Daniela Ramsfelder no se rindió en la búsqueda de un destino auténtico donde dejar de temer a la soledad y el desamparo, siguió una historia de amor y encontró lo que buscaba.
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Estudió hotelería y turismo con la idea de vivir largas temporadas trabajando en hoteles de distintas partes del mundo. Pero cuando tuvo la oportunidad de viajar a Estados Unidos para hacer pasantías en distintos hoteles y en varios puestos de la industria de la hospitalidad se dio cuenta de que, en realidad, no había elegido su verdadera vocación. A los veinte años, cuando el futuro era tan prometedor como incierto, con las posibilidades abiertas por un lado, pero también con el mandato paterno de tener que triunfar en lo que sea que eligiera para dedicarse en la vida, Daniela Ramsfelder, pudo reconocer que no estaba siguiendo un camino propio. Todavía no sabía bien qué, ni cómo ni en qué lugar, pero algo le decía que “tenía que cambiar de rumbo”. Sentía atracción por la creatividad, la expresión, lo más inaprehensible de la experiencia humana. Le gustaba bailar, pintar, observar el entorno, descubrir la belleza en los detalles, los aspectos sutiles, los sentidos intangibles de la realidad. Eso era lo que la convocaba. El arte.
¿Cómo definir lo que quería hacer?
Pero, claro. El arte no es tan fácil de definir como una carrera o una profesión. El camino del artista, ya se sabe, no es un sendero lineal ni, mucho menos, de ascenso asegurado. Por todo eso le resultaba difícil pensar en plantearlo a la familia. Sabiendo que dependía por entero del apoyo de su padre, al menos en ese momento de la vida en que no tenía un empleo fijo y se volvía de Nueva York cargada de miedos e inseguridades.
Daniela siempre había sido la hija obediente. La que cumplía con los mandatos, algunas veces concretos, otras más sutiles, de sus padres. Su papá es un empresario que siempre les dio todo y aspiró a “lo mejor” para sus hijas. Y ya sabemos lo que eso significa cuando la definición de “lo mejor” según las distintas generaciones no coincide. A Daniela Ramsfelder le costó muchos años descubrir cuál era su misión en el mundo, lograr definirse y reconocerse hasta encontrar ese título que le parecía rimbombante y tanto le costaba pronunciar para no pecar de narcisista. Hoy a sus 48 años, con diez años recorridos en la profesión se presenta como “artista visual, pintora” y por estos días está exponiendo en la galería Dolores Valdés Art, en Recoleta, su última obra: “La vie en rose”. Gestada en pandemia, mientras trasitaba el puerperio de su primer hijo a los 44 años de edad, la obra es una exaltación de la alegría, esa alegría que se persigue pese a los fantasmas que hostigan la propia subjetividad o los temores antes peligros más concretos (como fueron los de atravesar una pandemia mundial).
“Se me terminó el capricho de querer vivir en Nueva York”
Daniela vivió en dos oportunidades en Estados Unidos: una en los años 1996 y 1997, en Ohio, Orlando y Arlington trabajando en hoteles; la otra, en los años 1999 y 2000 en Nueva York, estudiando arte y trabajando para artistas. La segunda experiencia fue determinante para todo lo que vendría después: revalorizar el lugar de origen, la familia, los afectos. Es que en la ciudad que nunca duerme, después de una excitación inicial en la que no paraba de hacer nuevos amigos, salir a caminar y a comer a esos lugares icónicos del East Village, también conoció el más profundo desamparo. Allí conoció la sensación de estar sola en el mundo.
“Llegué un verano y me fui al siguiente verano habiendo vivido dos experiencias absolutamente distintas. Un verano fue increíble, el otro horrible.”, recuerda Daniela. “En un momento me quedé muy sola. Un día estaba adentro del subte y me asaltó un pensamiento: si me pasa algo acá nadie va a reclamar por mí. Me sentí muy vulnerable en esa ciudad que iba a toda máquina. ¿Quién me va a cuidar si me pasa algo? Ahí supe que el capricho de Nueva York ya había terminado, que esa no era una ciudad para mí, que me quedaba enorme y decidí volver.”, detalla.
Una vida color rosa
En esos años de búsqueda, siempre con esa espada de Damocles de la exigencia de “sentar cabeza”, también conoció amores -”más tóxicos que de los buenos”, refiere- e inició una sociedad con una de sus hermanas. Entre ambas desarrollaron un emprendimiento de diseño de prendas artesanales que la propia Daniela pintaba a mano. El proyecto en poco tiempo creció y se transformó en una empresa de diseño de indumentaria con varios locales y empleados. Le dio vértigo y un estrés que, otro punto de inflexión en su trayectoria vital, le mostraba que el rumbo no era el que ella quería seguir. Había dejado de sentir el placer que le daba crear para vivir todos los días preocupada por los números, el dinero, los problemas de gestión empresarial, y nada de eso la permitía disfrutar de lo simple. La relación con su hermana y socia se había deteriorado, discutían más de lo tolerable. La crisis económica que hubo en México en 2008 obligó a achicar la estructura empresarial y Daniela se fue de la empresa para comenzar a trabajar como maestra de arte en una escuela dando clases a alumnos de primero y segundo grado. Así retomaba el rumbo que había soñado, dando pequeños pasos que la iban a llevar a convertirse en la artista que hoy tiene un hermoso taller al pie de las sierras cordobesas y pinta paisajes verdes tiñiéndolos de rosa, el cristal con el que en estos momentos elige y propone observar la realidad.
En ese “salto al vacío” también abrió un taller de arte en la zona de la facultad de Medicina. “Ahora que estoy rodeada de naturaleza, montañas y paisajes llenos de árboles, no sé cómo podía hacer algo en ese lugar tan chico y sin luz natural.”, recuerda. Además, allí empezó la historia de amor que terminaría de cambiar su destino. Es que Fede, un antiguo compañero de escuela de otra de sus hermanas, orfebre radicado en Yacanto, fue a visitarla al taller con la excusa de conocer sus obras. Pero quería algo más.
“Al principio me costó vivir en el valle, lo rechacé”
Desde que volvió de Nueva York en 2000 hasta el 2016 vivió en Buenos Aires, en un departamento en el barrio de Belgrano. “Entre la vida familiar, la soltería, la convivencia de exparejas, mi pareja actual y la urbanidad de Capital transcurrí mi década de los 30. Todos esos años fueron de mucho caos, experimentación y búsqueda personal. Con momentos felices, algunos oscuros y, sobre todo, de mucha introspección.”, revela Daniela contraponiendo esa etapa de ser una chica de ciudad con la actual de hacer vida de pueblo cordobés.
“En el 2012 conozco a Fede que ya vivía en San Javier y con eso empiezan mis viajes al valle. Me costaba mucho al principio, llegué a rechazarlo por completo inclusive, pero en el 2016 finalmente nos mudamos juntos aquí.”, confiesa Daniela.
La decisión de asentarse en ese lugar surgió por varios motivos. Fede ya tenía una vida armada allí y para poder verse estaban viajando una vez al mes en el 2015 al Valle porque habían decidido durante el 2015 convivir juntos en Buenos Aires, una decisión que fue difícil de sostener. “Nos estaba costando mucho esfuerzo físico y económico”, recuerda. “Era inhumano, muy cansador y ninguno de los dos estaba feliz con eso, además se sumó un episodio de robo muy feo en nuestro departamento que detonó y aceleró la decisión de instalarnos en San Javier. A mí era a la que más le costaba soltar, me daba mucho miedo el cambio. Fede ya lo había hecho y sólo había decidido convivir ese año en Buenos Aires conmigo para no perderme, un acto de amor, podríamos decir.”, relata la artista.
“Acá es importante saludarse”
“Me costó mucho entender este lugar en el comienzo. No socializaba mucho y me gustaba ser anónima. Fui muy despacio con todo aquí y hoy creo que fue positivo esa cautela. Este lugar es chico y creo que para moverse hay que primero saber observar un poco, no entrar atropelladamente.”, responde la porteña en Traslasierra a la pregunta sobre cómo fue la experiencia de integrarse a la vida de Yacanto.
“Equivocarse es humano, pero es importante no entrar con un perfil muy alto y dar un paso en falso, eso en un pueblo chico puede ser difícil y me parece importante resaltarlo. La cordialidad, el saludo, lo básico se vuelve indispensable para ser bien recibido. Acá es importante saludar al entrar y salir de un lugar, saber el nombre de la cajera del súper, eso te involucra con la vida del pueblo. El saludo en la ciudad, ya no es habitual en general. Uno tiene un vecino de piso y quizá ni sabe el nombre.”, resalta.
Casi todo su grupo afectivo en el Valle son “llegados”, gente que se instaló buscando el famoso “cambio de vida”. Gente que ya se aclimató al ritmo desacelerado de la vida y a estar presente, alejados del ruido de ciertos vicios inevitables que se respiran en las grandes urbes.
“Algo que siempre veo es que mucha de la gente que quiere venirse o ha venido, pero se fue, se queda con el ‘romance de un verano’. Mi consejo es venir de a poco, no quemar todas las naves. Probar mínimo un año. Es un lugar que te transforma por completo y, sobre todo, en mi experiencia,es ideal venir con un proyecto individual, de trabajo o actividad personal.”, recomienda la habitante serrana. “El tiempo y los días son largos y eso puede ser un arma de doble filo. Traer ideas afines con el lugar. No venir a colonizar sin antes entender el lugar, sino la naturaleza hace su trabajo y te invita a irte.”, observa.
Otra prueba de fuego: una maternidad que se demoraba
La convivencia con Fede tuvo también la búsqueda de un hijo en común y, otra vez, Daniela se iba a enfrentar con algunos desafíos difíciles de superar. Sin que hubiera motivos de salud, tuvo tres pérdidas de embarazos:, en el 2015, 2016 y 2017. Los médicos le decían que la edad, a partir de sus 40 años no ayudaba, pero ella no tenía ningún trastorno clínico en su fertilidad, así que siguió intentando.
“Fue un período de mucha tristeza para mí, todo se había teñido de dolor y me costaba conectarme a otras cosas, el mundo me atravesaba por esa búsqueda y fue un momento de mucho cambio personal.”, recuerda. “En ese camino surgieron lindos proyectos profesionales que me dieron el cambio de actitud que necesitaba para salirme del tema y aliviar mi dolor. Entre ellos, mi luna de miel a Italia que me regaló traer a mi hijo en mi vientre. Eso y el nacimiento de Zen sin duda le dieron todo otro sentir a mi vida. “Pude desafiarme a mí, a ser madre de manera natural y demostrarle a la ciencia y a mi cuerpo que no había nada que estuviera mal, sólo no era el momento. Superé infinidad de miedos por tantas pérdidas anteriores y transité un embarazo hermoso y en perfecta salud.”, señala Daniela.
La vida en Nueva York, esa ciudad a la que quiso pertenecer casi por capricho, como ella misma citaba, es un recuerdo de otra etapa. Hoy está en el lugar en donde siente que es su rincón en el mundo, Yacanto, San Javier, Traslasierra, Córdoba. Vive con Fede su marido y compañero, su hijo Zen de 4, y, semana de por medio, con Leo, el hijo de Fede con su pareja anterior, y Maui, el perro. Tiene su propio Atelier, su comunidad digital en @danielaramsfelderatelier y una casa luminosa al pie de las sierras.
“Aquí resueno con los tiempos en los que me gusta vivir. Me aleja de lo que ya no me hacía bien o no me es afín y me conecta profundamente con mi creatividad artística y con mi ser más amoroso, con un disfrute muy simple. Hoy tengo un hermoso presente y entiendo lo afortunada que soy por esto, pero mi mensaje es que no es una utopía buscar la felicidad, a veces es animarse a dar el salto al vacío o seguir una historia de amor, no rendirse a ser autómatas si tenemos la chance de volantear.”
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