Cuando Alemania apareció en la vida de Alberto Sejas, aún faltaban un par de años para la llegada triunfal, la convergencia y la revolución social de Internet. Por aquel entonces, en los comienzos de los noventa y sin un acceso fluido y actualizado a la información, solo cabía fantasear. Desde su suelo porteño, el argentino hijo de inmigrantes, imaginaba que se trataba de un país altamente tecnificado, con gente fría y oscura. Los folletos compuestos por imágenes de personas quedadas en el tiempo, colores desgastados de la Selva Negra y construcciones con maderas cruzadas en pueblitos bávaros, no resonaban en él. Sí lo hacían Kraftwerk-banda electrónica de la cual era fanático-, así como los pasajes sombríos de Franz Kafka y Herman Hesse.
A fines de los años setenta y durante los ochenta, Alberto había realizado cursos de inglés y alemán por consejo de sus padres, quienes aseguraban que siempre había que estar preparado para vivir en otra parte del mundo. De igual modo, le sugirieron que estudiara una carrera universitaria válida en otros rincones del planeta y que se abstuviera, por ejemplo, de economía y derecho.
Eligió diseño industrial en la UBA y, mientras más avanzaba, más claro le quedaba que la Argentina de entonces no le ofrecía suficiente trabajo al puñado que se recibía por año. Sin embargo, consiguió su primer empleo como diseñador de muebles, pero pronto perdió el entusiasmo. No encontró tecnología ni automatización y él había imaginado otro mundo: "Comencé a buscar direcciones de estudios para realizar una pasantía en el exterior y envié currículums por fax y carta. Fue ahí que recibí respuesta de Alemania, comencé a organizar el viaje y a fantasear con aquella tierra, que imaginaba tan lúgubre y tan techno", cuenta al recordar aquellas épocas.
Alberto no lo dudó, contaba con el apoyo absoluto de sus padres, y su orientación sexual descubierta en la adolescencia reforzó su decisión de volar. La secundaria la había hecho en años de dictadura, lo que lo había llevado a fingir: le quedaba claro que los "destapes" generaban reacciones violentas y de discriminación en todos los ámbitos posibles.
"Al irme me sentí liberado del miedo pasado y, por otro lado, estaba feliz ante la perspectiva de poder acceder a mejores condiciones laborales y personales. Ser gay ya no sería un gran tema. De todas maneras, era un misterio lo que podría encontrar y se decía que los alemanes tenían un tema con los inmigrantes".
En el año 1993, Alberto llegó a Alemania colmado de expectativas y despojado de la tensión provocada por los tiempos fingidos y temerosos.
Ni fríos ni oscuros: los primeros impactos en Alemania
Las primeras semanas Alberto vivió en Hamburgo y quedó impactado. Creía que las grandes ciudades del mundo eran como Buenos Aires y se sorprendió al develar una urbe de calles anchas, canales y menor altura. A pesar de las fachadas antiguas, ante su mirada extasiada todo emergió lujoso e inmaculado: "Y la red de subterráneos es mucho más amplia y compleja, a pesar de tener menos habitantes que Buenos Aires".
El argentino tampoco olvidará uno de sus primeros paseos por el centro. Ese día se sentía cansado, creyó que era muy tarde y hacía rato que veía las estrellas. Las agujas apenas marcaban las 16 y comprendió que debía acostumbrase a las pocas horas de luz del invierno. Dispuesto a regresar, atravesó un parque y algo enorme sobrevoló su cabeza: "Fue otro impacto. En Hamburgo hay faisanes. Y de día en las ciudades alemanas se ven ardillas por doquier".
Al poco tiempo, Alberto comenzó su pasantía en la empresa AEG, en la región de Wilhelmshaven, y se hospedó en un pueblito turístico de 4000 habitantes, en el mar del Norte. A pesar de la magnitud de la multinacional, supo que era común que las empresas estuvieran distribuidas por todo el país, y no concentradas en una sola ciudad, al igual que los 83 millones de habitantes que tiene hoy Alemania. Allí se hospedó en una de las tantas casas refaccionadas para recibir huéspedes, normalmente en verano.
"En el pueblo no había prácticamente nada y tampoco se veía mucho, dado que todo estaba cubierto por nieve. Un colega me pasaba a buscar con el auto a las 6 de la mañana y me llevaba de regreso a las 16. Esas tardes se me hacían larguísimas y escribía muchas cartas", recuerda el hombre nacido en Buenos Aires."Si bien mis compañeros me invitaban a cenar o a conocer el lugar, había perdido mi entorno y extrañaba. Pero eran amables, y la señora que me alquilaba el cuarto tenía hijos de mi edad viviendo lejos, ella `me adoptó´ y me ayudó a mejorar el idioma. Por esos días revelé que los alemanes, tal vez, no eran ni fríos ni oscuros".
La odisea del trabajo: ¿Un poco fríos y oscuros?
Pero encontrar su lugar en el mundo en el país germano fue duro. Alberto descubrió el significado de luchar por el derecho de piso. Transcurrían los años noventa y Alemania estaba en recesión. Su empresa declaró la quiebra y tantas otras habían dejado de contratar y hasta hacían despidos.
"Y mi alemán todavía no era fluido, me costaba seguir una conversación compleja, y significaba una desventaja para conseguir trabajo. Pero volver no era una opción. Seguí haciendo pasantías por poco dinero durante ocho meses, hasta que un estudio pequeñito en Bielefeld, cerca de Hannover, me ofreció un empleo".
Al tiempo, Alberto, que tenía un permiso limitado de trabajo, tuvo que regresar a la Argentina a tramitar uno de residencia y trabajo. Sus nuevos empleadores lo instaron a comenzar con sueldo de practicante y le prometieron compensarlo en forma retroactiva cuando accediera a su permiso. "Regularicé mi situación, pero no cumplieron su promesa. Cuando manifesté que me parecía injusto, la esposa del jefe (que cuando este se ausentaba me pedía tareas de limpieza) me dijo: `No se queje, hacemos suficiente dándole trabajo a extranjeros´".
Alberto se desilusionó, tal vez sí eran fríos y oscuros.
Calidad de vida y una paciencia de veinte años
A pesar de sus dificultades particulares, algo era innegable: la buena calidad de vida. Cada rincón de Alemania que le tocaba conocer se caracterizaba por estar limpio y muy cuidado, al punto de que, si había una manchita en una pared, el municipio de inmediato la aseaba. Y, a pesar de sus limitaciones, para un estudiante o un practicante como él, comer y vestirse bien jamás era un tema: "Para los gastos cotidianos siempre alcanza".
Por otro lado, y como diseñador industrial, Alberto quedó fascinado con la tecnología, que la halló muy sólida y con alto sentido estético. "Al principio me llamaba la atención que existieran decenas de diseños diferentes de cafeteras eléctricas (en Argentina en esa época había tres o cuatro), más una cantidad infinita de aparatos que jamás había visto ni sabía para qué existían", recuerda hoy entre risas.
Para cuando se cumplió el año de trabajo en Bielefeld los contratos dejaron de entrar. Alberto ordenaba bibliotecas mientras aguardaba su despido, que no tardó en llegar. Fue entonces que tomó una decisión radical: atravesar aún más el país y llegar hasta el sur, más precisamente a Múnich, la ciudad más cara de Alemania, pero con mejores perspectivas para el diseño industrial.
"Conseguí trabajos esporádicos y a finales de los noventa decidí ser independiente. En Múnich era común que los negocios quebraran por no poder pagar el alquiler y las boletas. Mis clientes luchaban por sobrevivir y trabajé hasta el 2010 para cubrir los gastos mínimos. A fines de esa década y luego de la crisis mundial, comenzaron a aparecer empleos por todos lados. Entré a una agencia de publicidad como programador web, comencé a aprender animación y diseño gráfico. Dos años más tarde quebró esa empresa e ingresé en otra agencia, que a su vez también entró en crisis por falta de contratos. La historia se volvió a repetir una tercera vez, pero cada vez aprendía más y mi currículum crecía. En 2014, a los 48 años, conseguí mi empleo actual como director de arte. Para llegar a esto tuve que tener paciencia durante más de veinte años".
Un descubrimiento increíble y una cosecha copiosa
El cumpleaños número 50 se acercaba y Alberto deseaba dejar de pagar alquiler. "Me conformo con cualquier cucha", les decía a sus amigos. En el banco le anunciaron que, luego de un período de prueba, tenía la posibilidad de pedir un crédito.
"Encontré un monoambiente de 25 m2 a 40 mil euros en las afueras de Stuttgart, un precio que cambiaría mi destino, ya que me dijeron que no me podían dar un crédito inmobiliario menor a 50 mil. Pregunté qué podía hacer en ese caso, me dijeron que pida un crédito personal, con intereses más altos, pero que solucionaría el problema. Así hice y me pude mudar a mi propio departamento".
"Al poco tiempo de mudarme caí en la cuenta de que un crédito personal no se avala con una hipoteca, sino con un empleo fijo y la entrada regular de un sueldo, y que mi monoambiente estaba libre de deuda en la escritura. Con eso fui al próximo banco y presenté ese departamento como aval para una segunda compra. A fin de ese año era dueño de dos departamentos, el alquiler del segundo cubría la cuota mensual del crédito", revela Alberto, quien con este sistema lleva compradas cinco propiedades.
"Cuento esta experiencia para ejemplificar a Alemania en relación a las oportunidades: La combinación de estabilidad financiera, institucional y política hacen que lo que sembrás se convierta en una cosecha copiosa".
Aprendizajes de un país que puede ser duro, pero siempre respetuoso
Para Alberto, volver a la Argentina es hermoso. Suele viajar con su pareja y se le infla el pecho de orgullo al mostrarle su tierra de origen. En aquellos regresos le faltan sus padres, ya fallecidos, pero recorrer el barrio lo hace sentir más cerca de ellos. Sus hermanos suelen decirle "qué bien que hiciste", y eso al él lo entristece, en especial por algunos amigos, que están atravesando serias dificultades. "Amo los reencuentros con mi país natal, pero después de unas semanas, Buenos Aires comienza a volverme loco y extraño Alemania, lugar al que retorno con la dosis justa hasta el próximo viaje".
"Cuando voy a la Argentina me dicen que soy muy tranquilo. Creo que Alemania me cambió el carácter. El alemán puede decir cosas duras o terribles, pero el tono suele ser siempre amable y respetuoso. Me gusta ese estilo y se me fue incorporando con el tiempo. También aprendí a hacer las cosas por derecha, como respetar todas las reglas de tráfico, y a ser puntual, a dar una palabra confiable, a no olvidarme de una deuda".
Alberto Sejas pisó suelo alemán por primera vez a los veintisiete, la misma cantidad de años que lleva vividos allí desde entonces. Hoy, a sus 54 y desde su hogar en la región de Stuttgart, recuerda con orgullo su decisión de vivir una vida libre de las cadenas, aquellas que sentía que no lo dejaban ser ni crecer.
Desde su llegada, recorrió la tierra germana de norte a sur, y en su travesía descubrió una nación con ciertos contrastes, pero gran uniformidad; un suelo alejado de sus fantasías provocadas por Kraftwerk o Hesse, con pocos momentos de oscuridad. En casi tres décadas, su experiencia en Bielefeld fue la excepción que puede surgir en cualquier parte del mundo. En Alemania halló personas cálidas antes que frías, y develó tecnología de vanguardia habitando paredes antiquísimas. Todo, en una sociedad de paisajes estables y homogéneos.
"Este país me enseñó que, entre el capitalismo crudo (empresas explotadoras) y el comunismo (Estado explotador), hay un punto medio fantástico: la social democracia. Si no tenés recursos el Estado te garantiza casa, comida, educación y salud, pero lo mínimo indispensable y hay muchos controles: si recibís ayuda social, tenés que ir a la oficina de trabajo una vez por mes y presentar una lista con teléfonos de los lugares a donde te presentaste para un empleo. Si no aparecés, suspenden el subsidio. No es cómodo recibir ayuda social, ni debería serlo", reflexiona. "El debate de ir a la derecha o a la izquierda acá tiene una clara respuesta: Alemania tiene experiencia con los dos sistemas y a nosotros nos queda claro cuál es el que funciona".
"Acá aprendí a no discriminar. Hay una ley que obliga a las empresas a darles un curso de antidiscriminación a sus empleados. Allí comprendí que hay formas sutiles de hacerlo: un chiste sobre minorías implica discriminación y gracias a la sensibilización de la sociedad a través de estas medidas, es de mal gusto hacer ese tipo de bromas", continúa.
"Aprendí que es posible una sociedad madura, con baja criminalidad, poca corrupción, en donde todo funciona de forma lógica, todo es como debe ser. No hay calles rotas u hospitales sin insumos. Para eso nos cobran impuestos y ese dinero se utiliza para lo que se debe".
"Siento que acá es posible ser amigo de personas que tienen distintos puntos de vista, existe una gran tolerancia y respeto a la diferencia. Lo cierto es que amo vivir en Alemania y agradezco los consejos de mis padres. Varios amigos me ponen como ejemplo para sus hijos y les dicen que aprendan idiomas. ¡Te abre al mundo! Pero, eso sí, la comida de Argentina se extraña y Buenos Aires, como ciudad, es una obra de arte. Anhelamos que la pandemia pase para volver pronto".
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Destinos Inesperados es una sección que invita a explorar diversos rincones del planeta para ampliar nuestra mirada sobre las culturas en el mundo. Propone ahondar en los motivos, sentimientos y las emociones de aquellos que deciden elegir un nuevo camino. Si querés compartir tu experiencia viviendo en tierras lejanas podés escribir a destinos.inesperados2019@gmail.com . Este correo NO brinda información turística, laboral, ni consular; lo recibe la autora de la nota, no los protagonistas. Los testimonios narrados para esta sección son crónicas de vida que reflejan percepciones personales.
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