A partir de la pandemia, el número de personas que sufren algún trastorno de la alimentación creció notablemente
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“Todo empezó en el confinamiento”. Esta es la frase que con más frecuencia se escuchó durante estos dos últimos años en las primeras entrevistas de las jóvenes que solicitaron ayuda para tratar su trastorno alimentario. El covid-19 tuvo un fuerte impacto en la salud mental de la población.
El distanciamiento social, el aislamiento, la cuarentena, los problemas económicos y la incertidumbre general se encuentran entre las principales variables que contribuyeron a un aumento generalizado de la tristeza, el miedo, la frustración, la sensación de impotencia, soledad y la ansiedad.
Estos factores generaron un caldo de cultivo ideal para el desarrollo de los trastornos de la conducta alimentaria (TCA). Su incidencia aumentó notablemente en 2020 y, además, la sintomatología se agravó en quienes ya padecían el trastorno.
También el número de consultas en las unidades y centros especializados en el tratamiento de los TCA se incrementó notablemente. La detección temprana resulta fundamental, y, por ello, es importante que las madres y padres sepan cómo identificar si su hija o hijo está sufriendo este problema de salud mental.
¿Cuáles son las señales de alarma?
El inicio de un trastorno alimentario suele ser insidioso. En muchas ocasiones, cuando la familia y el entorno lo identifican ya se encuentran ante un problema instaurado. En todo caso, hay una serie de señales que alertan de la presencia de un TCA.
A nivel físico, el síntoma más evidente es sin duda la pérdida de peso de origen desconocido. La familia percibe que su hija o hijo está cada vez más delgado sin que exista una enfermedad que pueda explicarlo. Cuando la pérdida de peso es importante, el cuerpo está en un estado de desnutrición que puede ocasionar alteraciones como pérdida de cabello, sensación de frío constante o irregularidades en la menstruación.
No obstante, no debemos olvidar que no en todos los TCA se produce una pérdida de peso significativa. Es posible que el peso del paciente no varíe, o incluso aumente. Lo que sí está presente en los pacientes es el miedo y el rechazo al sobrepeso.
A nivel conductual, la familia puede identificar ciertos comportamientos anómalos, como un creciente interés por temas gastronómicos, por aprender recetas para los demás que la persona afectada nunca consume. También es habitual mostrar mucho interés por llevar una alimentación extremadamente saludable y rechazar determinados alimentos que antes sí le gustaban.
Es posible que esconda alimentos que posteriormente consume, o que se levante de la mesa y se encierre en el baño después de cada comida y le oigamos vomitar. Asimismo, aparece un interés elevado por el seguimiento en redes sociales de cuentas relacionadas con la realización de dietas, alimentación sana y control del peso.
Después de las comidas, los afectados se pueden sentir muy culpables por los alimentos consumidos y muestran impulso por hacer actividad física para compensarlo. A nivel emocional, la persona que sufre un trastorno alimentario se muestra triste, irritable y con muy baja autoestima. Las familias perciben cambios de humor frecuentes y la sensación de que la persona afectada siempre está enfadada.
Los afectados también presentan una imagen distorsionada de sus cuerpos, de modo que lo perciben con un tamaño mayor del que realmente tienen, junto con un intenso malestar emocional por este motivo. Esta percepción distorsionada se puede focalizar en determinadas zonas como el abdomen, la barriga o las piernas.
La insatisfacción corporal lleva a los afectados a esforzarse al máximo por intentar llegar a los estándares que se marcaron, tanto en los estudios como con su cuerpo o en sus relaciones personales. Por este motivo, aumentan las horas que dedican al estudio, intentado obtener siempre los mejores resultados.
¿Qué deben hacer los padres?
De partida, es normal que los padres se sientan abrumados y con incertidumbre acerca de qué pueden hacer. A veces, para evitar tener más discusiones, optan por pensar que si no hacen nada el problema poco a poco desaparecerá. Pero es un error. Los estudios nos dicen que optar por la estrategia del avestruz puede complicar todavía más las cosas.
Entonces, ¿cómo abordar el problema cuando se detecta en el hogar? Los progenitores deben fomentar el diálogo, mostrar interés por la persona afectada y por lo que le pueda estar pasando, fomentando un clima de confianza. También conviene saber que el momento de la comida no es el idóneo para iniciar la conversación.
En esa situación suele haber tensiones y enfados. Es mejor aplazar la conversación a un momento en el que los miembros de la familia puedan conversar sin esas tensiones. Cuando la oportunidad de hablar llega, es importante no andarse por las ramas. Los padres deben estar preparados para escuchar de manera activa y poner toda su atención en lo que sus hijos expresan sin entrar a debatir con ellos, por muy irracional que parezca lo que sale de sus labios.
Sin embargo, sí que pueden proponerles la necesidad de que reciban tratamiento especializado ofreciéndoles los diferentes recursos disponibles. En ese caso, el primer paso será acudir al médico de atención primaria para que derive al paciente a la unidad de salud mental. También hay recursos públicos en los que apoyarse y que ofrecen una información mucho más amplia.
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