Víctor Sueiro: el cielo puede esperar
Cuestionado por algunos, querido por otros, el periodista lleva vendidos más de un millón de libros. En esta entrevista habla de El ángel de los niños (su última publicación), afirma que no le teme a su propia muerte y que sólo lo angustia la idea de perder a los seres que más ama
s ve tan frágiles, tan desprevenidos frente a la maldad, que uno se pregunta cómo se las arreglan los niños –que de ellos se trata– para capear los temporales del dolor. Mayúscula injusticia que un crío tenga que sufrir. La infancia debería ser una zona liberada de cualquier padecimiento. Sin embargo, de hecho, no lo es. Víctor Sueiro lo sabe, pero en su nuevo libro, El ángel de los niños, afirma que los chicos cuentan con una fuerza imbatible: "Son claros receptores de lo divino", dice.
Periodista de profesión, no se le escapa en qué tierra está arando. "En un mundo donde lo material todavía reina a pesar de estar cayéndose a pedazos –escribe–, ¿cómo pretender que se comprendan cosas tan espirituales como el poder de los niños, que les viene de mucho más allá de nuestra razón cotidiana?". Así y todo, sale a tratar de demostrar su hipótesis, basándose en entrevistas con adultos y chicos.
"No, para nada", responde sorprendido cuando se le pregunta si en la infancia de su hija Rocío –que ahora tiene 26 años– era consciente del poder que describe en el libro. Dos anécdotas de la infancia de Rocío vuelven a su memoria.
–Cuénteme la primera anécdota.
–A los cinco años, Rocío escribió algo que no entendíamos de dónde podía haberlo sacado: "El amor nunca se acaba". Después encontré esa misma frase en la Carta de San Pablo a los Corintios, donde se define el amor. Pero eso recién fue en la década de los 90, cuando empecé a meterme en estos temas.
Es decir, después del paro cardíaco de 40 segundos que le hizo ver lo que él juzga como una porción del más allá: un túnel cargado de oscuridad, una luz que avanza desde el fondo y una tremenda sensación de paz.
El segundo episodio se sitúa en Pinamar. En marzo de 2001, Sueiro estaba allí sin su familia ni nadie que viniera a interceptar la concentración que exige la escritura. A las cuatro de la tarde, salió a comprar facturas. Al volver, constató la debacle: la casa revuelta como una sopa de letras, la ventana destrozada, el dinero birlado por los ladrones. En el piso, su portafolios destrozado; sobre la cama, un amasijo de papeles y fotos. Entre ellos, apareció una hoja de cuaderno con el dibujo de una carita sonriente y un texto que alguna vez le había dado su hija, a la edad en que aún tenía errores de ortografía: "Sonríe, todo a pasado", leyó Sueiro, azorado.
"Me está mandando esto para que me quede tranquilo", dice que pensó entonces.
"Los niños conocen claves de la vida y de la muerte, pero callan", afirma Sueiro en su último libro.
–¿De ser así, ¿cómo habría de resistir un adulto la tentación de forzar al niño para que devele el misterio?
–Jamás le aconsejaría eso a nadie –responde, terminante–. Creo que a los niños hay que dejarlos en libertad, igual que a los grandes. Yo soy un adulto, y si algo no tolero es que me presionen.
Su enfoque de las cosas es "inevitablemente cristiano, ya que eso soy y, como tal, también guardo gran respeto y amor por las otras religiones serias".
–¿Hay otras religiones que a su juicio carecen de toda seriedad?
–Sí, hay muchísima chantada.
–¿Cómo se pueden distinguir las unas de las otras?
–El primer punto para advertir la chantada es que quien representa la supuesta religión te pida dinero para formar parte de ella. La Iglesia Católica, que es la mía, también pide en la misa; pero el que quiere pone, y el que no, no. Todas las religiones tienen que alimentarse de alguna manera. Pero lo importante es ver en qué gastan la plata. Yo sé en qué lo gasta mi Iglesia: Caritas es el nombre y apellido de aquello en lo que se utiliza el dinero. Hay otras creencias a las que sólo les interesa sacarle plata a la gente. Estamos cansados de verlas por televisión; fueron apareciendo como hongos.
–¿Por qué tienen tantos fieles?
–Porque la gente está desesperada, necesita creer en algo. Y éstos ofrecen todos los milagros del mundo.
–¿Por qué no acude a las religiones tradicionales esa gente ávida de fe?
–No puedo hablar en nombre de todas las religiones tradicionales, pero sí de la mía, que es la que amo y con la que tengo problemas personales a menudo. Cuando empecé a hablar de los milagros, hubo más de un obispo que en vez de darse cuenta de que yo estaba apuntalando la religión, me juzgaba como new age. Tuvieron que pasar catorce libros para que dejaran de desconfiar de mí, que estoy en la misma trinchera que ellos.
Sueiro es un temperamental asumido. Aún recuerda la tarde en que fue a verlo una mujer que había perdido a su hijo de dieciocho años en un accidente de tren. "¿No consultaste con tu párroco?", la interrogó él. Ella dijo que sí y repitió las palabras del sacerdote: "Ah, hija mía, sobre lo que pasa después de la muerte no puedo decirte nada; de eso, no tengo idea". Sueiro montó en cólera.
–Fui a ver al cura y le dije que él deshonraba la sotana –se enoja todavía–: "Usted no puede tratar a un fiel de la manera en que trató a esa señora."
Tras un silencio, Sueiro recupera la calma.
–Con algunos curas me he peleado mucho; a otros los he amado.
A Víctor Sueiro hay quienes lo acusan de ser un integrante más de la new age. Sabido es que en la bolsa de ese anglicismo quedan comprendidas las propuestas más heterogéneas: una suerte de feria espiritual donde se venden recetas mágicas como espejitos de colores. A esas sospechas, Sueiro les sale al cruce declarándose católico y dividiendo la aguas entre su fe y el mercadeo de soluciones mágicas.
–A partir del año 92, rechacé siete propuestas para hacer publicidades que pretendían jugar con la idea de la vida después de la muerte y con el ángel para promocionar cualquier tipo de productos. Es más, en 1993, en el predio de la Rural, se hizo una exposición de esoterismo. De todo había: runas, lectura de la borra del café, tirada de cartas. Me ofrecieron cincuenta mil dólares por dejar que en la entrada se pusiera una foto gigante de mi rostro con la leyenda: "Víctor Sueiro presenta", seguida del nombre de la muestra. No tenía que hacer más que eso. Me negué rotundamente, a pesar de que hubiera ganado más plata con eso que con un libro. Pero, ¿con qué cara podía seguir escribiendo si perdía la credibilidad de ese modo?
A estas alturas, habla de su "muerte clínica" con total naturalidad. Pero cuando su corazón volvió a latir tras el paro creía que lo suyo había sido un desmayo.
–Cuando el médico me explicó lo que había sufrido le pregunté si yo podía haber pensado durante la muerte clínica.
"Yo soy cardiólogo; eso tenés que hablarlo con un neurólogo", le aconsejó el médico.
–Fui a ver al neurocirujano Raúl Matera. Le pregunté si durante el paro podía haber estado pensando. Dijo que no. "¿Podía soñar o delirar o alucinar?, insistí. "No, el cerebro estaba stand by; no podía hacer nada", subrayó. Y enseguida separó los tantos: "Hasta acá le habló el doctor Matera. Ahora le va a hablar su amigo Raúl, que es un hombre de fe: usted tuvo una muerte clínica y por alguna razón se le permitió dar un paso del otro lado y volver para contarlo. Eso es lo que creo, como Raúl. Pero científicamente no tengo nada para avalarlo". Matera me dio el impulso para empezar a investigar el tema. Revisé 800 casos semejantes al mío. Todos coincidíamos en cuatro puntos: lo que llamamos el túnel; la luz, que todos describimos igual: blanca y muy potente, pero que no enceguece; la paz absoluta, incomparable con cualquier paz que uno pueda sentir en esta vida; y finalmente, el no querer volver.
Muchos han querido saber si esa experiencia le sacó a Sueiro el miedo a la muerte y él siempre ha respondido lo mismo: perdió el miedo de morir, pero no de que mueran los seres que ama.
–Si esa paz es tan maravillosa, ¿por qué no lo alegra que los que ama vayan allí?
–Porque soy humano y, en consecuencia, mi amor es egoísta: todos queremos tener a nuestro lado a la persona que amamos; todos deseamos verla y tocarla. El dolor que nos produce la muerte es inevitable. En estos catorce años, ha muerto gente a la que amaba y yo sufrí, pero lo manejé mejor que antes del año 90. Hasta entonces, aún me daba vueltas en el alma la muerte de mi abuelo, que ocurrió cuando yo tenía 14 años. Ahora, cuando muere un ser querido, el dolor es enorme, pero su intensidad disminuye en menos tiempo. Cuando tomás conciencia de que esa persona partió y está esperándote en un lugar al que tarde o temprano vas a llegar, lo ves de otra manera. De todos modos, el impacto inicial siempre es muy duro.
Mirado con los ojos de los que no vimos los destellos de luz ni experimentamos esa paz absoluta, suena reconfortante que Sueiro no desee morir para regresar a ese lugar paradisíaco. Desde el modesto reino de este mundo, es plausible que el episodio no le haya arrebatado el gusto por la vida.
–No, al contrario –afirma–. Es paradójico, pero la misma experiencia que te quita el miedo a tu propia muerte, te hace vivir con mayor intensidad. Eso sí: no te libera del miedo al paso del tiempo, que hace que uno decaiga, que vaya perdiendo el pelo, la vista, el oído...
–Así y todo, yo querría vivir hasta los ciento veinte...
–Me hacés acordar de un diálogo que escribí en uno de mis libros. "¿Quién puede querer vivir hasta los cien años?, le pregunto al ángel. Y él me contesta: "El que tiene 99".
¿Sabés qué pasa? Uno siempre quiere seguir viviendo, porque la vida es el más grande y el más lindo de todos los regalos de Dios.
Por Adriana Schettini
Para saber más:
www.tematika.com/detalle/
Su vida
- Víctor Sueiro nació en 1943. Está casado con Rosita Sueiro y tiene una hija, Rocío, de 26 años.
- Su carrera periodística comenzó a los 17 años en el diario El Mundo. En la década del 60 se destacó por sus entrevistas para la revista Gente.
- Trabajó en radio y en televisión. Escribió adaptaciones para teatro, libros cinematográficos, historietas y guiones de audiovisuales.
- Lleva publicados 14 libros. Y más de un millón de ejemplares vendidos.
- En 2003 recibió el premio Educar Juntos, otorgado por el Arzobispado de Buenos Aires.