Los líderes designados, la prensa y el odio en América Latina
Un beneficio secundario de la pandemia es que el odio en el tránsito se pausó, los odiadores del volante quedaron en suspenso, la batalla de la esquina, el scrum de autos embotellados y el ataque al peatón, por un tiempo, casi cesaron. Para no volver a ver tanto odio entre ventanas, ayudaría un sticker que dijera: "Me bajé de la batalla del tránsito".
Pero en política el odio creció. Ya veníamos mal desde que la polarización sacudió las democracias de amplia base consensual de los noventa. En sociedades repletas de pobreza, los portadores sanos de populismo pensaron que este vitalizaba la democracia. Pero lo raro es que, veinte años después, no cambiaron de idea.
La foto muestra que Venezuela vive en estado de conmoción permanente, Bolivia casi llegó a una guerra civil, y la Argentina cinturea entre abismos
La foto muestra que Venezuela vive en estado de conmoción permanente, Bolivia casi llegó a una guerra civil, y la Argentina cinturea entre abismos. Al mismo tiempo, el rayo polarizador de Jair Bolsonaro en Brasil y Nayib Bukele en El Salvador tensiona al máximo.
Los teóricos de la razón populista temían que izquierdas y derechas hacia el fin del siglo XX se parecían mucho. Y quizás era cierto: si en sociedades muy desiguales el realismo es una voz demasiado inmovilizadora se evade el entusiasmo militante, y queda un margen amplio para que la emoción política sea toda autoritaria.
Pero, más que energizar, los populismos electrificaron la vida pública, estresaron los principios del liberalismo político y soltaron odios fronterizos con la violencia.
El informe Bachelet sobre derechos humanos explica por qué Venezuela es una democradura: legisladores detenidos y exiliados; detención de familiares del líder opositor Juan Guaidó; ataques violentos de grupos civiles oficialistas ("colectivos") sin que los policías los impidan; esos colectivos aplican restricciones en barrios pobres; creación de milicias civiles armadas integradas a los militares; detenciones sin orden judicial y sin dar motivos; los detenidos por la inteligencia militar "fueron sometidos a desaparición forzada" entre siete y cuarenta días; las órdenes de detención fueron retroactivas, no accedían a los expedientes, o solo inmediatamente antes de la audiencia, y muchas veces sin ver la acusación.
A esto hay que sumarle el bowling oficial con las instituciones electorales y parlamentarias. Venezuela "es un buen ejemplo de brutalización de las instituciones", dice Pierre Rosanvallon en su último libro, El siglo del populismo. En su fase descendente, un régimen autoritario pierde el control de sí mismo y no regula ni su propia arbitrariedad. Puede pasar del ataque desmesurado a la flojedad.
Lo triste es que la democracia supuestamente tibia de la era pre-Chávez fue un oasis para las libertades. Durante muchos años, solo ellos, Colombia y la siempre humilde Costa Rica conservaron sus democracias. Allá viajaron las Madres de Plaza de Mayo en lo que fue quizá su primer viaje y tantos exiliados, entre ellos nada menos que Tomás Eloy Martínez, Pepe Eliaschev y Rodolfo Terragno. Pero desde el comandante, en 1999, el populismo no solo no energizó, sino que fue la puerta de salida hacia la democradura.
Sabemos que los autoritarismos caen de muchas formas, pero no cómo ni cuándo. Hasta ahora, la oposición venezolana no tuvo ni la suerte ni la inteligencia de su indignación, como diría Rosanvallon. Pero la esperanza está del lado opositor. Ya lo decía Max Weber: "La política consiste en una dura y prolongada penetración a través de tenaces resistencias para la que se requieren, al mismo tiempo, pasión y mesura. Es completamente cierto, y así lo prueba la historia, que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez".
Lo notable es que el periodismo fue y es quizá la barrera principal contra el populismo autoritario, por izquierda y por derecha, entendido este como una estrategia de construcción política que disloca las instituciones y pudre el discurso público destruyendo los matices. Así lo vimos también en los Estados Unidos de Donald Trump.
En el populismo, el pueblo tiene instantes de expresión: cuando vota y cuando responde en la calle al liderazgo vertical. Pero la prensa es subversiva de esa periodicidad, pues ejerce la representación popular no un instante, sino todos los días, a cada hora, cuando hay un periodista informando y opinando en nombre del interés público. Para quienes solo conciben la representación como electoral, esto es una usurpación. Pero la república es también eso, una competencia de formas reales de representación. Pasa en todas las democracias que una persona puede sentirse mejor representada por un sindicato, un movimiento social, o el medio que lee, en vez de por el legislador que le tocó votar.
Cuando en la Argentina se expropió, en 1951, el diario más popular, La Prensa, se ingresó en una forma de democradura. Para comunicarse con el pueblo, a los no peronistas casi solo les quedaron los panfletos y las radios uruguayas. Un periodista experto en temas aeronáuticos, Raúl Apold, fue el diseñador de ese estado comunicador sin contrapesos.
En Venezuela, también el apagón mediático fue para cortar la comunicación de los opositores con los sectores populares. El autoritarismo popular puede tolerar algún pluralismo de prensa en sectores medios y altos, pero no en su base social.
Por eso, medio siglo después, Apold fue plagiado: cesaron emisiones y multaron periodistas, radios, canales y diarios; hubo toma accionaria en Globovisión, Cadena Capriles y El Universal, y los grandes medios como RCTV, Venevisión y El Nacional fueron acorralados y marginalizados. Al resto de los medios tradicionales solo les quedó internalizar la censura y adaptarse.
La caída en la democradura la cuenta el destacado académico Andrés Cañizález en Veinte años de censura en Venezuela, 1999-2018. Dice que Chávez siempre supo que la batalla contra los periodistas era inevitable por el "choque histórico de fuerzas". Tras sus primeros discursos presidenciales, el entonces relator de libertad de expresión de la OEA, Santiago Cantón, ya alertaba sobre su "efecto intimidatorio sobre la prensa y la sociedad".
Pero también emergió una bandada de medios digitales: Efecto Cocuyo, Tal Cual, El Pitazo, El Estímulo, Armando.Info, RunRun o La Patilla. Son difíciles de controlar, tienen menos estructura, costos reducidos, y son hábiles y ubicuos en su océano digital. Por eso, sin una revolución digital paralela al chavismo, la ciudadanía viviría en un desierto informativo mayor. Estos son los únicos contrapesos frente al estado megáfono con voz monocorde.
La internacional populista coincide en el consejo de su líder francés Jean-Luc Melenchon del "justo y sano odio hacia los medios". Y con el líder español Pablo Iglesias, quien dice que "determinados poderes mediáticos" son una de "las mayores amenazas para nuestros sistemas democráticos". Por eso, si las leyes contra el odio en Alemania (2018) y en Francia (2019) se pensaron contra los autoritarios, en la región se cocinan proyectos similares contra las oposiciones democráticas y los medios críticos.
Hoy, esta ola diversa de líderes designados, como Nicolás Maduro, Alberto Fernández, Lenin Moreno o Luis Arce, han definido en su relación con ese "odio a los medios" su voluntad o no de diferenciarse de quien los designó. Quizá no podrán hacer nada con la guerra en el tránsito, pero alguno sí contra el odio hacia el periodismo y hacer un sticker que diga "Me bajé de la batalla contra los periodistas".
Profesor de Periodismo y Democracia de la Universidad Austral