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Sant’Angelo d’Alife, es un municipio situado en el territorio de la Provincia de Caserta a menos de 60 kilómetros de Nápoles. En este pequeño pueblo fue donde Antonio Ferraro dio sus primeros pasos como sastre. Hoy, con sus 83 años y su pasión intacta, recuerda como si fuera ayer cuando su maestro, Simeone, le enseñó a tomar medidas, cortar los diferentes tipos de telas, hilvanar, utilizar el dedal y a coser. “Cada traje, como cada cliente, es único. Aquí los realizo a medida y de manera totalmente artesanal”, dice Antonio desde su sastrería Fabio, ubicada en la calle Arenales al 2300. Ya considerada un clásico de Recoleta.
Como el comercio se llama “Fabio”, varios asumen que es su nombre y suelen saludarlo de ese modo cuando ingresan y lo ven concentrado en su mesa de trabajo. Cada vez que él escucha un “Buenos días Fabio”, sonríe. Es que hace más de 45 años que está en el barrio y ya se acostumbró a dicha confusión. Los que lo conocen lo llaman por su verdadero nombre, Antonio. Sólo de vez en cuando, a sus nuevos clientes les explica que en realidad el nombre de su sastrería es en honor a su primer hijo: Fabio.
Don Antonio es italiano, de hecho todavía aún conserva su entrañable acento, y en más de una oportunidad entremezcla alguna que otra palabra en su idioma de origen. Es todo un gentleman, bien prolijo y atento a cada detalle. Siempre luce impecable, como un caballero de los de antes: camisa, corbata que cambia de tono y modelo según el día de la semana y su distintivo chaleco (que él mismo diseñó y cosió). Serán los años de experiencia de su entrenada mirada, pero apenas ingresa un nuevo cliente sabe asesorarlo con el modelo y la tela. Cuenta que cada recomendación es según la silueta y estatura correspondiente.
Mientras plancha un pantalón de saco, cuenta que aprendió los gajes del oficio cuando tenía tan solo doce años en su tierra natal. En Italia en todos los pueblos, por más pequeños que sean, se encuentran sastrerías. Antonio tuvo la suerte de aprender el oficio junto a Simeone, el mismo maestro que le enseñó a su padre, Ángel. “Mi padre había regresado de la guerra y se puso a trabajar en una pequeña sastrería. Como yo no quería estudiar, él me dijo que aprendiera un oficio que me gustara. Me entusiasmó este arte”, admite. Era muy joven y aún recuerda la primera lección que le dio su profesor: “No debes venir desprolijo a trabajar. Siempre ponte saco y corbata, a los clientes no les podemos dar la impresión de estar mal vestidos nosotros que realizamos trajes a medida”. El jovencito no se olvidó de sus consejos y al día de hoy continúa luciendo impecable para recibir a su fiel clientela.
El oficio del sastre es un proceso largo y complejo
Según explica se necesitan muchos años y práctica. “Tengo más de 60 años de experiencia y todavía me sigo perfeccionando. Siempre hay detalles para aprender”, reconoce. Y recuerda que cuando comenzó como aprendiz su maestro le ató el dedo donde va el dedal, por seis meses, para que se acostumbre a tenerlo inclinado. “Tenés que calcular aproximadamente cinco años para aprender a hacer un buen saco. Eso fue lo que me costó a mí”. En esa época, lo último que te enseñaban era a coser la manga y el cuello del saco (una de las partes más complejas). “El maestro se encargaba de terminarlo. En parte esto era un poco por picardía, no te enseñaban todo del oficio para que vos no te vayas”, admite, entre risas.
¿Y cómo llegaste a Argentina?, se le pregunta. Fue gracias a su hermano Livio, quien desde hace algunos años se había instalado en Buenos Aires. En el año 1957 Antonio (con 17 años) junto a sus padres y hermana, decidieron emprender un nuevo camino en América. “Por aquel entonces nunca imaginé que iba a volver a ser sastre. En mi maleta no había traído ni el dedal, ni mis agujas. Pensé que me iba a dedicar a otro rubro. De hecho soñaba con ser músico siempre fui un apasionado del clarinete y la guitarra”, recuerda. Pero casi sin pensarlo a los veinte días de haber llegado comenzó a trabajar en la clásica sastrería de la ciudad: Oscense. “Lo único que sabía decir en español era “Buen día”, pero en el oficio había muchos italianos que me fueron enseñando cómo manejarme con el idioma”, expresa.
Luego, trabajó durante más de diez años en “Casa Muñoz”, otro ícono. Recién en 1968 se abrió un negocio propio. Junto a su padre Ángel y su mujer alquilaron un pequeño local, sobre Ayacucho y Viamonte, para inaugurar la sastrería “Fabio”. Al poco tiempo, se convirtió en un clásico de la zona. Años más tarde, en marzo de 1973, se mudaron a su ubicación actual en pleno Recoleta.
Antonio es un personaje muy querido en el barrio. El cartel de la vidriera lo anticipa: “medidas finas en 48hs”. En su atelier sobre la mesa de trabajo tiene una antigua plancha de sastre (que pesa entre siete y ocho kilos) y diferentes herramientas, como su preciado tesoro: una tijera de 35 centímetros de largo. Cuando ingresa un nuevo cliente le toma las medidas y eligen la tela (lana, lino, entre otras) y el color de los muestrarios. Luego va tizando la tela con la medida, las corta y va cosiendo a mano una por una de las partes del saco. Generalmente los clientes tienen dos pruebas distintas. En la segunda si todo va encaminado, le cose las mangas, los botones y se retocan los detalles. Por último lo plancha para entregarlo perfecto y listo para su uso.
“Realizo el trabajo tradicional a medida. Este saco está hecho todo a mano (hasta los ojales). Tiene miles de puntadas. Cada pieza es única. Como una obra de arte”, cuenta, mientras muestra una de sus últimas creaciones: un traje impecable color gris oscuro y admite que: “los argentinos son clásicos ya que los trajes que más salen son los oscuros ya sea azul, gris o negro”.
Para la producción él tiene un ritual: no corta ninguna pieza del traje con molde. A cada uno, con las medidas del cliente, los diseña con la ayuda de una regla y escuadra de madera, dos de sus herramientas indispensables. “Hay que cortar el saco y pensar en la persona que tenés adelante. Este es uno de los secretos del oficio. Es importante tener en cuenta cómo camina, se para y cómo es la conformación de su cuerpo. Hay que resaltar sus virtudes y minimizar sus defectos (por, ejemplo si tiene panza). Lo más difícil de esta prenda es el cuello y la manga. La costura de los hombros también es de suma importancia”, cuenta, quien admite que le gusta trabajar parado y no sentado, a diferencia de la mayoría de los sastres. “Es una maña que tengo, me siento más cómodo. Cuando estoy sentado me lleno de hilachas y me arrugo el pantalón”, agrega, entre risas.
Los géneros, en su mayoría, son importados. Actualmente tiene telas de lana, lino, entre otras, inglesas, italianas y también brasileras. Una de sus favoritas son las italianas Súper 180. Mientras plancha, recuerda con nostalgia, la época en la que había gran variedad de opciones de telas nacionales y sastrerías. “Cambió mucho las formas de vestirse. Antes ibas caminando por la calle y estaban todos los hombres luciendo traje y sombrero. Es una pena, pero cada vez quedan menos sastres en la ciudad”, admite. Sus principales clientes son los abogados y también los hombres de negocios. De vez en cuando, también tiene algunos pedidos especiales para casamientos.
Antonio es fanático de los trajes
En su armario tiene más de treinta sacos y admite que sus favoritos son los de color oscuro. “Mi mujer me carga y me dice que le estoy sacando cada vez más espacio del placard”, confiesa, entre risas.
¿Qué es lo que más te apasiona de este oficio milenario? “Me gusta todo. Soy un agradecido de poder trabajar de lo que me gusta. Voy a seguir en mi local hasta que el cuerpo diga basta. Doy gracias a Dios que tengo salud”, concluye.
Un nuevo cliente ingresó al local y le dice: “¿Usted es el sastre Fabio?”, “No, Antonio”, le responde y le empieza a contar su historia: soy italiano y aprendí el oficio en mi pueblo Sant’Angelo d’Alife. Afuera hace frío, pero en este pequeño local, al calor de la antigua plancha, está calentito.
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