Ted Bundy: el joven seductor que se convirtió en un perverso asesino serial de mujeres
"Al despertar, a la mañana siguiente, y recordarlo, me di cuenta de que era culpable a ojos de Dios". A veces la conciencia más profunda, esa que linda con valores esenciales, aflora como un juez implacable e inapelable. Sin embargo, la patología suele primar por sobre esa dosis escasa de razón y convicción religiosa. Acaso hasta cierto rasgo de moral y culpa pueden entreverse en esa confesión que, en boca de Ted Bundy, perturba. Aquellas palabras, dichas por Bundy sobre su primer crimen, definen, cabalmente, su personalidad. Perverso. Y con un Dios en su conciencia. ¿Es posible?
Dicen que las apariencias engañan. La máxima, no por repetida hasta el hartazgo abandona ese cetro de la sabiduría popular que la eternizó. El 24 de enero se cumplirán 31 años de la ejecución de Ted Bundy en la silla eléctrica, aquel joven apuesto que se convirtió en uno de los mayores asesinos seriales de los Estados Unidos sin acarrear ningún rasgo que denotara su temible condición. Buen camuflaje para cometer el horror. Se sabe, el hábito no hace al monje, otra vez el refranero popular. ¿Cuál es el physique du rôle de un reo con un prontuario confeso que incluye el asesinato de treinta mujeres? Bundy se llevaba muy bien con cada una de esas aseveraciones instaladas que hacen al patrimonio del argot popular que siempre esconde una buena dosis de verdad. Apariencia intelectual. Hábito de niño bien. Así era. Eso representaba.
Si en plan de juego narrativo se decidiese comenzar la historia por el final, la escena previa al The End mostraría a Ted conversando telefónicamente con su madre, luego de rechazar su última comida. En realidad, el menú jamás fue de su agrado. Estaba acostumbrado a otros modos, a mesas mejores servidas. Durante aquel último contacto con su madre, se mostró como un hijo que busca el regazo cálido que lo consuele. Ya hacía tiempo que había mantenido las famosas conversaciones con los periodistas Hugh Aynesworth y Stephen Michaud, quizás como un modo de trascendencia. De oscuros oropeles. De legado eternizado. El día anterior a su ejecución, mantuvo una charla profunda con el psicólogo evangélico James Dobson. En esa conversación confesional, culpó a la pornografía por su conducta violenta, por esos actos de horror que llevaron a la muerte a decenas de mujeres. "Fue como salir de un terrible trance o pesadilla. Como si hubiera sido poseído por algo espantoso y ajeno. Estaba horripilado por haber sido capaz de hacer algo así", le dijo a Dobson.
"Las piernas le temblaban. Se veía viejo y cansado. Esperaba ver a un yuppie, pero sus ojos estaban desorbitados", declaró un guardia que lo acompañó en esos minutos previos a ser sentado en la silla final. Tenía 42 años cuando, a las 7.16 de la mañana del 24 de enero de 1989, fue electrocutado letalmente. Condena de los tribunales terrenales. La condena de Dios, que, paradójicamente, pesaba sobre su conciencia, como declaró sobre su primer crimen, forma parte del secreto más profundo que se llevó con su muerte. "Me gustaría decirle a mi familia que los amo", dijo antes de cerrar sus ojos definitivamente. Con el suspiro final, concluiría uno de los capítulos más horrendos en la historia del crimen norteamericano. Y del mundo. Esa historia que fue portada de todos los medios durante semanas y que hasta generó más de una pieza de ficción como la serie documental Conversations with a Killer: The Ted Bundy Tapes o el filme Extremely Wicked, Shockingly Evil and Vile protaonizado por Zac Efron, que se puede ver por la plataforma Netflix. Sin dudas, se trata de uno de los serial killer más famosos de todos los tiempos. Y que, aún hoy, sigue despertando el interés social, seguramente porque espeja a los Ted Bundy que andan dando vueltas sembrando el horror del crimen por el mundo.
Génesis de un asesino
Theodore Robert Cowell nació en Burlington, Vermont, el 24 de noviembre de 1946. Sus escasos 42 años de vida fueron suficientes para cometer los treinta crímenes confesos de mujeres, pero se estima que fueron muchos más. ¿Se nace criminal? ¿Qué patología encerraba la personalidad de Ted? ¿Su crianza engendró el monstruo? ¿Por qué sus víctimas eran mujeres? Las respuestas, no solo corresponden a los técnicos peritos policiales o judiciales, hay mucho del orden de la psicología y la psiquiatría que podría acercar algún intento de explicación sobre los mecanismos que se activaban en Bundy para cometer el espanto. Acaso sea necesario bucear en la primera infancia para comenzar a desandar un camino. Un posible sendero que explique, en alguna medida, la tragedia. Si es que se puede explicar.
Ted tenía tres años cuando colocó alrededor de su tía, que se encontraba dormida, una cantidad importante de cuchillos filosos apuntando hacia ella. Cuando despertó, la mujer se consternó ante la mirada perturbada del niño. Germen indudable de lo que sería su vida. Las cosas no marchaban con normalidad en la casa materna. Ted era hijo de Eleanor Louise Cowell. ¿Su padre? Desconocido. Fue criado y educado por sus abuelos, quienes le hicieron creer que su madre era su hermana. La mujer no aceptaba la maternidad. Rechazaba a ese hijo que tuvo de muy joven. El abuelo, por su parte, maltrataba a su esposa, con lo cual el clima de violencia reinaba en el hogar.
En 1950, Eleonor se mudó a Washington donde se casó con John Culpepper Bundy, quien generosamente le dio el apellido al pequeño Ted. De todos modos, el niño jamás quiso al hombre y siempre mantuvo una relación agresiva hacia él. La violencia ejercida por el abuelo de Ted hacia su madre, habría sido la causa por la que la joven decidió partir de aquella casa de poca sanidad emocional. Quería preservar a su pequeño hijo y encontrar el amor definitivo. El plan, los deseos, no se concretaron como esperaba...
Con ese contexto a cuestas, era previsible que el vínculo de Ted con la sociedad haya sido complejo. No tenía amigos y era fóbico a cualquier tipo de contacto con chicos de su edad. A los mayores los observaba con desconfianza. Vivía desconectado física y emocionalmente del afuera. Al punto tal que, a la hora de comunicarse, tartamudeaba. Su mayor entretenimiento era capturar animales y descuartizarlos. Ted se balanceaba en un equilibrio dudoso entre la baja consideración propia y su opuesto. Su personalidad lo llevó a desarrollar un potente narcicismo y amor propio patológico. Era un ególatra. Una buena contradicción: tímido y sobrevaluado en la autoestima. En la adolescencia ya mostraba serios signos de desprecio hacia la sociedad, consumando, una y otra vez, pequeños hurtos. La cosa empeoraría con el ingreso a la universidad.
El amor y la tragedia
Quizás buscando entenderse, cuando llegó la hora de los estudios universitarios eligió la carrera de Psicología. Siempre obtuvo buenas calificaciones en la universidad de Washington y en la Universidad de Puget Sound. Logró su licenciatura, pero duró poco en sus primeros empleos. Y si buscó pensarse desde los estudios freudianos, tiempo después logró, además, una matrícula en Derecho. La mente y la Justicia. Todo un símbolo. En los pasillos académicos, las chicas suspiraban por él. El hábito de este monje era impecable. Seductor, de físico trabajado, mirada penetrante. Derretía paredes. Podía conquistar a quien quisiera debido a su sex appeal. Más allá de sus títulos, lo más trascendente de su paso por los claustros fue que, allí, conoció a su primer amor: en 1967 se enamoró de su compañera Stephanie Brooks.
Brooks también tenía lo suyo, era muy bella y sexy. Cuando la joven obtuvo su título, encontró que su crecimiento iba en camino diferente al de su novio, razón por la cual decidió cortar la relación. Esto jamás fue superado por Ted quien se obsesionó con ella y la persiguió durante mucho tiempo intentando recomponer el vínculo. Stephanie se peinaba con raya al medio, característica que tendría buena parte de las víctimas de Ted. En este mismo tiempo, se enteró que su hermana era, en realidad, su madre. Algún matiz edipiano rondaba el vínculo de Ted con quien ahora sí se confirmaba como su progenitora. Estas circunstancias, ambas vinculadas con mujeres, despertaron en el joven al criminal adormecido que llevaba dentro. Sin amor y con una madre que se había camuflado en hermana. Demasiado para un hombre psíquicamente enfermo. La ira y el resentimiento para con las mujeres no tardaron en concretar una tragedia detrás de la otra.
Antes de convertirse en el monstruo asesino, culminó con sus estudios. Ya recibido, llegó a participar activamente en política, en las filas de los representantes comunales de Richard Nixon. Todo indicaba que Bundy había madurado. Esto lo llevó a reencontrarse con su primera novia, pero el vínculo se rompió al año. A la semana de la separación, Ted asesinaría por primera vez. Misoginia y furia. Las mujeres en su mira letal.
En serie
Primero fueron hurtos menores. Ensayos de la delincuencia. A los 27 años, ingresó en el cuarto de una joven universitaria. Fue tal la paliza que le propinó que terminó por dejarla con daño cerebral de por vida. Casi un mes después, ingresó en la habitación de otra estudiante, Lynda Ann. La dejó inconsciente y la escondió. El cuerpo de Ann fue hallado un año después. En 1974 comenzó la seguidilla de crímenes que continuó hasta 1978. Todas mujeres jóvenes. Al poco tiempo de hallado el primer cuerpo, comenzaron las pesquisas sobre un posible vínculo dada la cercanía temporal de los asesinatos. En muchos casos, se trataba de desapariciones sin ningún tipo de rastro. Los testigos de alguna situación extraña, pocos testigos, por cierto, no demoraron en aportar datos. Hablaban de un hombre apuesto que pedía auxilio a mujeres, de un joven sensual que siempre iba con libros en sus manos, de un caballero muy educado con un brazo enyesado. Era Ted.
Con los años, su conducta se fue convirtiendo más torpe. Comenzaron a aparecer los indicios. Mujeres que lograban zafar de sus garras, que no podían ser esposadas por él, hablaban. Personas que daban cuenta de un hombre de accionar errático. Los objetos también fueron una señal clave. Llaves de esposas, herramientas, machetes. Objetos que tejían una historia. Y un camino. Bundy cambiaba de ciudad permanentemente para no ser identificado. Pero su vehículo, aquel ya legendario Volkswagen color crema iba dejando rastros. Huellas. El 16 de agosto de 1975 la policía caminera detuvo aquel vehículo de características similares al denunciado. Su conductor se dio a la fuga, pero, posteriormente, fue arrestado. Era él. En el auto, todo tipo de objetos que podrían convertirse en armas letales. Allí estaba, en el asiento trasero, la barra de hierro utilizada para matar. Su arma predilecta.
El 23 de febrero de 1976 comenzó el primer juicio en su contra. En prisión, fue sometido a estudios psíquicos y físicos. No había signos de drogas ni los estragos del alcohol. Conciencia pura para cometer los crímenes. En aquel primer juicio, Carol DaRonch lo reconoció. Ella había podido escapar de sus garras. "Es el hombre que intentó secuestrarme", aseguró la joven. Quince años de prisión con posibilidad de salida condicional. Sabor a poco.
Sin embargo, los peritos continuaron trabajando y encontraron, en el auto de Bundy, cabellos que se correspondían, análisis mediante, con el de dos de las chicas encontradas asesinadas: Melisa Smith y Caryn Campbell, cuyos cadáveres presentaban las huellas de una golpiza con una barra de hierro. El principio del fin de Theodore Robert Cowell Bundy. Comenzó un segundo juicio. Ted despidió a sus abogados defensores y comenzó él mismo su propia defensa. Para instruirse, pedía permiso para acudir a la biblioteca de la Corte de Aspen. El 7 de junio, sin perder las mañas, saltó por una ventana y escapó. Mató. Tardaron en apresarlo nuevamente. Sucedió cuando intentaba robar un vehículo similar al suyo. En enero de 1977 volvió a huir. Esta vez, por los techos. A las horas ingresó en la residencia universitaria Fraternidad Chi Omega y mató. No podía dejar de hacerlo. Nuevamente jóvenes estudiantes. Otra vez el horror y la deficiencia de un sistema carcelario. Dejó herida a dos chicas y asesinó a otras dos. Una joven, que logró esconderse, dio algunas pistas sobre un hombre que escapaba del hospedaje para jóvenes. En las cercanías, hirió a otra mujer que sobrevivió de milagro. Camino a Pensacola, Bundy fue arrestado definitivamente.
Juicio final
Tomo siete horas de deliberación la sentencia de su último juicio. Aquel 31 de julio de 1979, el juez Cowart fue claro y directo: Theodore Robert Cowell Bundy debía morir en la silla eléctrica. Claro que Ted conocía todas las artimañas de la Justicia. Sabía de Derecho. Y era su propio abogado. Así, su muerte fue postergada en tres oportunidades. El apelaba una y otra vez. Pero, finalmente, la pena capital le llegó. Una de sus estrategias para "colaborar" con la Justicia fue confesar dónde había escondido restos óseos. Cada día iban apareciendo nuevas víctimas. El conteo oficial fue de treinta asesinatos en siete Estados, pero se cree que el monstruo habría cometido alrededor de cien crímenes. "Perverseo con compulsión necrofílica", dijeron los médicos como conclusión de los estudios realizados sobre el criminal.
Un padre desconocido. Una madre disfrazada de hermana. La violencia en el hogar de crianza. Un amor no correspondido. No es la fórmula del crimen. No son los materiales con los que se construye un criminal. Se trata del universo de un ser humano esperpéntico, diría Valle Inclán. Un monstruo con piel de cordero. Theodore Robert Cowell Bundy. El famoso Ted que sembró el pánico en las mujeres de su época. El personaje en el que se sostuvo la crónica policial, el ensayo literario, el cine documental y la ficción inspirada en la realidad. Theodore Robert Cowell Bundy, el perverso que pensó en Dios cuando despertó luego de haber cometido su primer asesinato. Aquella imagen no fue suficiente para sembrar la culpa y el arrepentimiento. Ese Dios, su Dios, no logró hacerle vencer el derrotero de furia, resentimiento y despecho hacia las mujeres.
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