofía, de salud o simplemente como prueba. Lo cierto es que tomar una decisión respecto de la propia alimentación, bien informados y con contención médica, es algo que debe ser respetado más allá de cualquier opinión personal.
El mundo está plagado de restaurantes plant based con estrellas Michelin y otros premios de la alta gastronomía. Y tenemos varios ejemplos locales. Desde la app desarrollada por Narda Lepes y Microsoft “Comé + Plantas” hasta el ejemplo de Germán Martitegui, uno de nuestros chefs más reconocidos, quien cerró su restaurante Tegui y abrió Marti, con un menú 100% basado en vegetales: “Los cocineros que tenemos este lugar debemos ponernos a pensar cuál es el futuro de la alimentación y ese futuro no incluye carne”, declaró.
Tal vez el secreto esté en el nombre, en la transformación de lo negativo en lo positivo, porque no es lo mismo decir que alguien no come carne a decir que su dieta está basada en plantas. Si lo pensamos bien, cualquier plan de alimentación saludable –incluso el plato perfecto de Harvard– está basado en plantas. Y eso no quiere decir qué se come y qué no, simplemente la manera de entender la alimentación. Parece haber un acuerdo claro en que nuestra dieta debería ser mayoritariamente plantas y, sobre todo, plantas frescas. La discusión que sigue entonces es: ¿cómo se producen esos alimentos?
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