Todo se lo paga ella
Ya es una experta en remontar momentos difíciles. Ahora le toca disfrutar de los buenos tiempos, con trabajo, popularidad y premios. Sabe que todo cambia, todo pasa, pero tiene su orgullo: hizo su carrera dependiendo sólo de sus propios méritos
Alguien debe haber dejado abierta la puerta de un lugar vertiginoso.
En el hall de entrada del edificio de América una multitud empuja para entrar. Una mujer aprieta a su bebe contra el pecho inflamado que asoma de su camisa y pregunta a gritos dónde queda el baño. Un hombre de charreteras prepotentes le pregunta a un morocho de pelo en punta si va a participar del programa. "Si no, retiresé", ruge. En la vereda, una turba adolescente se afila las gargantas con un chillido que, parece, es señal de entusiasmo universal. Bienvenidos al famoso ritmo de la televisión. Un sitio donde siempre hay alguien dispuesto a pedirle que se corra, o a informarle que usted está en el lugar equivocado, en el momento incorrecto.
-Carmen tiene una reunión. ¿Ella sabía que venías? -pregunta una recepcionista.
Carmen es Carmen Barbieri. Y de pronto uno se entera que no. Que Carmen no sabe nada. Nadie le ha avisado de esta nota. Son las cinco de la tarde y su programa, Movete, está terminando. Y la dama que no sabe nada, avanza, nariz al cielo, saquito fucsia, para amablemente decir: -Ay, no sabía, pero esperame en el camarín 102 que suspendo todo y ya voy.
El camarín está en un primer piso. En el ascensor, una troupe de productores amasados con histeria y adrenalina hacen que Susana Rocasalbo -probablemente claustrofóbica- se baje de la caja de metal a punto de colapsar entre tanta carcajada destinada a que todos sepamos que los productores son unas personas, sí, enérgicas. Anamá Ferreyra pasea su acento brasileño dentro de pulóver turquesa con perlas haciendo juego. Franco Bagnato, silencioso, se encierra con llave en su camarín. Todos trotan. Carmen baja del ascensor seguida por tres o cuatro personas. -Ay, pobre, anda como loca.
Desliza un amigo incondicional, que la ayuda con los trámites que Carmen ya no tiene tiempo de hacer porque empieza a dejar de ser una chica-casi-olvidada para ser otra- estrella-de-la-televisión. -¿Hola, mamá? -le pregunta Carmen al teléfono celular-. ¿Cómo salió el programa? ¿Viste Tinelli? Sí, amoroso. No, te llamo cuando llego a casa, pero no sé a qué hora.
Veamos algunas fotos en la engañosa intimidad del camarín. Carmen ha marcado su territorio con instantáneas propias y ajenas: los hermanos Marx (sobre todo, Groucho), la Marylin, Alfredo Barbieri -su padre-, Charles Chaplin, y una gran sección que podríamos llamar Carmen con...: Carmen con su esposo, Santiago Bal; con su hijo, Federico; con Rubén Rada; con Sandro. La puerta indiscreta de un placard revela una cantidad absurda de zapatos de tacos altísimos.
-Mejor, esperame con mi amigo en el barcito de la esquina.
Desde que empezó a conducir Movete por América, en un proclamado reemplazo de Georgina Barbarossa, su vida tiene la velocidad de un taxi lunar. Pero valió la pena. Logró que lo que iba a ser un empleo de algunas semanas se transformara en un contrato hasta el 2000. Sin contar, claro, que con sólo dos meses en el aire y sin haber conducido nunca antes un programa, se alzó con un Martín Fierro a la mejor conducción femenina. Esta debería ser, entonces, una película titulada Nace una estrella. Pero no. Parece que Carmen cocina todas las noches, hace las compras, se ocupa de los deberes de su hijo, Federico de 9 años, y es el único sostén económico de una familia -que, además de Santiago Bal y el nene, conforman una suegra y su propia madre-, porque Santiago estuvo enfermo grave y no trabaja desde hace demasiado tiempo, aunque ahora está bien. -Al nene ella lo ve poquito -se compadece el amigo, ya en el bar de la esquina-. Ahora que el programa vuelve a la mañana va a tener más tiempo para él.
-¿Ella prefiere levantarse temprano?
-No. Ella lo que prefiere es trabajar.
Casi una hora más tarde llega esta mujer. Parece más preocupada por saber si su hijo hizo los deberes o si hay comida en la heladera, que por cualquier prolegómeno televisivo. -Ahora estoy más tranquila. Antes no paraba. He dormido muy poco en lo que va de mi vida. Tengo 44 años y empecé a trabajar a los 4 en el canal Saeta de Uruguay, que fue el único lugar donde mi papá consiguió trabajo, porque fue peronista toda la vida, pero no se quiso poner el luto cuando murió Evita y quedó en una lista.
Después de un comienzo tan temprano, su carrera fue de todo menos vertiginosa. La criaron bajo estricta vigilancia, quizá porque sus padres hubieran preferido una abogada o una arquitecta, no un metro ochenta de mujer platinada arrastrando una saga de ensueños masculinos tras sus caderas borrascosas. Por eso, para lijarle la espuma alborotada, la hicieron estudiar danzas clásicas, guitarra con Oscar Alemán, y catorce años de inglés. Ella, obediente, devino además maestra de catecismo.
-A los 20 años, me ofrecieron hacer Hair, el papel que iba a hacer Valeria Lynch, y mi papá no quiso. No le gustaban los hippies. Yo iba a la plaza Francia a juntarme con los hippies, que estaban todos fumados, en la onda del "Paaaz, hermano". Yo, la verdad, me hacía la que estaba en la misma onda, pero me controlaban muy de cerca. Jamás pude fumar, ni nada que se le parezca. Empecé a trabajar con mi papá, pero me retaba a cada rato. Fui a hablar con el dueño del Maipo y me tomaron como bailarina del coro. Chica del montón. Todavía soy chica del montón. Voy a tomar mate con los bailarines, nunca me puse en estrella. Mis productores dicen que tengo que cambiar, que ya no puedo ir a comer a Pepito, porque no es lo mismo. No sé. Yo todavía me siento una chica del montón.
La Anunziatta. Se llamaba La Anunziatta el colegio de monjas donde atravesó todo el primario y parte del secundario, hasta que pudrió el aire con dos bombitas de olor y encerró a tres divisiones de chicas al borde de la asfixia. Las monjas decidieron que era suficiente. La expulsaron. Pero ella se había llevado de las monjas todo lo que podían darle.
-A los 13 me interné un año, haciendo un retiro espiritual en un convento de monjas alemanas de clausura. Había penitencias en las que tenías que ponerte de rodillas arriba del arroz. Todavía tengo marcas. Después volví a la realidad. Por suerte me agarró en esa época, porque a algunas les agarra a mi edad y se ponen chapita. Místicas chapita.
Esta mujer que salta cada día por los rincones de un estudio de tevé, presentando moda, horóscopos y los corn flakes más crocantes del mercado, fue capaz de cometer un pecado de proporciones alucinantes. Sin haber tomado la primera comunión, decidió comulgar por su cuenta y cargo, sin terminar de prepararse en el recitado perfecto de los diez mandamientos, ni en el recordatorio de pecados veniales y capitales. Un día, en una misa cualquiera, hizo la fila, llegó ante el cura y abrió la boca. Dice ahora con los ojos tapados de agua clara: -Lo cuento y me emociono, porque ese cura me podría haber mandado en cana y no. Me miró, porque me conocía, como diciendo: "¿Qué hacés acá?", pero me dio la hostia.
Vive en un departamento de tres ambientes a punto del colapso con tanto trapo que se suma cada día. El canje televisivo es generoso, y hay que aprovechar mientras existe. Suena el teléfono. Santiago Bal, al otro lado, pregunta cómo le fue. Bien, dice ella, después te cuento. Y aprieta el acelerador de esta charla en hemorragia.
-A mi marido me lo levanté cuando hacíamos Mesa de Noticias en el teatro. Le pasaba papelitos que decían "Me gustás". El no quería saber nada, por la diferencia de edad y porque estaba casado. Yo era una veleta, me gustaban todos. El pensaba: "No puedo arriesgar un matrimonio por esta mujer". Nadie daba un peso por nuestra pareja. Yo estaba muy enamorada, pero no pensé que íbamos a durar 13 años. La diferencia de edad no me preocupaba, a pesar de que había tenido tipos que me llevaban cinco años, pero nunca veinte como él.
Fue tapa de revistas, hizo desnudos en teatro, mostró histrionismo y caderas encabezando carteles teatrales y televisivos. Reina de la lentejuela, sonrió desde las fotos, un triángulo de tela aquí, otro allá, ofreciendo carne tersa para la imaginación. Y de pronto, llegó la mala parte de la vida.
-Empezó la malaria. Pero me humanizó mucho pasar por todo eso. En vez de sacar la teta para ser famosa, la guardé por gorda, y me hice más popular.
El año último formó parte del elenco de Cebollitas, en Telefé. Cuando el programa terminó, Carmen conoció las hieles del desempleo, una vez más. Ahora, con su marido enfermo y un hijo de ocho años.
-Desde hace años que estaba seis meses sin trabajar, trabajaba tres, pagaba las deudas y de vuelta, un año sin trabajar. Las primeras veces me asusté, porque antes me iba muy bien sola, cuando no estaba con Santiago, pero ojo, no le voy a echar la culpa a él de que no trabajaba. Tenía 27 años, era la etapa de la revista, trabajaba sin parar, pero después me encasillaron en pareja artística con Santiago y no me llamaron más a mi sola. Tuve a mi hijo, me quise quedar cuidándolo. Perdí todo, auto, departamento, alhajas, vendí toda la ropa de teatro. Sé lo que es no poder pagar las expensas, meterse en el banco con deudas, no para comprarte un pasaje, sino para pagar las expensas, para pagar una operación de Santiago. Tener que pedirle a un amigo y que te diga "No, no estamos prestando, si se entera mi mujer se va a enojar". La cosa material no es importante. Es importante tener trabajo para poder vivir tranquilo, pero yo me aferraba a mi pulsera de catorce brillantes que vendí y nunca más volví a tener. Ahora tengo este anillo que era de mi abuelo y poco más.
El abuelo, Guillermo Desiderio Barbieri, era guitarrista de Gardel. Murió en el accidente de Medellín. Su padre, Alfredo Barbieri, también murió en tierras lejanas: en el cuarto de un hotel de Puerto Rico, en 1985, el día en que su hija en Buenos Aires tenía que grabar diez horas de televisión, hacer dos funciones de teatro, y dos shows después de medianoche. El día en que ella no suspendió nada y esperó a la madrugada para llorar la muerte del padre lejano.
-Pasé momentos feos, feos. La vida no es la tapa de una revista. No me creo la del Martín Fierro porque en cuanto me la crea paso a ser otra idiota más en el medio, de esas que se la creen tanto que quedan chapita, y ya no distinguen lo bueno de lo malo ni la realidad de la ficción. Hay muchas chapitas acá que se creen estrellas y te dicen: "Ay, no, andá a hablar con mi secretaria".
-O sea que sabés que este momento puede pasar.
-No.
Dice y respira y levanta la uña larguísima cuyo mantenimiento debe llevarle un buen rato. -No. Soy Consciente de que va a pasar. Porque todo pasa. Hay sufrimientos muy hondos que también pasan. Mientras dure lo voy a disfrutar, pero tranquila. Porque ya sé lo que es pasarla mal. Nunca nadie me pagó un tapado de piel, nunca fui un gato, nunca un señor casado vino y me dijo: "Tomá, un departamento, un auto, un tapado de piel, un brillante". No. Todo garpa ella -y se señala el pecho con la uña, chasquiditos sabrosos contra una medalla-. Mesas enteras garpa ella. Ahora me voy a Bariloche. En el canal se enojaron porque cuando me quisieron invitar, yo ya tenía todo pago. No le quiero deber nada a nadie. Soy independiente. Cuando no tengo un mango, no salgo de mi casa, porque me incomoda que me tengas que pagar un café. Me quedo en mi casa. Y he estado mucho tiempo en mi casa.
Ya no se empecina sobre tacos agujas a desvelar el sueño de los calvos de primera fila. Ahora las señoras aman a esta mujer platinada y tierna que a ritmo de ciclón les cuenta cómo se hace el budín de arroz y qué les deparan los astros para mañana. -Lo más gracioso es que casi no consigo este trabajo en Movete. En el canal no me querían. Por gorda. Decían: "Es muy gorda, es talle 48, queremos un talle 42". Todo el tiempo me rechazan por gorda. Me pasó hace una semana. "Qué lástima, le dije a una chica de una editorial, ¿por qué no me pusiste en la tapa de la revista cuando fue la entrega de los Martín Fierro? Estaba tan lindo el vestido." Me dijo: "Adelgazá diez kilos y te pongo en la tapa". Su vida empezó flaca. Era raquítica, asegura. Pero le dieron una vacuna que la sacó de cauce y la ensanchó para siempre. -De adolescente era muy gorda. Nadie me sacaba a bailar. Todas bailaban y a la gorda no la sacaban nunca. Una vez un grupo de chicos mandó a uno para que sacara a bailar a la gorda, o sea, yo. Me dijo "¿Bailás?". Dije "¡Siií!", contenta. "Hacés bien", me dijo el muchacho. Se dio media vuelta y se fue. Espero terminar flaca en mi vejez, que es mejor porque entrás en los cajones, esas cosas.
Aprovechó la fiesta de entrega de los Martín Fierro -le arrebató de las manos el premio a Moria Casán y Susana Giménez, con quienes estaba ternada- para reírse del firmamento de estrellas de cartón. El vestido que usó le roía la cintura en un talle inventado a fuerza de faja y corset; le levantaba los pechos como dos globos ofendidos. Era una Cruella DeVil simpática y burlona. Un hada fellinesca con una chispa de burla en cada colmillo. Subió al escenario y dijo: "Se equivocaron. No se les puede ganar a Moria y Susana". Al otro día, las revistas y diarios criticaban su pésimo gusto para vestirse. -Me lo puse a propósito para que dijeran "Mirá cómo se vino". Yo respeto a Aptra, pero es nada más que un premio. Ni siquiera pensaba ganármelo, porque como Moria le dijo a todo el mundo "Me lo gano yo" me convenció de que se lo ganaba. Esa noche me fui a casa temprano, porque mi nene se moría de sueño. Todavía no salí a festejar.
Tiene que irse. A cocinar. A organizar otro día lanzado hacia la noche como un bólido.
-Cuando le digo a Santiago que me gustaría ir al Carnaval de Río y caerme muerta después de bailar tres días, él me dice: "Carmen, Carmen, morir en Río... ¿por qué no vivir en Río?" Un grupo de mujeres golpea el vidrio. Saluda como una madre, tira besitos, estira las manos terminadas en esas uñas que dan trabajo.
-¿Conocer Río? No, no conozco. ¿No te digo? El día que lo conozca, me voy a morir.