Que yo sea un atleta con casi una década de entrenamiento no importa, que haya ganado una decena de carreras desde Ushuaia hasta Río de Janeiro, tampoco. Acá, en una pista clandestina oculta en el corazón de Lugano, rodeada de monoblocks que vigilan desde ventanas entreabiertas, todo eso no me sirve para nada. Ni trofeos ni medallas. Acá, dos corredores se juegan mano a mano cientos de miles de pesos cash, billete sobre billete en una bolsa. El primero que cruza la línea se vuelve rico; el segundo se descarta. Sin antidoping, sin excusas. Bienvenidos al mundo de las picadas humanas.
¿Cómo yo, corredor de podios y fotitos en Instagram, que trota los domingos por Palermo, terminé detrás de una gatera para "caballos" a punto de jugarme en 50 metros contra el mayor apostador del circuito?
El rumor llegó en el lugar menos pensado. En el otro extremo de la ciudad, entre chalets tradicionales y edificios recoletos: el Centro Nacional de Alto Rendimiento Deportivo (CeNARD), en Núñez. Meca del deporte altruista y olímpico. Es decir, de los que sudan por amor a la camiseta y no ganan un mango.
Javier Carriqueo, dos Juegos Olímpicos, récord nacional, una década viviendo y compitiendo en Europa, detiene la marcha: "Tengo un contacto para ir a ver las picadas humanas –susurra–. Nadie sabe dónde son ni cuándo se corren". Mira para atrás con cierta paranoia y remata: "Se necesita alguien para poder entrar". Javier es especialista en carreras de larga distancia, así que solo irá de espectador. Esto es para hombres ultraveloces, para los Usain Bolt, pero pobres, los que no salen en el diario ni viajan por el mundo y en una sola carrera desean cambiar su suerte, su destino. Y yo quiero conocerlos.
La cancha
Símil camino de tierra para autos. Dos huellas prolijas, sin pozos, piedras ni raíces, nada que complote en un paso en falso. "Está todo controlado; si viene mucha gente, aparece el patrullero y se queda con nosotros", explica Larguirucho. "Sí, a mí poneme como Larguirucho, acá todos me conocen así, mejor con ese nombre", dicta. Es uno de los dueños de la cancha. Con su socio, hicieron la inversión inicial: marcar la pista, rodearla de un alambrado de campo –incluido un alambre de púas–, para que el público no se cruce: $100.000. E instalar luces para cuando el día queda corto: la noche no puede oscurecer el negocio.
"Pero no somos dueños del terreno", aclara Larguirucho. "Por cada fin de semana que hay carrera, le pagamos al dueño $5.000". El terreno es un amplio descampado, en el partido de San Miguel, que muere en el río Reconquista. Larguirucho paga por un lado y, por el otro, cobra $100 la entrada y otros $100 por auto. Unas 200 personas, unos 50 autos. Les dejo la cuenta, pero no es un mal negocio. Ah, y hay que sumarle algunos extras de las mesas de timba que se ponen con dados y otros juegos y un puestito bastante destruido donde se vende algo para comer y mucho para tomar.
"Más seca, más húmeda, a punto", dice Larguirucho que le piden la cancha los patrones. Pero basta por ahora de cancheros. Ya contaremos cómo largan tras unas gateras de "caballos" y qué tan ingenioso y efectivo es el mecanismo para definir quién gana, con milésimas de segundo de precisión. Ahora vamos a explicar qué es un patrón. Y cómo terminé corriendo contra el más ganador de todos.
El patrón
El patrón es el que banca al corredor y hace la apuesta fuerte. En resumen, el que tiene la guita. El patrón busca un buen velocista, lo testea y lo recluta. A partir de ahí, le paga para que solo se dedique a entrenar: dos, tres, cuatro meses. También banca al entrenador y todos los gastos médicos. No es que el corredor pueda resfriarse y necesite unas aspirinas; si no, que el doctor es el que sabe cuánta testosterona, o clenbuterol, o lo que sea, hay que inyectarle para que corra mucho más rápido que sus límites naturales. Cuando está listo, el patrón sale a buscar apuestas para recuperar la inversión, para jugarse la plata en medio segundo de diferencia. Suena duro e inhumano; la vida a veces es dura, especialmente cuando hay necesidad. Pero nadie obliga a nadie –excepto por la necesidad misma– y el que entra acá sabe lo que se juega.
El ambiente se ve siempre muy calmo. Sin embargo, los patrones suelen ir con algún guardaespaldas amigo.
Primero se llamó Pedro, aunque hoy todo el mundo lo conoce como Toyota. Pedro nació hace 55 años en Paso de Patria, ahí donde se unen las aguas de los ríos Paraguay y Paraná, en Paraguay. Allí, las carreras de este tipo son parte de su tradición y legales, hasta la policía las cuida. Acá, son apuestas ilegales, pero también va la policía.
Antes, cuando era Pedro, tenía 25 años y nadie lo conocía, al finalizar un partido de fútbol alguien le dijo: "Te desafío a una carrera, mano a mano, de arco a arco". "¿Una carrera, para qué?". "Por plata". "Ah, bueno, ahí tiene otro color". Hoy recuerda: "Le gané por 10 metros". Sin saberlo, en ese momento, entraba en el mundo de las picadas humanas.
¿Cómo yo, corredor de podios y fotitos en Instagram, que trota los domingos por Palermo, terminé detrás de una gatera para "caballos" a punto de jugarme en 50 metros contra el mayor apostador del circuito?
Fueron muchos años como corredor, aprendiendo todos los recovecos de las carreras. Cómo ganar, cuándo ganar, cuándo conviene perder, cómo conviene perder para que no se den cuenta de que se está ganando plata con la derrota, quiénes son los mejores entrenadores, dónde se contacta al mejor médico, qué te suministra ese médico para exprimir tu cuerpo. Aprendió todo y luego se hizo apostador.
Hoy es Toyota, uno de los patrones más ganadores e influyentes del circuito. Sus "caballos" tienen fama de imbatibles, su entrenador es de los mejores del país, su médico sabe las dosis justas de cada polvito mágico. "Si apuesto –asegura Toyota–, 90% que gano".
Historias veloces
La adrenalina de apostar, más allá del dinero, está en la incertidumbre. Existen carreras atípicas donde lo extraño colabora con lo incierto: 25 metros de espalda, luego girar y correr otros 25 de frente. O que uno solo de los corredores levante una gorra a mitad de camino. Con las manos atadas o llevando cadenas para equiparar el peso del corredor más gordo. Una que aún se recuerda fue de dos metros. ¿Dos metros? Sí, dos. Faltaban los muchachos del Guinness.?En apenas 200 centímetros se jugaron 20 lucas. Adivinen quién corrió y ganó. Exacto: Toyota.
El entrenador
"El secreto está en quién encuentra primero al gran velocista", explica el Correntino, como le dicen al entrenador de los "caballos" de Toyota. El Correntino conoce, como pocos, los dos mundos de la velocidad: el clandestino y el oficial; de ambos saca lo mejor.
"Y a ese gran velocista llevarlo adonde no lo conozca nadie". No solo hay que ser rápido, además nadie tiene que saberlo, para que pierdan plata por sus piernas. ¿Quién apostaría contra Usain Bolt? "La apariencia en la cancha es muy importante, hay que ir como colectivero". (Colectivero: dícese en la jerga del que luce desaliñado para ocultar que es un gran atleta). "También te miran mucho los gemelos y si tenés el pocito en el mentón". "¿Qué pocito? ¿Ese agujerito que, a veces, se hace en la pera?". "Sí, ese, no sé qué tendrá que ver; pero acá, eso es sinónimo de buen velocista".
Antes de tener a Toyota como patrón, el Correntino entrenó corredores para Enrique. Era 2009 y en la previa a una carrera le pidió que le guardara $20.000. Para ser textuales, le dijo: "Escondelos entre los huevos". El Correntino recuerda: "Jamás había visto tanta guita junta. ¡Tenía el valor de un auto ahí! Pensaba: qué cotizado tengo esto".
Como entrenador llegó a participar por una carrera donde se apostaba el valor de tres Toyota Hilux 0 km. Corría Chivas, el "caballo" de Toyota. Estaban tan seguros de ganar que hasta contrataron a un par de seguridad para llevarse la plata. "Y con mi parte me compraba un auto. ¿Cómo no voy a estar motivado entrenándolos?", dice el Correntino para explicar su entusiasmo.
Al principio, además de entrenarlos, les daba suplementos. En frascos con letras (A, B, C), los corredores no sabían lo que estaban tomando. "Eran pavadas, aminoácidos, proteínas, esas cosas. Después buscaron un médico y la suplementación se puso picante", detalla el Correntino.
Historias veloces
Carrera de 50 metros. Pura explosión: la partida es todo en esa distancia. Pactan un desafío entre el mejor atleta de corta distancia del país y un corredor del circuito clandestino. Se abren las gateras, salen disparados; el atleta saca ventaja y, a dos metros de la llegada, tira el pechazo para delante, al mejor estilo Usain Bolt. El otro tiró la mano, cortó el hilo antes, le ganó.
Esto no es atletismo, no importa quién pasa el pecho antes, sino quién corta la llegada. Lean el reglamento, señores.
El reglamento
Se larga en unas gateras similares a las del hipódromo. Tras una puerta de dos hojas hechas de caños de acero de dos pulgadas, se preparan los corredores. Las hojas están atadas a varios elásticos para abrirse no bien se destraben. Y acá entra en juego un personaje importante: el partidor.
"No puede ser partidor cualquiera, ni un patrón, ni un gordo", explica Larguirucho. "Tiene que ser alguien que haya corrido; y acá siempre parto yo". ¿Qué es lo que hace que es tan importante? Se para a dos metros de las gateras, mira a los ojos a cada uno de los "caballos" y les pregunta: "¿Listos?". Cuando recibe ambos sí hace un paso rápido, un salto y le pega con todas sus fuerzas a una palanca que destraba las gateras. ¡Plaf! Se abren y a correr como si fuese por medio millón de pesos; bueno, de hecho, a veces lo es. "La verdad, a mí no me gusta ser partidor –reconoce Larguirucho– porque te perdés de ver la carrera".
Y es así, el primer tercio de la cancha no tiene alambrado, pasan disparados los corredores y todo el público se avalancha detrás para ver el final. A veces, la diferencia es de un centímetro. Recordemos: el que llega primero se lleva todo; el segundo, nada. ¿Te imaginás lo importante que es saber quién gana? El sistema de control es tan básico como efectivo.
Dos laucheras enfrentadas. Simple. Una especie de trampa para ratones abierta, sostenida por un hilo que cruza el camino. Al cortarse el hilo se cierra la trampa y una cae antes que la otra. La que queda abajo señala al ganador y nuevo dueño de algunos cientos de miles.
Apenas cortan el hilo, alguien se mueve más rápido que todos y se abalanza sobre el mecanismo. Mientras un numeroso grupo se alborota sobre el ganador y festeja la sonrisa de la diosa fortuna, este custodio de las tramperas las cubre con su cuerpo y protege que ninguna mano rápida quiera modificar el solapamiento que supieron lograr los "caballos" a fuerza de sudor.
Historias veloces
Al margen de eso, los "caballos" alguna vez han sido de verdad. Muchos recuerdan cuando corrió un equino real y concreto, de cuatro patas y crines al viento, contra un humano. Fue en el hipódromo, el caballo (real) hizo 100 metros y el "caballo" (humano) corrió 50. En realidad, no fue una, sino dos carreras. Con distintos humanos y con el mismo caballo. ¿Galopa más rápido un caballo 100 metros de lo que corre un humano 50? Nunca lo sabremos con certeza porque, de las dos carreras, una la ganó un humano y la otra el caballo.
La negociación
Las carreras importantes se pactan con uno o dos meses de anticipación y se señan con el 20% del total que se va a apostar. Quien no se presenta pierde la seña. El día de la carrera, también el público apuesta: montos menores que no suelen pasar los $20.000. Y es a los gritos, buscando el mejor postor, hasta minutos antes de largar.
La negociación entre los patrones se da en varios niveles. Primero, elegir la distancia, que suele ir desde 50 a 100 metros pasando por todas las medidas intermedias. Después, la ventaja que pueda dar un "caballo" a otro; si se otorga, varía entre medio y tres metros. Por último, se puede negociar la relación de la apuesta: generalmente, uno a uno. También puede llegar a dos o incluso tres a uno. Al final, casi todo es negociable, y ahí está la gracia.
Tras los duelos de peso se realizan carreras espontáneas. Ahí, cualquiera (grande, chico, gordo, flaco, hombre, mujer, viejo, joven) puede correr siempre que haya alguien que quiera apostar. Dos patrones empiezan un juego de negociación rodeados de una nube de curiosos que disfrutan cada detalle de los desafíos, cargadas, apuradas y arrugues. Cual mercado turco, pero con corredores en juego. La eterna discusión humana en la que dos quieren ganar y ninguno quiere perder.
Desde dentro, alguien que sabe mucho cuenta: "Los patrones se pierden cuando se los come el orgullo. Más todavía si se tienen pica; ahí ponen un intermediario, para negociar sin hablarse siquiera, pero muestran quién la tiene más larga".
La previa
Como en una puesta en escena de suspenso que no podría guionar mejor ni Hitchcock, media hora antes de la carrera, en silencio, disimuladamente, todo el público se acerca de a poco a los alambrados laterales. Como no hay tribunas, en segunda fila casi no se ve. Y acá la gracia está en no perder detalle.
Al rato pasarán los "caballos" entrando en calor. Se pavonean como gallos. "Eso es muy importante –explica el Correntino–. Si te quedás apichonado en un rincón, fuiste". Antes de la batalla física, empieza la batalla mental.
Los llaman "caballos", se pavonean como gallos o se apichonan como pollitos, vuelan para llegar antes a la trampera. En este mundo, los hombres parecen volver a un estado primitivo, ese en el que debían correr para cazar o para no ser cazados: por la recompensa de la comida o por la vida misma.
Los corredores trotan desafiantes y sacan pecho, mientras los patrones empiezan la "ceremonia del hilo". Algo tan simple como tensar y atar el hilo que tiene la trampera se convierte en un evento de enorme interés. El hilo (que es el mismo piolín de la caja de pizza) toma igual importancia que el valor del dólar en Argentina. La discusión sobre qué tan tenso se ata lleva un rato bien largo. Un hilo flojo puede demorar en cortarse y definir mal el destino de varios miles de pesos. Pero suele suceder que de tanto tensar, al final: tac. Se corta el hilo. Y vuelta a empezar. Aunque acá nadie desespera, que el tiempo corra tranquilo; en la cancha, lo único que importa es ese bendito hilo.
Ya pusieron otra vez el dichoso hilo. Los "caballos" se acercan, lo miden, practican con qué mano lo van a cortar. El broche final a la ceremonia del hilo es atar un pedazo de tela en la mitad para que sea más visible. Ahora, la cuestión sigue con la cancha. Que cada sendero no tenga una piedrita, una ramita, una hojita. Y se sortea de qué lado se lanza al galope cada uno.
El tiempo pasa, se acabaron los lugares en primera fila, algunos se trepan a paredes cercanas. Resta probar las gateras –los contrincantes cavan unos pequeños pozos en el suelo para afirmar los pies, que calzan zapatillas con suelas con clavos– y la largada de prueba: quizás un "caballo" no esté conforme con el partidor. Porque tarda más de lo debido, o es muy lento, o lo mira feo y lo distrae. Lo que sea, pero no va a largar hasta que no pongan otro. Y ahí vuelve el debate, quién sí, quién no. Si no hay consenso, se elige uno por sorteo. En el mundo de las apuestas ilegales, no hay nada que se respete más que el azar.
Historias veloces
Anécdotas, gestas, leyendas que nadie olvida en el mundo de las picadas humanas. Corría un atleta profesional (nunca quieren decir su nombre) contra un corredor callejero llamado Nambú. Pactaron en 100 metros y Nambú le dio un metro de ventaja. Edgar, el patrón del atleta, sabía que tenía un gran corredor; con un metro a favor, no podía perder nunca. Pero muchos le tenían fe a Nambú y muchos pusieron mucha plata. Edgar no quería dejar pasar el momento, era su oportunidad de ganarse una pila de fajos. Apenas antes de largar, tomó la última apuesta, pero se había quedado sin efectivo (y no se acepta jugar en descubierto). No dudó, puso lo que le quedaba: las llaves del auto. Aun con un metro de desventaja, aun siendo un corredor callejero fuera del circuito oficial, Nambú cortó antes el hilo y ganó la carrera. Edgar se fue, seco como una piedra, y a pata. Nadie duda de que pagó: el sábado siguiente estaba de vuelta, pero en una motito.
Mi carrera
Ya había visto mucho desde fuera, ya me habían contado muchas historias, ahora quería vivir la mía. Convencí a Toyota de correr contra él. Dudó un poco hasta que me dijo: "Sí, pero dame un mes y medio para prepararme". Estaba claro que Toyota no quería perder. Y yo tampoco.
Los músculos están compuestos por células en forma de filamentos. Con mucha imaginación se las bautizó "fibras musculares". De modo resumido, existen fibras rojas y blancas: las rojas son de contracción lenta, pero resistentes a la fatiga; las blancas son veloces, pero se cansan rápido. El porcentaje de cada tipo de fibra en los músculos está bastante determinado por los genes. Los velocistas que vuelan en cada Juego Olímpico llegan a un 75% de fibras rápidas. Los africanos que ganan las maratones más importantes del planeta tienen la proporción inversa: hasta un 90% de fibras lentas y un 10% de rápidas. Las rojas y lentas son chiquitas, livianas; las fibras rápidas y blancas son más anchas, crecen bastante. Por eso Usain Bolt pesa 94 kilos y Haile Gebrselassie (quizás el mejor maratonista de este milenio) en cualquier balanza marca 54.
Yo soy como este último, 65 kilos, muchas fibras rojas, resistentes, pero lentas. En parte, por eso llevo ganadas más de 30 carreras de entre tres y 15 kilómetros. Y, quizás, por eso estaba tan complicado esa noche en Lugano, el escenario propuesto. Toyota me había aceptado el desafío, pero en 50 metros. Después de casi tres años de seguir el mundo de las carreras clandestinas, había llegado el día. Ahora yo sería un "caballo".
Llegué apurado a las cinco de la tarde. Se estaban por largar dos carreras pesadas. En la primera, de 100 metros, ganó Olimpia, un "caballo" de Toyota, y se juntaron unos buenos pesos. La segunda fue una pengua, es decir, cuando corren tres en vez de dos. Ahí, el ganador se lleva la apuesta de los tres. Y el sistema de tramperas para tres hace gala del ingenio humano: el hilo del tercero, para llegar a la trampera sin que lo corte el segundo corredor, pasa bajo tierra. En la segunda carrera, por cuatro centímetros (y no exagero), otra vez ganó un "caballo" de Toyota, que volvió a embolsar. A todo esto, entre la previa y la negociación y otra carrera que se pactó luego, ya era de noche. Entonces se me acerca Toyota, me lleva aparte y me dice en voz baja: "¿Lo podemos dejar para otro día?". Mi cara lo dijo todo. Empecé a enumerar los motivos para no posponer la carrera, incluida mi misión de contar esta historia. "Es que tenemos mucha plata y ya nos queremos ir", argumentó.
Forcé más mi súplica facial, y aflojó: "Bueno, dale, corramos".
Entramos en calor con la noche ceñida sobre los monoblocks mientras la adrenalina me palpitaba cada vez más en los poros. La espera de toda la tarde, de todas esas semanas previas, se evaporaba. Ahora, el tiempo corría veloz. De golpe me encontraba, por primera vez en mi vida, dentro de la gatera.
Hacemos la partida de prueba, todos nos miran: soy el muchacho raro que nadie conoce contra Toyota, el hombre que nadie desconoce. Sé lo que es llegar primero en una carrera, subirme a podios, rematar finales. Pero acá nadie lo sabe y yo también me lo olvido.
De repente estoy aferrado contra ese arco de metal, mirando tras los caños el final de la cancha. El largador: "¿Listo, Toyota?". "Sí". "¿Listo, Ezequiel?". Creo que digo sí, pero no me escucho. Los golpes de las puestas de acero estallan en mis oídos, debería salir corriendo lo más rápido posible, pero antes me asusto; después, corro. Como en los sueños, intento escapar, pero las piernas no responden.
Toyota pega 10 pasos explosivos y me saca cinco metros. Corro furioso, pero me pongo duro, me trabo, se me aleja un poco más. Recién ahí me suelto y noto que voy más rápido, que empiezo a descontar. Pero son apenas 50 metros, Toyota eligió bien la distancia, ya no tengo chances. Él gana, otra vez.
Por fin corto el hilo. Es mucho más duro de lo que me imaginaba. Estoy eufórico, casi no me importa perder. Fue una descarga de adrenalina, de tensión, de nervios como en una caída libre. El público nos encierra, lo felicitan, me preguntan de dónde salí, quién soy.
Soy alguien que vivió lo que es ser un apostador, un largador, un entrenador, un "caballo".
Por una cabeza / De un noble potrillo / Que justo en la raya / Afloja al llegar
Y que al regresar / Parece decir: "No olvidéis, hermano / Vos sabés, no hay que jugar".
Antes de escapar de la noche de Lugano, lo busco a Toyota. Le doy la mano y adentro escondo la apuesta que hicimos. Ya puedo irme en paz, saldé mi deuda con las picadas humanas.
Epílogo: Toyota y yo
Especializado en los 10.000 metros en pista, fui campeón metropolitano dos años consecutivos y séptimo en el campeonato nacional como atleta federado. He hecho pretemporadas a 2.300 metros de altura junto a representantes olímpicos y he mejorado mi técnica con cámaras de alta velocidad. Gané carreras de montaña en Mendoza, Santa Cruz, Neuquén y Ushuaia; de calle, en Viena, Frankfurt y Río de Janeiro, en el autódromo de Buenos Aires y en el hipódromo de Palermo, incluso una dentro del Epcot Center, el parque de Disneylandia; entre todas suman treinta y largas. Empecé con esto de correr hace siete años y llevo tantos kilómetros que casi completo una vuelta a la Tierra. El año pasado competí en 25 carreras y me subí a 16 podios, de los cuales 10 fueron el primer puesto. Y este año perdí la carrera contra Toyota.
Desde principios de 2018, cuando se realizó esta crónica, hasta hoy, los patrones también sintieron la crisis: en Argentina apenas se llegaron a poner en juego $500.000 en la competencia más cara mano a mano. Este año, devaluación mediante, el mercado fuerte emigró. Paraguay (la cuna de estas carreras) está superando a la Argentina. En Asunción está a punto de realizarse una con U$S 40.000 como bolsa.