En 1942, un hidroavión de la Armada Imperial Japonesa arrojó dos bombas cerca de un pueblo del estado de Oregon; el piloto de esa misión regresó años después al lugar, pero en son de paz
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El miércoles 9 de septiembre de 1942 amaneció nublado sobre los bosques linderos a Brookings, un pequeño pueblo estadounidense ubicado en Oregon. Bien temprano esa mañana, desde el Océano Pacífico que baña las costas de ese estado, apareció un pequeño hidroavión de la Armada Imperial Japonesa que sobrevoló el territorio enemigo y arrojó dos bombas incendiarias sobre él. Luego, la aeronave dio la media vuelta para perderse nuevamente sobre el mar.
Aquella temeraria misión, enmarcada en la Segunda Guerra Mundial, quedó grabada en los libros de Historia como el único bombardeo desde un avión sobre territorio continental de los Estados Unidos. Nunca más se repitió. Ese día quedó marcado para siempre en los habitantes de Brookings, que descubrieron que podían ser alcanzados por el enemigo, pero también en la memoria de Nobuo Fujita, el piloto del hidroavión que algunos años más tarde regresó al lugar que había bombardeado para llevar un mensaje de paz.
Un avión y un submarino muy particulares
Cuando se cuentan los detalles de este primero y último bombardeo sobre territorio continental norteamericano (los japoneses ya habían realizado un ataque aéreo contra Perl Harbour, en Hawaii), la primera pregunta que surge es: ¿cómo logró un pequeño hidroavión biplaza japonés de poco alcance como era el Yokosuka E14Y, conocido por los estadounidenses como Glen, llegar hasta la costa oeste de los Estados Unidos, distante unos 8500 kilómetros de Tokio?
La respuesta a este interrogante es bastante sencilla. El avión viajó desmontado en el hangar de un submarino, el I-25, también perteneciente a la Armada Imperial Japonesa. Este singular portaviones sumergible, que tenía 109 metros de eslora y 9,3 de manga, estaba diseñado para transportar y catapultar en su despegue a este tipo de aviones.
Era, sin dudas, una verdadera maravilla de la ingeniería naval nipona, que fue desarrollada para poder organizar ataques sorpresa en lugares alejados de las regiones dominadas por los japoneses.
Nobuo Fujita, experimentado piloto, fue quien propuso a sus superiores realizar este ataque sobre Oregon. Las autoridades japonesas aceptaron rápidamente.
Fujita había comenzado su carrera aeronáutica en 1933. Si bien no pudo participar del ataque sobre Pearl Harbor, en diciembre de 1941, por un desperfecto en su máquina, había cumplido varias misiones de reconocimiento sobre ciudades de Australia, Nueva Zelanda y también sobre la región norteamericana de Alaska.
Para llevar a cabo el singular ataque sobre territorio norteamericano, fue necesario adaptar el hidroavión, que originalmente es de reconocimiento, para que operara como un bombardero ligero. Se le anexaron dos bombas incendiarias. La idea era clara: no se trataba de atacar guarniciones del ejército o alguna fábrica de armamentos, los proyectiles debían caer sobre el bosque aledaño a Brookings para provocar un incendio forestal de enormes proporciones.
Oregon, ¿en llamas?
El bombardeo tenía doble objetivo. Por un lado, haría sentir a los estadounidenses que no estaban a salvo ni en su propio territorio. Por el otro, los obligaría a distraer recursos y hombres en el combate contra el fuego. Hombres y recursos que no se destinarían al frente de batalla.
Así, bien temprano en la mañana del 9 de septiembre, el hidroavión de Fujita salió del hangar, fue ensamblado con gran cuidado y llevado a la cubierta en la proa del submarino donde se enganchó al dispositivo de catapulta que lo eyectaría hacia su destino. Detrás del piloto, se subió el hombre que haría de observador, el contramaestre Shoji Okuda. Antes de la salida del sol, a las 5.53, el piloto señaló que estaba todo listo y la nave emprendió su misión.
Unos 40 minutos más tarde, Fujita divisó Brookings y poco después, a unos 150 metros de altura sobre el bosque de la región, a 16 kilómetros al este del pueblo, dejó caer ambas bombas. Una vez que tanto él como Okuda comprobaron que los dispositivos de los proyectiles habían detonado, el Glen pegó la vuelta y encaró nuevamente hacia el océano. Un rato más tarde, acuatizaba cerca del submarino I-25, y la aeronave regresaba al hangar. En ese momento, ambos tripulantes del hidroavión estaban convencidos de que el ataque había sido un éxito.
Lo primero que hizo Meiji Tagami, el capitán del submarino, cuando puso a salvo su embarcación fue enviar una comunicación a casa. Lo que llegó a Japón entonces fue un mensaje de éxito recibido con gran entusiasmo por una sociedad necesitada de buenas noticias. A tal punto fue así, que las primeras planas de los periódicos nipones notificaron del hecho y pusieron a Fujita a la altura de un héroe nacional.
Pero, sin desmerecer la osadía del piloto japonés, la verdad era otra.
El fracaso del bombardeo
Desde el lado estadounidense, la arriesgada misión de Fujita fue vista con sorpresa pero sin demasiada alarma. En realidad, el E14Y de la Armada Real Japonesa había sido divisado desde la tierra, pero su vuelo no fue repelido porque en ese lugar no había defensas antiaéreas. Y lo que debía haber sido un infernal incendio que acabara con el bosque de pinos fue apenas un pequeño resplandor ígneo con mucho humo que fue apagado rápidamente por los bomberos de la localidad.
Lo que ocurrió fue que sobre el bosque había llovido los dos días anteriores a la caída de las bombas, y toda la zona se encontraba húmeda. En esas condiciones, y gracias a la alerta temprana de un guardabosques, el fuego no llegó a expandirse. Lo que sí quedó en el lugar fue un cráter de algunos metros de diámetro donde se encontraron trozos metálicos.
La noticia que había ocupado las primeras planas de los periódicos japoneses apenas fue registrado por los medios nacionales de los Estados Unidos. El fiasco del bombardeo fue tal que, cuando en el país del lejano oriente se conoció la verdad de los hechos, los planes de atacar con incursiones de aviones el país enemigo se suspendieron para siempre.
La invitación a Fujita
Más allá de la indiferencia con la que se tomaron los estadounidenses en general este hecho, la historia quedó registrada en la memoria de Brookings y tuvo repercusiones varios años después. En 1962 los vecinos del pueblo decidieron invitar a Nobuo Fujita a la localidad. Se llevaría a cabo una celebración local y el llamado al piloto era una muestra de las buenas relaciones que existían entre ambas naciones varios años después de la guerra.
Shoji Okuda, que también participó de la misión aérea sobre Brookings, había fallecido en la Segunda Guerra en un ataque kamikaze. Fujita, en tanto, luego de la guerra había instalado una fábrica de cables de cobre en la prefectura de Ibaraki. Era un hombre de paz. Aceptó la invitación de los estadounidenses, pero dudaba de cuál sería el resultado de la visita. Pensaba que podía ser insultado o agredido por los habitantes del lugar que él había bombardeado.
El doctor en historia de Japón, el español Jonathan López-Vera, que reconstruyó este episodio para la página Historia japonesa, cuenta que la desconfianza y la angustia de Fujita antes de su viaje a América era tal que había pensado incluso que, si sentía la hostilidad de la gente local, cometería seppuku -suicidio ritual- para demostrar que se responsabilizaba por sus actos. Pero, afortunadamente para él, todo fue cordialidad en su visita.
La katana y la sequoya como símbolos de paz
El piloto fue tratado con toda la hospitalidad que merece un invitado de honor, casi como una celebridad. Por su parte, para mostrar su espíritu de unión con sus antiguos enemigos, Fujita donó al ayuntamiento una katana que había estado en su familia durante unos 400 años. Esta espada samurai, paradójicamente, era la que el exaviador hubiera utilizado para quitarse la vida si lo vituperaban.
Además, el visitante japonés donó 1000 dólares a la biblioteca de Brookings para que comprasen libros sobre la cultura de su país, como otra manera de estrechar vínculos.
La buena relación que se creó entre el pueblo de Oregon y el expiloto se expresó luego en otras visitas de Fujita. En una de ellas, el exatacante plantó una secuoya en el cráter que habían dejado las bombas que él mismo había tirado sobre el bosque de pinos. En 1997, cuando un cáncer de pulmón complicaba seriamente la salud de Fujita, Brookings lo nombró ciudadano honorario.
El expiloto de la Armada Imperial Japonesa falleció en un hospital de la ciudad de Tsuchiura en su país en 1998, a la edad de 85 años. Su hija viajó entonces a Brookings para cumplir con una de las últimas voluntades de su padre: que parte de sus cenizas fueran esparcidas alrededor de la secuoya plantada por él en el bosque de la localidad. Además, su katana puede verse hoy en un lugar preferencial de la biblioteca del pueblo. Así, como una lección de esta historia, un instrumento de muerte se convirtió en una valiosa prenda de paz.
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