Raniero Luis Enrique Majencio Beltrán Grimaldi –conocido como Raniero III de Mónaco– amaba la pequeña extensión de tierra en la que nació, el 31 de mayo de 1923. Y sabía que estaba destinado a ser el príncipe moderno que hiciera de esa roca de dos kilómetros cuadrados con vista al Mediterráneo un reino donde todos los sueños parecen posibles. Por eso, aunque la historia de los Grimaldi se remonta a 1297, fue él –casi setecientos años más tarde, cuando accedió al trono en 1950 tras la abdicación de su abuelo, el príncipe Luis II– quien le dio vida, brillo y fama internacional al principado, empeñándose a fondo en las relaciones sociales para conseguir objetivos clave: representación política para su reino, que Mónaco fuera un destino turístico codiciado y, al mismo tiempo, una plaza fuerte de negocios y finanzas.
Educado en Gran Bretaña, Suiza y Francia, el joven príncipe conocía de memoria los códigos de la Europa aristocrática, pero como había servido en el ejército francés durante la II Guerra Mundial (fue oficial de artillería), también sabía de la dureza de la guerra. Dos experiencias que marcaron a fuego su vida y serían los ejes rectores de sus cincuenta y cinco años de reinado: con la presencia de Raniero en palacio y su trabajo incansable como "embajador" de las bondades de su exclusivo paraíso, el nombre del principado empezó a correr de boca en boca entre los millonarios y celebridades del mundo y, rápidamente, se transformó en sinónimo de buen vivir y en el lugar más glamoroso de la Costa Azul. En la medida en que el principado se tornaba un sitio próspero y alcanzaba renombre por su Gran Premio de Fórmula 1 y por el emblemático casino de Montecarlo, el puerto se fue colmando de yachts de lujo.
CAMINO AL TRONO
El caso de Raniero III es único entre las Casas Reales contemporáneas. Su abuelo, Luis II, no tuvo hijos con su esposa, la princesa Ghislaine, razón por la cual el gobierno francés aceptó que reconociese como suya a Charlotte, la hija extramatrimonial fruto de su relación con Marie Juliette Louvet. Entonces, en 1919 Charlotte, la ma-dre de Raniero, se convirtió en Charlotte Grimaldi, princesa heredera de Mónaco y duquesa de Valentinois. Con esa decisión, Luis II salvó el futuro de los Grimaldi en el trono y también, el futuro del principado dado que, según las leyes vigentes, si el soberano monegasco no tiene descendencia, Mónaco pierde su independencia y pasa a formar parte de Francia.
Raniero III –su padre fue Pierre de Polignac, conde de Polignac– tomó el relevo de su abuelo porque, en 1944, su madre renunció a los derechos dinásticos: el 11 de abril de 1950 –Luis II murió el 9 de mayo de 1949–, resultó coronado como trigésimo príncipe de Mónaco y recibió también los títulos nobiliarios de duque de Valentinois, marqués de Baux, conde de Carlades y barón de Saint-Lô. Tenía 26 años.
En el momento de ascender al trono, el flamante soberano se encontró con un tesoro prácticamente inexistente y un reino sin porvenir. Y, para encarar la tarea de reconstrucción que tenía en mente, contó con la ayuda de su amigo, el magnate griego Aristóteles Onassis, quien no sólo lo auxilió con el primer millón de dólares, sino que, además, se hizo cargo de la Société des Bains de Mer, empresa que con el tiempo impulsaría la transformación de Montecarlo hasta convertir a la ciudad en una parada obligada para el jet set que veraneaba en Cannes, Niza y Saint-Tropez. Como príncipe de Mónaco, Raniero también fue responsable de la nueva Constitución de 1962, que redujo el poder del soberano y puso a Mónaco en la lista de las monarquías hereditarias y constitucionales.
UN PRÍNCIPE ENAMORADO
A los 32, el príncipe brindaba una imagen de playboy millonario y atractivo, y aunque tenía apuro por casarse para asegurar la descendencia y que su reino no pasara a ser un protectorado francés, su relación con la actriz francesa Gisèle Pascal no era aprobada por sus súbditos. Así, y siguiendo los consejos de su amigo Ari Onassis, se propuso conquistar a Marilyn Monroe. Pero sus títulos y sus millones no fueron suficiente para que la rubia más famosa se enamorara de él, y Raniero terminó por abandonar el intento de conquista. Sin embargo, el azar estaría de su lado en 1955, cuando le presentaron a la actriz Grace Kelly en el Festival de Cannes –que durante esos días se convertía en la vidriera del mundo– y el destino de los dos se torcería para siempre.
Ella era una estrella de Hollywood: espectacular y distante, había tenido varios romances y roto el corazón de más de un galán de cine. Pero como en los cuentos de hadas, cuando conoció a su príncipe azul supo que se casaría con ese hombre serio, riguroso y apegado al protocolo. Aunque el flechazo fue fuertísimo, Grace dejó Cannes enseguida para volver a Estados Unidos a filmar El cisne. Y Raniero se refugió en palacio, sin poder dejar de pensar en esa mujer que acababa de conocer. Las cartas iban y venían de un lado al otro del Atlántico, cargadas de la pasión que la distancia encendía aún más. Como en un guión de ficción, pero ciento por ciento real. Unos pocos meses más tarde, se comprometieron: él viajó a Filadelfia a conocer a los Kelly y le regaló a Grace un anillo Cartier de oro blanco y amarillo de 18 quilates, con un diamante fancy central y doce diamantes blancos que adornaban la piedra principal. Ella, enamorada, lo lució en casi todo el rodaje de Alta sociedad, su última película. Se casaron el 18 de abril de 1956 y su boda unió a la realeza europea con Hollywood.
LA BODA DEL SIGLO
Durante varias semanas se habló de la boda real en buena parte del mundo y, cuando llegó el momento, treinta millones de personas siguieron la ceremonia por televisión. Mientras la actriz que sería princesa se preparaba para el gran día, los Kelly embarcaron en Nueva York rumbo a Europa y, una semana después, fueron recibidos por Grace, quien ya había sido entrenada en ceremonial y protocolo para saber cómo manejarse de acuerdo con su nuevo status.
La ceremonia civil tuvo lugar en el Salón del Trono del Palacio de los Grimaldi y, en ese mismo momento, ella obtuvo sus títulos y se transformó en Su Alteza Serenísima Grace de Mónaco. Al día siguiente, una boda religiosa de las más fastuosas jamás vista: la novia, radiante entre nubes de seda, tafetán y miles de perlas cosidas a mano (el vestido lo había ideado la encargada de vestuario de la MGM, Helen Rose, y escondía el trabajo de casi dos meses de treinta y seis costureras), entró en la catedral de Nuestra Señora Inmaculada para consumar el cuento de hadas frente a seiscientos invitados. Su prometido la esperaba en el altar, vestido con uniforme de gala y todas sus condecoraciones en la pechera. Alfred Hitchcock ofició como padrino y, junto a él, lo más granado de Hollywood estuvo presente. Por el lado del novio se destacaban Aristóteles Onassis, su amigo y confidente, y el rey Faruk de Egipto. Era el final cinematográfico que merecía el love story que tenía suspirando al planeta.
PAPÁ RANIERO
Mientras los príncipes se embarcaban en la aventura de hacer de Mónaco un reino soñado, en 1957 nació su primera hija: Carolina Luisa Margarita. Y, un año más tarde, Raniero de Mónaco recibió con felicidad la llegada del varón, Alberto Alejandro Luis Pedro, que le aseguraba la continuidad de su dinastía. Así, mientras el esplendor del principado empezaba a hacerse tangible gracias a sus casinos, su pasión por el circo, el glamour de los bailes a la vieja usanza que Grace recreó con toques norteamericanos y la habilidad del monarca –un auténtico businessman– para la gestión de propiedades, inversiones y acciones, en 1965 nació Estefanía María Isabel, la última hija. Todo resplandecía en una de las familias reales más miradas de Europa. Pero Raniero, el fuerte, el bon vivant, le quedaba mucho por sufrir.
CORAZÓN DESTROZADO
El golpe más duro para él fue, sin dudas, la muerte de su mujer en un accidente automovilístico, el 13 de septiembre de 1982. Grace y Estefanía volvían de la casa en Mont Agel, el punto más alto de Mónaco donde la familia tenía una casa llamada "Roc Agel", y aunque nunca quedó del todo claro qué pasó en la ruta (se dice que la princesa tuvo un ataque cardíaco mientras manejaba, pero otras versiones indican que era Estefanía quien iba al volante), lo cierto es que chocaron y pese a que Grace llegó viva al hospital, no lograron salvarla. Su funeral fue tan impactante como lo había sido la propia boda –estuvieron presentes desde Lady Di hasta Cary Grant– y, finalmente, el 18 de septiembre, el cuerpo de la princesa de Mónaco fue depositado en la cripta real. Un Raniero destrozado apareció ante al mundo para despedir a la mujer de su vida.
Después, los años le depararon otros desafíos complicados, como las azarosas vidas sentimentales de sus dos hijas, Carolina y Estefanía, la empedernida soltería del príncipe Alberto (el heredero recién se casó con Charlene en julio de 2011, seis años después de la muerte de su padre).
Sin embargo, y pesar de sus años, el príncipe más amado de la Costa Azul cumplió hasta el final con sus obligaciones: el Baile de la Rosa, el circo, el saludo desde el balcón de palacio cada 19 de noviembre (Día Nacional de Mónaco) eran citas sagradas para él. Murió el 6 de abril de 2005, tras quince días de agonía. Y así cerró el capítulo más intenso de la historia del pequeño país mediterráneo. Tenía 81 años y una fortuna estimada en dos mil millones de euros.
El funeral, con la presencia de miembros de las Casas Reales de toda Europa, fue en la Catedral de San Nicolás el viernes 15, donde Raniero fue inhumado junto a su adorada Grace. Tras su muerte, el príncipe heredero, Alberto, tomó las riendas del principado, y asumió las responsabilidades dinásticas con naturalidad, tal como lo hubiera querido su padre.
Otras noticias de Realeza
Más leídas de Lifestyle
Para considerar. El alimento que un cardiólogo recomendó no incluir jamás en el desayuno
Revolucionario. Buscaba tener dinero y descubrió una fórmula que cambió al mundo para siempre
Secreto de jardín. El fertilizante ideal para hacer crecer las plantas en tiempo récord: se prepara en casa y es barato
Alerta. Qué le pasa al organismo si no consumo magnesio