Seis cosas que aprendí en una boda alemana
Vuelvo del casamiento de un gran amigo celebrado en el lugar donde nació y vivió hasta sus 19 años: Elte, un pueblito rural de 2300 habitantes cerca de Münster, en el oeste de Alemania. Cuando ya terminó todo, filtrado y en un tren que cruza los campos perfectos de la Baja Sajonia rumbo a Amsterdam, apunto una breve lista de observaciones derivadas de la experiencia, sin ánimo de confundir lo particular con lo universal.
1. La fiesta dura tanto como un Lollapalooza
Los invitados llegan durante la tarde del viernes y se alojan donde pueden: apartamentos, casas rodantes, el hotel del pueblo. Hay agasajo de bienvenida con dos cerdos asados a la intemperie y cócteles entre casonas medievales. El sábado es la fiesta propiamente dicha: la novia entra en carruaje para una ceremonia laica en un claro del bosque, al otro lado del cementerio local. Todo sigue hasta la madrugada y se reanuda el domingo a las 11: brunch de resaca, fanfarria pueblerina y los elteraners que no habían sido convidados el sábado entran con regalos artesanales: vinos, dulces y licores caseros en cajas de madera decoradas con paja. La cosa sigue hasta que se hace de noche. Serán 50 horas de parranda con intervalos.
2. Los novios forman parte del equipo de trabajo
Cuando llego, faltan unas horas para el comienzo de todo y mi amigo está en bermudas, moviendo cajas y terminando de montar el salón, una carpa para más de 200 invitados con piso de madera. Su mujer coordina detalles dándole la teta a un bebé de seis meses. Es una fiesta grande y de presupuesto holgado, pero acá los novios son también mano de obra; no se les caen los anillos si tienen que ajustar las tuercas de una calesita mecánica o cargar cajones de botellas.
3. La estructura es completamente distinta
Acostumbrado a la dinámica que alterna comida, baile y videos emocionales como en una sesión de crossfit, el formato de esta fiesta es una novedad. El sábado la gente llega almorzada y luego de la ceremonia se corta el pastel, que parece sacado de una película de Disney. Luego vienen horas de bebida y conversación, una cena a las 7 con el sol todavía alto y una ronda acotada de baile con música en vivo. El resto es conversación y alcohol.
4. Sí, beben una barbaridad
El ritmo de ingesta líquida de los alemanes, lo sabemos, es arrollador. Más allá del champán, el vino y el Aperol Spritz, el combustible elemental es la cerveza tirada. Las canillas parecen conectadas a termas subterráneas, no tienen respiro. Sin embargo...
5. La disciplina no se mancha
No importa cuánto beban, al menos estos alemanes no perderán la compostura. No hay gritos, coreos descontroladas ni tíos ebrios liderando trencitos de la alegría con la corbata de vincha. "Sí –me dice un periodista de Leipzig con una sonrisa socarrona–, los alemanes tienen un tema con la disciplina".
6. Luxus ist Vulgarität
La vieja máxima ricotera que dice que el lujo vulgaridad es ley en estas tierras. No hay un solo rasgo de ostentación. La oferta gastronómica es generosa en su racionalidad: no se revolean lonchas de salmón como si fuera papel picado, y no se desperdicia nada. El domingo nos comemos las sobras y, por supuesto, saben mucho mejor que en la víspera.
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