Milagros Marelli se enteró de que esperaba un bebé a dos meses de parir. Te contamos la historia de una madre que superó el miedo y renació.
Milagros no sabe bien qué fue lo que hizo que no advirtiera hasta los siete meses de embarazo que una revolución silenciosa estaba ocurriendo en su interior. El miedo, la relación con su propio cuerpo, la negación, la cuarentena, la crisis, su cabeza desconectada de su presente, o todo junto. Lo cierto es que este 2020 para ella, además del nacimiento de Amanda, su primera hija, trajo un nuevo renacimiento para su propia vida en la que se descubre perfecta en la imperfección y recibe con mucho amor una maternidad que irrumpió en su vida para llenarla de luz.
Cuando vi una raya negra y otra dudosa, casi imperceptible en el palito del Evatest; decreté que el resultado era negativo. Con Iván, mi novio, no le dimos importancia a esa segunda rayita tímida e incipiente; dimos por sentado que no significaba nada. Pero significaba todo. Una revolución hormonal estaba empezando dentro de mi cuerpo, en silencio.
"Cuando vi una raya negra y otra dudosa, casi imperceptible en el palito del Evatest; decreté que el resultado era negativo".
Sin sospechas
Seguimos con nuestras vidas. A pesar de que teníamos ganas de ser papás –estábamos buscando desde hacía un tiempo–, creímos que lo que había pasado era lo mejor. Sobre todo por una cuestión económica. Una semana antes de que decretaran el aislamiento social en nuestro país, me avisaron que no me iban a renovar el contrato en la panadería Santa Lucía, donde trabajaba. Teníamos que arreglarnos con el sueldo de Iván, que trabajaba como administrativo en una empresa de ventilación. Yo, entonces, me animé a desarrollar mi propio emprendimiento de comida vegana y vegetariana, que se llama Herbas. En ese contexto nos pareció lo más lógico dar marcha atrás con la idea de agrandar la familia. Somos jóvenes, no teníamos apuro y podíamos esperar a que las cosas se acomodaran de nuevo. Al mes siguiente, volvimos a cuidarnos: primero yo, con pastillas anticonceptivas, y unos meses después, Iván.
Durante los meses que estuve embarazada sin saberlo, seguí fumando y tuve mi ciclo menstrual de forma regular. Ayudé a mi mamá a mudarse, ¡hice un montón de fuerza! Se mudó a cuatro cuadras de casa, para estar cerca de nosotros y que pudiéramos cuidarla, ya que le habían diagnosticado una inflamación de los ganglios de la parte baja del abdomen y tuvieron que operarla dos veces.
Tampoco me creció la panza. Me entraban los jeans perfecto, lo tenía todo acumulado en la cadera. No vomité ni tuve antojos, aunque ahora me acuerdo de que cada vez que iba al supermercado me compraba un alfajor de chocolate blanco que me iba comiendo por el camino. Después, a Iván le diagnosticaron diabetes, entonces nos empezamos a cuidar con las comidas, pero él adelgazaba y yo engordaba. Los meses pasaban y el episodio del Evatest ya había quedado en el pasado.
¿Malestar estomacal o movimiento fetal?
Hasta que un domingo por la mañana me desperté con una sensación rara en la panza. "O algo me cayó muy mal o un bebé me pegó una patada", le dije en chiste a Iván, todavía en la cama. Pero el miedo volvió –o nunca se había ido– ayudando a negar la situación como mejor sabía: debe ser una hernia, pensamos. Entonces, le pedí a mi mamá que me sacara un turno con un médico y ella, por instinto, llamó a Juliana Simunovic, una ginecóloga y obstetra de Arequito, conocida de nuestra familia. Todavía con dudas y ansiedades, unos días antes de verla compramos un nuevo Evatest.
"O algo me cayó muy mal o un bebé me pegó una patada"
El resultado fue contundente porque la segunda raya era tan fuerte que parecía flúo. Iván estaba súper contento con la noticia, en cambio, yo me enojé mucho por no haberme dado cuenta, lloré y me sentí mala madre. Hicimos los cálculos y tenía que estar, mínimo, de seis meses. Tres días después, cuando fui a la ginecóloga, me tomó la medida uterina y me confirmó que estaba embarazada de siete meses, aproximadamente. Iván se puso en mi lugar, me dio espacio para llorar y me apoyó en todo momento.
Dos meses para conocer la panza
En esos dos meses que tuve de embarazo consciente me pasó todo lo que no me había pasado en los siete meses anteriores. Sentí náuseas y me explotó la panza de golpe, ya no me entraba ningún pantalón. Además, dejé abruptamente el cigarrillo apenas me enteré. Necesitaba que me mimaran porque me sentía rara, todo iba a cambiar y no sabía bien cómo tomarlo. Fueron dos meses de antojos y un poco de capricho también. Tuve amigas y amigos incondicionales que nos ayudaron a preparar todo para la llegada de Amanda.
Puede que, inconscientemente, haya tenido miedo de tener una operación más. Es que mi historia, la historia con mi cuerpo, había empezado bastante antes. Hace cinco años mi vida cambió por completo. Siempre digo que ese fue mi primer renacer. Tuve un accidente en moto con mi novio de ese momento y él murió en el acto. Yo desperté una semana después, a pesar de que los médicos habían dicho que sería un milagro que me recuperara de la primera operación. Pero tuve 13 más: en la tibia, el peroné, la rodilla, el fémur, el sacro y la pelvis.
La recuperación fue larga, estuve seis meses internada y tuve que aprender a caminar de nuevo. Esa experiencia me transformó. Tres años después, mi vida volvió a la normalidad. Empecé a trabajar en un call center y me mudé sola. Ahí conocí a Iván, el papá de mi hija. Después de varias idas y vueltas, me animé a apostar otra vez a una relación y nos pusimos de novios. Tenía algunas trabas con mi cuerpo; no pensaba que le podía gustar a alguien con todas mis cicatrices. Pero Iván me ayudó a quererme con mi cuerpo, con todas mis marcas de la vida. A los dos años de ponernos de novios, nos mudamos juntos a una casa en el barrio de Echesortu, en Rosario, y al poco tiempo nos dieron ganas de ser padres. Pero nunca pudimos imaginarnos la forma en que llegaría el embarazo.
Pero cuando la noticia fue tan evidente como las pataditas que sentí en la panza, el miedo no tuvo otra opción que abrir los ojos, enfrentarse y atravesar la verdad.
La verdad es que no tengo una explicación ni teoría clara de por qué pasó lo que pasó. Entre la búsqueda de trabajo y la pandemia, tenía la cabeza en otro lado, los nervios estaban puestos ahí. Pero cuando la noticia fue tan evidente como las pataditas que sentí en la panza, el miedo no tuvo otra opción que abrir los ojos, enfrentarse y atravesar la verdad. En tiempo récord, preparamos la llegada de Amanda como pudimos, recibimos regalos, compramos ropa, nos prestaron la cuna y mi hermano nos regaló el cochecito. Me hubiese encantado tener más tiempo para planear con Iván la llegada de Amanda, pero si me preguntás, hubiese hecho todo de la misma manera, solo que más tranquila.
En ese tiempo de preparación, visité a mi traumatólogo, Pablo Charmet, para saber en qué condiciones estaba mi cuerpo para enfrentar el parto. Al tener la pelvis sellada con titanio, la dilatación podía hacer que se rompiera la prótesis y quedó descartado el parto natural. A pesar de que supe desde el día del accidente que si alguna vez tenía un hijo iba a ser por cesárea, siempre fantaseé con el parto natural y respetado. Igualmente, pedimos que Iván estuviera en el momento que sacaban a Amanda de mi panza y él la pudo ver. Obviamente, con todos los protocolos anticovid mediante. Cada vez estoy más convencida de que Amanda llegó en el momento justo, a pesar de que no la esperaba, a pesar de la pandemia y de todos mis miedos. Para mí, septiembre era un mes que quería borrar del calendario porque el accidente lo tuve el 20/09. Pero Amanda se adelantó a la cesárea programada del 7 de octubre y resignificó un mes que antes era súper doloroso para mí.
Segundo renacer
Hoy, siento que estoy transformada por otra prueba que me puso la vida. Aprendo todos los días de mi bebé, que, con solo dos meses, ya me enseña cosas. Me cambió, me ayudó a confiar muchísimo en mí, me dio seguridad y la sensación de que puedo con todo. Ahora sé que faltaba ella para hacerme totalmente feliz. El nacimiento de Amanda lo viví como mi segundo renacer.
Amanda nació el 29 de septiembre, a las 14.38, con 3,610 kg en el Hospital Español, de Rosario. Durante 15 días quedé muy dolorida, no fue una cesárea sencilla. Tengo que asumir que los primeros días como madre fueron muy raros. Yo decía: "Es un bebé, no puede cambiarme tanto la vida". Pero la verdad es que es muy difícil ser mamá. Ahora, aparecieron nuevos miedos: a fallar, a no saber qué le pasa cuando llora, a no ser lo suficientemente buena. Por suerte, Iván todos los días me dice que soy la mejor. Al mismo tiempo, en estos meses, mi mamá y mi suegra me ayudaron mucho y, de a poco, fui ganando seguridad: aprendí a amamantar, a medir cómo tiene que estar la temperatura del agua para bañarla, a soportar dormir poco sin quejarme y a poner en primer lugar las necesidades de mi hija por sobre las mías. Me di cuenta de que no se trata de ser mala o buena madre, sino de ir aprendiendo en conjunto, en equipo entre Iván, Amanda y yo. Hoy, estoy plena, me siento una supermamá, creo que lo puedo todo.
"El que abandona no tiene premio", me dijo una amiga cuando me recuperaba del accidente. La frase me quedó grabada. Creo que me sirvió porque acá estoy, después de mucho sacrificio, con el premio más hermoso y con esa frase tatuada a fuego. •
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