En una época en la que las señoritas hablaban en susurros, Silvina Bullrich dejaba oír su voz. Como toda chica aristocrática educada en los años 30, creció entre nostalgias de la belle époque, mayordomos y lecturas en francés. Su padre, el cardiólogo Rafael Augusto, era hijo de un diplomático argentino y vivió en París hasta los 18 años. Su madre, María Laura Meyrelles, era nieta de un cónsul portugués que había sido dueño del saladero que dio origen a Mar del Plata, y que perdió su fortuna por deudas de juego. Dos linajes signados por la opulencia, el esplendor y los derroches.
Silvina fue la segunda hija del matrimonio, nació el 4 de octubre de 1915, después de que su madre perdiera el embarazo de un varón. Cuando llegó Marta, su hermana menor, el padre proclamó:"¡Basta de chancletas!". En sus Memorias, Silvina cuenta:"Nunca me gustaron las muñecas. Para mis cumpleaños me hacía regalar arcos, flechas, hachas, rifles, cañones, soldados de plomo y esa carpa de indios que era mi orgullo. De haber nacido cincuenta años después, me hubieran llevado a un psicoanalista y creído que tenía tendencias lesbianas. Por fortuna, nací cuando a nadie se le ocurría pensar cómo iba a evolucionar una chica. A mis padres les causaba gracia mi disposición guerrera. Mi padre decía: ‘Silvina es mi hijo varón’".
Mordaz y asertiva, la irreverencia fue su segunda vocación. La primera la cultivó en la biblioteca de su padre, leyendo a los clásicos con la certeza de que ella también había nacido para ser escritora. Sin demasiada aplicación, cursó la escuela primaria en el colegio Onésimo Leguizamón, en la avenida Santa Fe al 1500. Cuando llegó el momento de inscribirse en el secundario, su madre argumentó su negativa con un: "Me han dicho que los profesores comentan cosas ‘verdes’ sobre el cuerpo humano". Silvina completó todos los niveles en la Alianza Francesa de Buenos Aires y se recibió con medalla de oro. Eso le permitió jactarse de haber leído por primera vez El Quijote de la Mancha en una edición infantil en francés.
Cuando Silvina entraba en la adolescencia, la familia se mudó a un petit hotel en la calle Galileo. "En aquella época el lujo residía en la casa, los autos, los sirvientes. Los chicos vivían en medio de amplias habitaciones lujosamente amuebladas, entre obras de arte, servidos por mucamos de guantes blancos, mucamas perfectamente uniformadas y choferes de librea. Pero debían pensar mucho antes de comprarse otro chocolatín", rememoró alguna vez.
A los 17 años, Silvina Bullrich publicó Vibraciones, un libro de poemas. Su madre financió la impresión. Un año más tarde, al regresar de su primer viaje a París, le anunció a su padre que quería trabajar. Aunque estaba familiarizado con los planteos singulares de su hija, el cardiólogo la miró extrañado. "Nunca pude soportar ser mantenida. Lo primero que necesito para sentirme afirmada sobre la tierra es ganarme mi vida", explicó la escritora en sus Memorias. Su padre lo entendió y la nombró su secretaria, algo impensado para la época.
Lágrimas de tinta
El matrimonio y la maternidad: ese era el horizonte de la mayoría de las mujeres en aquel tiempo. A los 21 años, Silvina Bullrich se casó con Arturo Palenque Carreras, un estudiante de Derecho rosarino que la conquistó con su caballerosidad y su inteligencia.
A ella no pareció importarle que él no tuviera fortuna ni un empleo estable.
Un año después, nació Daniel, su único hijo. "No sé si las demás mujeres serán como yo, pero nunca me parecí menos a mí misma que mientras esperaba a mi hijo. Perdí vitalidad, dormía diez o doce horas diarias, apenas podía leer, no lograba escribir una línea, no podía soportar el café ni el cigarrillo. A los diez minutos de nacer mi hijo, prendí un cigarrillo y pedí un café", admitió.
La franqueza de Silvina solía raspar como una lija. Recuperó la inspiración y pudo publicar Calles de Buenos Aires, su primera novela.
Su familia se ocupaba de pagar el alquiler y la niñera de Daniel. Al tiempo, el escritor Eduardo Mallea, que por entonces era editor del suplemento literario del diario LA NACION, la convocó como colaboradora. Silvina empezó a ser invitada a las reuniones en casa de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, en las que conoció a Jorge Luis Borges. El autor de El Aleph quedó embelesado por la personalidad de la escritora. Juntos realizaron la selección de textos que integran la antología El compadrito.
"Ser mujer no fue un hándicap cuando comencé a escribir, ni lo es ahora. Los hombres nos tachan sistemáticamente de un plumazo", solía acusar. Hizo algo más que quejarse: mientras su matrimonio se desmoronaba, Silvina se consolidó como escritora. Su novela La redoma del primer ángel logró el Premio Municipal de Prosa. En 1952 publicó Bodas de cristal, su primer éxito. Y, lo más importante para ella, fue la primera novela que le permitió ganar dinero. Y mucho. Sin embargo, ella nunca dejó de sentirse mal pagada y de protestar por eso. "Me importa saber que cuento con dinero para no necesitar la ayuda de nadie y para darme mis gustos. Yo le tengo miedo a la pobreza. Cuando sos pobre parecés más vieja, más fea y estás más sola porque no podés invitar a nadie a comer a tu casa", aseguraba.
Llegó la angustia. Con diferencia de ocho meses, Silvina Bullrich enterró a su padre y a su hermana mayor. "Con una madre destruida, con un propio hogar hecho trizas, con un chico al que mantener sin un peso en el bolsillo. Estaba sola, quería estar sola, no ver a nadie, no recibir visitas de pésame. Solo llorar, llorar, llorar", describió.
La escritora, después de esto, decidió romper su matrimonio.
Su gran amor, su peor dolor
Con el dinero que heredó luego de vender la colección de cuadros de su padre, Silvina pudo viajar con frecuencia a Europa. En su ausencia, Daniel quedaba al cuidado de las mucamas. "No quería un hijo débil, blando, mimado. No me permitía acunarlo entre mis brazos como una compensación por las terribles pérdidas que había sufrido. Perdí a mi único hijo pero hice de él un hombre", contó en una entrevista.
Más de 65 años después, Daniel Palenque Bullrich concuerda con su madre. El prestigioso abogado asegura: "Mi madre siempre fue muy severa conmigo, no recuerdo un solo gesto de cariño de su parte. Me forjó para la lucha. Seguramente, no quería que fuera como mi viejo, un tipo brillante, pero muy inestable en lo laboral. Mientras cursaba la carrera, yo trabajaba como cadete en una compañía de seguros, un empleo que ella me había conseguido. Dormía solo tres horas por día y así pude recibirme de abogado a los 22 años".
En uno de esos viajes a París, Silvina conoció al empresario Marcelo Dupont, presidente de Laboratorios C. Dupont y Cia. "Nos quisimos a la primera mirada", resumió ella. Él estaba casado. En Buenos Aires se siguieron viendo a escondidas, hasta que él decidió dejar a su mujer e instalarse con ella en la quinta familiar de Boulogne. "Marcelo iba a trabajar por las mañanas y el resto del día nos pertenecía, caminábamos entre los árboles al atardecer, comíamos junto a la chimenea en las noches heladas de un invierno muy frío. Un verdadero invierno para una pareja feliz", evocó la escritora.
Por obligaciones laborales, Dupont tuvo que volver a instalarse en el centro. Silvina vendió su campo La guapeada y compró un departamento en Sinclair y Libertador, en el que se mudó con él. Los dos solos. "Me costaría mucho no vivir con mis hijos y estar con uno ajeno todo el tiempo", le había dicho Dupont. Daniel fue a vivir con su abuela, quien no aprobaba el concubinato y durante un tiempo se negó a visitar o a recibir en su casa a su hija. "Yo me llevaba muy bien con Marcelo, jugábamos juntos al golf. Su hijo menor, Marcelito, era muy simpático; mamá le festejaba muchísimo sus bromas. Lo mataron los militares. Con su hermano Goyo somos amigos íntimos hasta el día de hoy", cuenta Daniel.
Durante los cinco años que vivieron juntos, y pese a las insistencias de Dupont, Silvina solo escribió Teléfono ocupado. "Dejame ser feliz, Marcelo. Dejame que disfrute de esta felicidad. Escribir aleja de la realidad y yo no necesito una evasión", respondía ella cada vez que Dupont le reprochaba su indolencia creativa.
En 1955, Silvina obtuvo el divorcio de Palenque. "Agradezco profundamente a Perón porque, gracias a él, yo estoy divorciada. Fui una de las pocas que tuvo tiempo de acogerse a la Ley de Divorcio en ese breve lapso que existió en la Argentina", declaró en una entrevista.
Durante meses, Silvina Bullrich se dedicó a ser feliz. "Con Marcelo nos queríamos profundamente, tiernamente, apasionadamente, con la piel, el corazón y con el razonamiento", declaró.
Esa dicha fue arrasada por la tragedia. El 16 de junio de 1955, su hermana Marta y su sobrina murieron en un accidente aéreo. Al tiempo, Dupont enfermó de cáncer, murió el 3 de diciembre de 1956.
El acecho de la soledad
Envuelta en desolación y amargura, Silvina Bullrich buscó refugio en París, pero al año y medio regresó a la Argentina y a la escritura.
En 1961 obtuvo el Premio Municipal y una pensión vitalicia por su libro Un momento muy largo. En 1964, su novela Los burgueses resultó finalista del prestigioso premio Rómulo Vargas, que finalmente ganó La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa. Los burgueses, vendió más de 60.000 ejemplares en un año (en su primera década, la novela Rayuela, de Julio Cortázar vendió un promedio de 30.000 ejemplares anuales). Te acordarás de Taormina, 37.000. Los pasajeros del jardín, la novela en la que cuenta su historia con Dupont, superó los 100.000 ejemplares. Este libro fue llevado al cine por Alejandro Doria, la película fue interpretada por Graciela Borges y Rodolfo Ranni. "Mamá escribía como los dioses, sus libros eran muy inteligentes. Mi preferido es Bodas de cristal. Tuvo el talento para acercar la literatura a un público que no estaba acostumbrado a leer. Y era extraordinaria como periodista. Recuerdo una crónica sobre un viaje a Rusia, en la que contó: ‘Tuve la sensación de tiranía porque no se oía el canto de los pájaros’. Escribía durante toda la noche y se levantaba a las dos de la tarde", recuerda su hijo.
Silvina Bullrich se convirtió en una fábrica de best sellers. Cada fin de año publicaba un nuevo título. Sus 50 novelas superan el millón de ejemplares vendidos. Pero esa satisfacción no alcanzaba a compensar un sentimiento más profundo. "Me siento muy sola. Almuerzo y como sola. Me siento sola en el cine. Frente a la vida me siento muy sola", declaraba de manera empecinada.
En mayo de 1990, viajó a Suiza para realizar un tratamiento de rejuvenecimiento en la clínica La Prairie. Unos días más tarde, la internaron en el Hospital Cantonal de Ginebra. Daniel viajó para cuidarla. "Estuvo dos meses en terapia intensiva, siempre inconsciente. Me quedé todo el tiempo a su lado", cuenta su hijo. Silvina
Bullrich murió el 2 de julio, a los 75 años. Ese día, el mundo se quedó un poco más silencioso.
María Fernanda Guillot
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