Las vagonetas pararon para siempre. Ya no se explota oro en el Famatina, pero un nuevo circuito de trekking propone trepar hasta los 4550 y llegar la cumbre La Viuda. Se trata de una expedición de alta montaña de dificultad moderada que se realiza entre noviembre y marzo. Con camionetas se llega desde Chilecito a lo que queda de un refugio minero, donde se pernocta, ya que la caminata a esas alturas se soporta mejor con un mínimo de aclimatación y acostumbramiento a la merma de oxígeno.
Mientras trepo con esfuerzo a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, siento unas agujitas que presionan mis sienes y me provocan un profundo dolor de cabeza. La cumbre que buscamos coronar se ve a lo lejos: es un cerro rocoso y alto que llamaron La Viuda, tal vez por ser tan negro. De hecho, la placa en su cumbre dice "Viuda Negro".
Pero aquí arriba, y quinta en la fila india, mi mente se distrae. No puedo dejar de pensar en los cientos de trabajadores del cablecarril de la mina La Mejicana que hace un siglo subían a estas alturas sólo ayudados por mulas cargando materiales, y que construyeron esta colosal obra entre Chilecito y la mina de oro en solo 18 meses. Muchas veces hacían de transporte humano llevando entre varios las estructuras que formarían el engranaje de las nueve estaciones que conformaron las distintas etapas del cablecarril.
Como nosotros, andarían también por los filos de la montaña. Nosotros cargamos nuestras mochilas con más abrigo, agua y algún fruto seco que nos de energía, más una piedrita llena de deseos que tomamos de la montaña al inicio de la caminata y que queremos depositar en la apacheta de la cumbre para agradecer y pedir a la Madre Tierra. Además de ropa adecuada de montañismo, calzamos buenos zapatos de trekking. Mis fotos me muestran sonriente. Las fotos de época muestran, en cambio, a los trabajadores que construyeron La Mejicana, y los que trabajaron luego en ella en la extracción del oro y otros minerales, con ropa pesada, sombreros, abrigos poco prácticos con botones, y zapatos que nada tienen que ver con los que usamos ahora.
Aunque cueste creerlo, a esta alturas un capataz de saco y corbata controlaba el trabajo de los obreros y daba órdenes. Nosotros venimos a pasarla bien. "No se olviden que la cumbre de cada uno está abajo, aquí venimos a disfrutar", nos indica a modo de orden Mario Andrada antes de encarar el trekking de altura. Además del fotógrafo y yo, forman parte del grupo dos mujeres chileciteñas entusiasmadas con esto de explorar a pie las montañas que rodean su ciudad, Héctor, enfermero, el joven guía y chef Agustín, que de cena nos preparó un excelente pollo al disco, y Fede de 25 años, que se forma para ser guía y que como necesita que su vida esté cargada de adrenalina corre todo tipo de carreras y triatlones extremos.
Mario tiene mucha experiencia en la montaña; su sola presencia nos calma a todos. Según lo amerite cada situación, puede ser un hombre de muchas o pocas palabras. Los guías están atentos a nuestro estado. Caminamos con paso corto sobre piedra suelta que invita a derrapar. En los bancos de niebla nos quedamos juntos, la idea es ver al de adelante y al que va atrás. Cada tanto nos detenemos a descansar y a renovar el aire. "Respirás tres veces corto sin largar el aire, y una vez profundo que mantenés hasta que te apriete el pecho… al final exhalás laaargo", enseñan.
Alto en el cielo
La noche anterior la hicimos a 3800 metros en un refugio minero abandonado llamado Cueva de Pérez, ubicado entre las estaciones 8 y 9 del cablecarril. Está bastante maltrecho: habitaciones sin puerta y techos destrozados, pero con un hogar donde el fuego lo tiñe todo de cálido. Entre esas cuatro paredes la sensación es de camaradería. Afuera, la oscuridad es total.
Adentro, se charla de desafíos, de experiencias y expectativas personales. También acerca de la historia de la mina. Como los ingleses a cargo de la explotación de La Mejicana necesitaban que se sorteara un desnivel de un poco más de 3000 metros entre la base y la estación 9, a 4600 metros de altura, la empresa alemana a cargo de la ejecución de la obra propuso un sistema de traslado aéreo del mineral por medio de un cablecarril y vagonetas a lo largo de 35 km que construyeron y armaron por completo en Alemania, y luego trajeron a la Argentina desensamblado. Las torres fueron 265 y medían entre uno y cien metros de altura según la superficie donde se instalaran. Fueron varios los canastos de metal instalados para transportar el oro y nueve las estaciones junto a los socavones: en varias de ellas se descargaba el mineral y se pesaba sucesivamente para asegurarse de que los piratas de la senda no lo vandalizaran. Una vez en Chilecito, se lo subía al tren camino a Rosario y de ahí directo a Inglaterra. Todo eso ocurrió entre 1903 y 1926.
Parte de la estructura de la obra de ingeniería hoy permanece en pie. Lo que no se robó, cien años más tarde sigue allí. Hay tensores, el circuito completo de torres, restos de piletones para el agua de las calderas, carritos y canastos o vagonetas de metal que el viento feroz se encargó de dispersar por toda la montaña, y socavones con túneles de cuyo interior sale olor a azufre. Lo que quedó está dotado de una belleza extraña.
"En la altura hay una regla, que es la de las tres B: bajar, bajar y bajar", asegura Héctor para cuando, luego de lograr la cumbre, tras algo más de dos horas y de festejar, la puna comienza a pegar. Quedo aletargada por la caminata, pero ya a 2500 metros sobre el nivel del mar, estoy nueva otra vez. El Río Amarillo, cuyas aguas son de ese color, cavó en ese sector un desnivel de 60 metros formando el impactante Cañadón del Ocre.
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