Regina Pacini & Marcelo Torcuato de Alvear: el dandy y la diva del canto
En 1907, el soltero más codiciado de la Argentina, Marcelo T. de Alvear, se casó con una soprano portuguesa consagrada, Regina Pacini, que dejó el bel canto para seguirlo en su destino de presidente de un país lejano. Hasta que murió, en 1965, ella llevaba todos los meses un enorme ramo de rosas a la tumba de su marido
Mucha gente se acercó aquel sábado 29 de abril de 1907 a la iglesia de Nuestra Señora de la Encarnación, construida en 1567 en el Chiado, el barrio céntrico de Lisboa, para ver de cerca una boda que prometía ser fastuosa. Se casaba Regina Pacini, la soprano ligera que era ídolo de los melómanos portugueses desde que, a los 17 años –casi dos décadas antes– había debutado en el Teatro Real de San Carlos, el coliseo operístico de Lisboa. Lo de Regina había sido debut y consagración: en la sala estaba la reina de Portugal, doña Amalia. Regina cantó La sonámbula, de Vincenzo Bellini, y el teatro se vino abajo. Del novio, en cambio, se sabía poco. Sólo que era un tal Alvear, millonario sudamericano. A las nueve en punto de la mañana se abrieron las puertas de la sacristía y una pareja avanzó hacia el altar. Pero, ante el desconcierto general, quienes aparecieron fueron... una criada y un agente de policía, rojos de vergüenza ante aquella multitud. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaban la prima donna y su novio potentado?
Marcelo Torcuato de Alvear y Regina Pacini se habían casado a las siete de la mañana, cuando la iglesia estaba desierta. Con aquella ceremonia casi clandestina culminaba (o quizás empezaba) una historia de amor que iba a desafiar varios tabúes de la sociedad argentina.
Ella había sido llamada Regina por haber nacido el Día de Reyes de 1871. Vino al mundo en la rua de Loreto. Era hija de una andaluza, Felicia Quintero, y de un italiano, Pietro Pacini, director escénico del Real de San Carlos y autor de noventa óperas. A los dieciséis años tenía una voz de cristal. Su carrera fue imparable y conquistó todos los baluartes de la lírica: se rindieron al hechizo de su voz el Liceo de Barcelona, la Scala de Milán, la Opera de París. En el Covent Garden de Londres cantó Lucía de Lammermoor con Enrico Caruso. Aunque no fuera muy agraciada, quisieron casarse con ella millonarios y militares rusos, polacos, suecos. A todos les dijo que no, porque quería dedicarse a su carrera, y lo hizo.
El primer Alvear, bisabuelo de Marcelo Torcuato, había llegado a Buenos Aires en el siglo XVIII. Su abuelo, el general Carlos María de Alvear, era héroe de la independencia. Su padre, Torcuato de Alvear, había sido intendente de Buenos Aires durante la primera presidencia del general Julio A. Roca. Marcelo Torcuato, nacido en 1868, era un joven alegre, expansivo, dicharachero. Se recibió de abogado sin problemas. Era aficionado a las parrandas, a las coristas, al goce de la noche. Un auténtico "niño bien". Su fortuna era inmensa. No solamente la que le había legado su padre, sino la que había obtenido de su madre, Elvira Pacheco, hija del general rosista Angel Pacheco. El efectivo de Alvear a comienzos del siglo XX rondaba el millón de pesos. ¡Un millón de pesos del año 1900!
Todo llevaba a Alvear a convertirse en un político de la oligarquía. Sin embargo, en 1890, un grupo de amigos, estudiantes de clase alta, entre los que estaban Carlos Rodríguez Larreta, Angel Gallardo y Octavio Pico, disconformes con el mediocre gobierno del presidente Miguel Juárez Celman, participaron en la Revolución del Parque, que fue el bautismo de fuego de la naciente Unión Cívica Radical. En esas jornadas de lucha, Marcelo trató al fogoso tribuno Leandro N. Alem y a un político de la parroquia de Balvanera, dieciséis años mayor que Marcelo y que iba a ser importante en su vida: Hipólito Yrigoyen. Alvear quedó marcado por aquella algarada juvenil y, con esa lealtad que le reconocen hasta sus detractores, se convirtió en militante de la nueva causa, lo que le acarreó disgustos, e incluso cárcel.
1889. Uno de los primos de Marcelo (el melómano Diego de Alvear) había escuchado a Regina Pacini en el Solís de Montevideo y le elogió a Marcelo la voz maravillosa de la jovencísima soprano ligera portuguesa. Allí estaba Marcelo en su palco del Politeama. Alto, bien plantado (era un deportista cabal, de la estirpe de los Duggan o los Newbery), con unos bigotes mosqueteriles. ¿Qué sintió Marcelo cuando escuchó a Regina cantar El barbero de Sevilla? Debió de ser algo muy fuerte. Dicen que cada vez que él la escuchaba en un escenario, los ojos se le llenaban de lágrimas. Esa misma noche se enamoró perdidamente. Le mandó varias docenas de rosas rojas y blancas y una pulsera de oro y brillantes. Regina, acostumbrada a los desbordes de sus admiradores, le devolvió la pulsera y partió de regreso a Europa. Pero Marcelo no dejaría escapar esa presa. Para él, viajar a Europa era como ir al café de la esquina. Empezó a recorrer los mejores teatros de Madrid, París, Londres, Montecarlo, Budapest, Odessa, y llenaba los camarines de Regina Pacini con miles y miles de rosas rojas y blancas.
Prejuicios de clase
En las fiestas de las embajadas argentinas y en los salones de la aristocracia europea a los que ambos tenían acceso (él por su origen y ella por sus triunfos artísticos), Regina y Marcelo se fueron conociendo, quizás intimaron. En 1901, Regina volvió a Buenos Aires, esta vez para cantar en el teatro San Martín de la calle Esmeralda. En 1903, Marcelo, tras haberla seguido por medio mundo, se declaró y ella le dio el sí, pero puso como condición cantar cuatro años más.
Porque él, como no podía ser de otra manera en aquella época, le exigió que una vez casada dejara de cantar. Cuando finalmente se fijó fecha para la boda, la noticia consternó a la aristocracia argentina. ¡Aquella portuguesa fea y bajita había enganchado al soltero de oro, al mejor partido del país, por el que suspiraban las más bellas herederas, chicas de las familias Peña, Anchorena, Alzaga!
La resistencia sorda de la sociedad porteña a aceptar a la Pacini (extranjera y, lo que era entonces un pecado imperdonable, artista) afloró en su segunda visita, cuando ya Marcelo no ocultaba su amor. Días antes de la boda, quinientas personas de su clase social le enviaron un telegrama al novio pidiéndole que "recapacitara". Marcelo lo recibió durante la despedida de soltero, en París, y se deprimió mucho. La fiesta se convirtió en un velorio. También Felicia estuvo en contra de la boda porque no quería que su hija dejara de cantar. La tirantez entre suegra y yerno duró toda la vida.
La ceremonia secreta en Lisboa fue una bofetada a los prejuicios de clase. Debe pensarse lo que significaba la familia Alvear. Aunque don Torcuato y doña Elvira ya habían muerto, los hermanos de Marcelo (uno de ellos, Carlos, era entonces intendente de Buenos Aires), sus numerosos sobrinos, primos, tíos y tías conformaban la elite social de Buenos Aires, que quedaba así excluida de participar en una ceremonia de alto valor simbólico.
La noche de bodas transcurrió en el Royal Hotel, en Estoril, la ciudad del aire perfumado. La suite nupcial estaba llena de rosas y en el fonógrafo sonaba L’elisir d’amore cantado por Regina. El le hizo un regalo de bodas fabuloso: Coeur Volant, un castillo normando en Versailles, cerca de París. La pareja lo amuebló con refinamiento y lo habitó por largos años. La mejor habitación, con un piano y un atril, era como un teatro en miniatura. Desde entonces, ella cantaría para una sola persona: Marcelo. Los pocos discos que habían registrado su voz, la propia Regina los retiró de circulación. ¿Sacrificó ella su carrera? En todo caso, cantó profesionalmente durante veinte años, y si bien se retiró en su apogeo, tenía 36 años cuando se casó con un Alvear de 39.
Durante cuatro años no pisaron Buenos Aires. El regreso se produjo recién en 1911. Se encontraron con un medio hostil. Un incidente grave se produjo durante la fiesta de bodas de Elvirita de Alvear, en El Talar de Pacheco. Ninguna mujer le hablaba a Regina. Dicen que Marcelo, cuya fama de mujeriego siempre había sido amplia, le dijo a su esposa, indignado: "No te preocupés Regina, que a todas éstas yo les levanté las polleras". Que Alvear fuera así nunca le preocupó a Regina, porque sabía que siempre volvería con ella. Vivieron juntos durante 35 años. No tuvieron hijos, y ella lo acompañó, en las duras y en las maduras.
Fue el general Julio A. Roca quien rompió el cerco social cuando, en una recepción oficial, se acercó a Regina para conversar amablemente con ella. Desde entonces, la guerra contra la "advenediza" se atenuó.
En 1912, Marcelo fue elegido diputado. Su actuación no pasó de discreta. Era entonces muy mal orador (recién en su madurez adquirió la destreza y el gusto de hablar para multitudes). Cuando Hipólito Yrigoyen llegó a la presidencia, en 1916, nombró a Alvear ministro plenipotenciario en París. Secundado por Regina, su desempeño fue brillante: los principales políticos franceses –Raymond Poincaré, Georges Clemenceau– frecuentaban Coeur Volant. Cuando, en 1922, Yrigoyen designó sucesor –su palabra era orden para la convención radical–, el dedazo del Peludo recayó en Marcelo, algo que muchos no podían creer. Contaba Ramón Columba, taquígrafo parlamentario y caricaturista político, que la gente se decía: ¿Marcelo presidente? Y lanzaban una carcajada. ¿Por qué Yrigoyen eligió a Alvear como su sucesor? Es cierto que aquél tenía por Marcelo una debilidad personal, y apreciaba su energía y coraje, así como su inclaudicable optimismo. Los historiadores tienen diferentes explicaciones sobre el gesto de Yrigoyen, pero prevalece la idea de que quiso dejar en la Rosada a un hombre leal, y asegurarse de que, en 1928, al término de seis años, le devolviese el poder.
Marcelo parecía predestinado al éxito. Le tocó gobernar durante los años de bonanza que fueron de 1922 a 1928. La Argentina creció a buen ritmo y no hubo grandes conflictos. Fue la última década feliz de una Argentina opulenta. Presidió incontables inauguraciones, recepciones y fiestas. A su lado, Regina fue una primera dama discreta, que apoyó las actividades culturales con entusiasmo. Infaltable en las funciones del Colón, la pareja presidencial atravesó una época de fermentos creativos. Los jóvenes escritores apreciaban a un presidente que asistía a las lecturas poéticas en el Tortoni, frecuentado por vates vanguardistas como Jorge Luis Borges o comunistas como Raúl González Tuñón. En cuanto a Victoria Ocampo, con quien se dice que Marcelo tuvo un affaire, lo adoraba: lo definió como "un ser inverosímilmente perfecto".
Regina es recordada por una obra en la que se empeñó a fondo, con el pleno apoyo de su marido: la Casa del Teatro, inaugurada en 1938, un lugar para que los teatristas terminen con dignidad su vida. Hoy alberga a 46 pensionistas, incluida la viuda del mago Fu Man Chú.
¿Cuál fue el rol político de Regina? Es difícil decirlo, por el pudor y la discreción que la distinguían. Ella no creó un nuevo Marcelo, aunque la figura de Regina se agigantó durante los últimos diez años de Alvear, cuando la buena fortuna se trocó en infelicidad para el país y en duras pruebas para la pareja. Un biógrafo de Agustín P. Justo cuenta que este general, que fue el ministro de guerra de Alvear, había adquirido su chalet de la avenida Federico Lacroze, en Belgrano, para estar cerca de la que era entonces la residencia de los Alvear, y que frecuentaba cada día la casa del presidente para congraciarse con éste. La intuición de Regina le decía que había algo tortuoso en la sumisión de Justo, a quien no soportaba. En 1932, el gobierno surgido del golpe de Estado proscribió la candidatura de Alvear para favorecer a Justo. Ya en el gobierno, que ocupó de 1932 a 1938, Agustín P. Justo encarceló a Alvear en Martín García. Entonces afloró la fibra de Regina. Durante el terrible verano del ’33, que Marcelo pasó preso en un barracón de la isla, agobiado por los mosquitos y bañándose en una única canilla con otros centenares de detenidos políticos, Regina cruzó más de cincuenta veces el río en una barca, a veces desafiando furiosos oleajes, para llevar mudas, comida y aliento a su marido.
En 1938, los radicales proclamaron la fórmula Alvear-Mosca, y allí fue Marcelo, enhiesto aunque ya casi setentón, a recorrer el país como un principiante, hostilizado por las patotas conservadoras, la policía brava y algunos radicales yrigoyenistas que lo tachaban de traidor, mientras que ganaba la admiración de muchos argentinos por no claudicar en la lucha contra el fraude, ese flagelo que, finalmente, le birló el triunfo y consagró presidente a Roberto Ortiz. Alvear había perdido casi toda su fortuna, en parte por su vida de lujos y placeres, en parte porque la política se la había comido. Al morir, le quedaban Villa Regina, su residencia de Mar del Plata (hipotecada); Villa Elvira, en Don Torcuato (la hizo construir en 1942, la bautizó en recuerdo de su madre y sólo vivió allí quince días), un auto Buick ’41 y un capital de 150.000 pesos, cifra ya consumida por la inflación.
El 23 de marzo de 1942, Marcelo, fulminado por una crisis cardíaca, terminó sus días en Don Torcuato. A su lado, la mano en la mano, estaba Regina Pacini.
Ella lo sobrevivió largos años. Se refugió en Villa Elvira. Murió en 1965, a los 95 años. El día 23 de cada mes, Regina iba a la Recoleta y le llevaba a su marido un gran ramo de rosas blancas y rojas. Se sentaba en una sillita en el interior de la bóveda y pasaba largo rato allí. Sus labios se movían, las lágrimas le afloraban a los ojos como si hablara con Marcelo, como si pronunciara palabras de amor.