Fue productor musical de Maxi Trusso e integrante de El Símbolo, banda hitera de los 90. Hoy es un experto en panes y referente del amasado en redes sociales bajo el alias Gluten Morgen
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Estamos en la década del 90. Ramón tiene 23 años y está viajando en el avión de Xuxa. Toca el teclado en un grupo llamado El Símbolo, banda hitera argentina que vende miles de discos y da shows en festivales para 100.000 personas en Europa. La mismísima Xuxa, reina de los bajitos, quiere tener a la banda sonando en vivo en su programa y por eso envía un jet privado para que Francisco “Frank” Fernández Madero −cantante− y Ramón Garriga −teclados− hagan lo suyo en el prime time de la tevé brasileña. Con las butacas reclinadas, volando a Río de Janeiro, hacen tintinear los hielitos en el vaso y celebran un futuro hecho de estrellas. Nada hace suponer, en ese momento, que el tecladista de El Símbolo será apodado, casi tres décadas más tarde, el padre argentino del pan de masa madre.
Ramón Garriga no se acuerda de los detalles de ese vuelo. Ni siquiera podría jurar que hubiera hielos tintineando en ningún vaso ni que haya reclinado el asiento en el jet de Xuxa. No tiene tanto margen para ponerse melancólico. Es un hombre hiperactivo al que, claramente, le gusta más amasar que respirar. Dirige un emporio del pan que creó a pulmón: una Metro Goldwyn Mayer del panificado, que incluye un lab (laboratorio) de producción y experimentación, ubicado en Martínez, y una productora de medios, la Gluten Morgen TV.
Sus redes estallan por todos lados. Conocido en Instagram como gluten.morgen, tiene 300.000 seguidores, que se suman a los 500.000 de Facebook y a los 230.000 suscriptores del canal de YouTube. Da clases presenciales y virtuales para todo el mundo y dictó talleres en España y Uruguay; además, escribió un libro, Masa madre: Pan con sabor a pan (Penguin Random House, 2019), en coautoría con la bioquímica y cocinera Mariana Koppmann, que va por la cuarta edición.
¿Masa qué?
No es tan evidente que todos sepan qué es el pan de masa madre. En tiempos en que la inteligentzia progresista y la dictadura de la vida sana le declararon la guerra a las harinas procesadas, la estrella ya no es más el miñoncito, la baguette ni la figazza del almacén de la esquina, sino el pan de masa madre hecho en el hogar. ¿Pero cómo se hace? Muy simple, pero no apto para ansiosos. El proceso demanda cinco días y precisa tres ingredientes: harina, agua y tiempo (el bien más durable del quedate en casa). Se mezclan la harina y el agua en un frasco de vidrio, con proporciones criteriosas, y se va alimentando a la criatura con más agua y más harina. Al quinto día debería aparecer un engendro mutante que derrama las paredes del frasco, una especie de Miki Moko beige clarito, que no es más que una levadura natural, sin agregados químicos ni vicios ocultos.
“El pan de masa madre fermenta mucho tiempo, eso lo hace más digerible”, justifica Garriga, que da la entrevista en la productora que tiene con Frank Fernández Madero (sí, su coequiper de El Símbolo) en Martínez. La charla transcurre junto a un patio abierto en el que cuatro hornos apagados esperan entrar en acción. Este es el teatro de operaciones del panadero y aquí pasa sus días amasando, maquinando recetas y grabando clips para las redes sociales.
Los videos son ágiles (la edición es impecable) y se ven auténticos: Garriga es simpático, pero no cancherea; se planta como un antihéroe en camisa de manga corta sin más ambiciones que transmitir lo que sabe. A veces mete algún chiste, pero no trata de hacerse el gracioso. No abre mucho la boca para hablar y por eso da la sensación de estar contando un secreto o una picardía a punto de ocurrir. Prende un horno, tose por el humo, se tienta solo y transmite un mensaje feliz para todo inútil culinario que lo esté mirando. El subtítulo del video vendría a ser: “Sí, hasta vos podés hacer pan de masa madre si te bancás la ansiedad”.
El resultado de tanta actitud positiva se plasma en los tremendos caparazones de tortuga (panes) que saca del horno y presenta cada semana, junto con nuevas recetas, en el Gluten Morgen Show, en su canal de YouTube. En estos días está lanzando un nuevo programa de tevé, Horneados, compuesto de ocho capítulos, en el que Garriga y un chef invitado cocinan, charlan y encuentran variantes a una misma receta.
Si la pensaba, no le salía
Si la pensaba, no le salía. Ese podría ser uno de los lemas de Ramón Garriga. Y la historia dice así: un pibe de 17 años termina el colegio en 1990 y se muda con su familia a España. Fan de los videojuegos y de programar, se anota para estudiar Ingeniería en Telecomunicaciones y queda fascinado por la música electrónica, en la era del “Pump On The Jam” de Technotronic y el punchi punchi mesozoico. Arranca a trabajar en una inmobiliaria en Barcelona y con su primer sueldo compra un teclado; mientras tanto, vende casetes de música electrónica en tiendas de ropa y le manda esos compilados por correo a su amigo Frank, excompañero de banco en el colegio San Gabriel, que quedó en Buenos Aires. A los dos años, vuelve a la Argentina y se une a Frank para hacer música electrónica. Empiezan a sonar en un sub-submundo de boliches de acá (como el mítico Bunker, que les financia los discos) y se hacen llamar The Nation.
“Un día me pongo a silbar la canción de La Cucaracha y se me ocurre hacer una versión bailable”, recuerda Garriga. Vaya uno a saber cómo, y con qué dioses del azar involucrados, el tema se vuelve un hit en Europa, bajo el nombre de “La Cuca-marcha”, con discos de oro y platino en Alemania, Suiza y Austria. La canción se convierte −consta en Wikipedia− en la producción argentina de mayor ascenso en la historia de los rankings musicales europeos.
“Lo curioso es que nosotros no queríamos ser los artistas sino los productores”, explica. Pero la bestia está fuera de control y, la verdad sea dicha, Frank tiene toda la facha para hacer de frontman. Se mueve bien, puede cantar y, sin saberlo (¿cómo saberlo?), patenta coreografías que se bailarán en los casamientos de las siguientes décadas. Hacia 1994 son The New Nation (TNN) y engendran otro himno, que Marcelo Tinelli hace explotar en el éxito televisivo Ritmo de la Noche. La nueva canción, que muchos tararean hasta hoy, es “No te preocupes” (“yo te digo todo va a estar bien, no te preocupes más, oh no, mantén el movimiento”).
“Mientras «La Cuca-Marcha» arrasaba en Europa, «No te preocupes» nos hacía viajar por Argentina y América”, cuenta. Vuelan a Alemania y los reciben como reyes, con fanáticos en la puerta, entrevistas en la televisión y delirio general. Son secuestrados por Xuxa, que los levanta en su jet privado en San Pablo y los fleta a Río de Janeiro para tocar ese mismo día. Otra vuelta los invita Palito Ortega a presentarse en un estadio en Tucumán y escapan de milagro en un remís, justito antes de que los fanáticos les arrancaran la ropa y se los devorasen... literalmente.
Luego vienen otros hits: “1,2,3” y “Levantando las manos”, pero Garriga ya no quiere tocar en vivo. En el fondo, los shows −y estar arriba de un avión− nunca fueron lo suyo y prefiere ponerse a producir bandas. Pero lo más importante es que, como registro de sus viajes con El Símbolo, se lleva un amor más sincero que el de sus fans: el amor por la panera. “En los viajes siempre le prestaba atención al pan y creo que ahí empezó todo”, afirma.
En este preciso momento de la entrevista asoma la cabeza Frank, que recién llega de la calle. Parece congelado en 1991 y vuelto a descongelar en el 2021: el mismo pelo castaño impecable, la misma camisa pegada al cuerpo. Falta que haga la coreo de “Levantando las manos” y que todos en la casa se pongan a bailar como en el final de una fiesta de casamiento, justo antes del carnaval carioca. “Hago unas cosas y vengo”, avisa el Adonis, y desaparece de la escena. Para él no pasaron treinta años.
Que parezca un accidente
“No lo busqué, fue por accidente”, se ataja Garriga cuando le preguntan cómo nació su amor por el pan. La primera vez que escuchó hablar del asunto de la masa madre fue en el programa de tevé de los cocineros franceses Bruno Gillot y Olivier Hanocq. Por extensión, se hizo cliente asiduo de L’épi, la panadería que el dúo tienen sobre la calle Roseti, en Villa Ortúzar.
De a poco se fue animando a subir fotos de sus panes en un grupo de amantes de la cocina (con 73.000 seguidores en Facebook), el Buena Morfa Social Club. Y se sumó también a un grupo de panaderos, que celebró su primera juntada de camaradería en una clase con Koppmann, científica y una de las autoras del libro Caza Bacterias en la cocina. Cómo cocinar sin intoxicar a la familia. “La clase fue un viaje de egresados, la volvimos loca, nos divertimos y aprendimos muchísimo”, se acuerda. Con ella terminó escribiendo un libro (Masa madre: Pan con sabor a pan) y dando una capacitación teórico-práctica conjunta sobre el pan de masa madre.
A la nueva faceta de docente panadero faltaba sumarle una limpieza de cara a su Instagram, que hasta diciembre de 2016 se seguía llamando Cucamarcha. El nuevo nombre, gluten.morgen, era un juego de palabras con el saludo de buenos días en alemán (guten morgen) y la palabra gluten (además, el papá de Ramón es de origen germano). También tenía que despejar un espacio en la casa de Martínez, que en su planta baja tenía instalada la redacción de la revista Remix, fruto de la alianza de Garriga y Fernández Madero con Tuti Gianakis, uno de los arquitectos de la movida electrónica de principios de los 90. En ese espacio es donde hoy funciona el lab, y subiendo las escaleras está instalada la productora, que también abastece al mercado publicitario. En los pasillos del primer piso están colgados los discos de oro y platino que El Símbolo se agenció en Europa. Y también hay un estudio de grabación por donde pasaron figuras como Soledad Pastorutti e infinidad de bandas. En el estudio ya no hay músicos tocando instrumentos, sino computadoras en las que dos diseñadores editan las imágenes del nuevo show televisivo Horneados.
-¿No te resulta curioso que todo lo que te pasó “por accidente” (El Símbolo, el pan) terminó siendo un éxito?
-La verdad es que jamás hubiera pensado que iba a dedicarme a esto, a ser una especie de comunicador del pan. Con la música pasó algo parecido. Quería producir a otros que dieran la cara en el escenario y un día la cámara se dio vuelta y yo estaba ahí al frente. En los dos casos, la música y el pan, todo empezó como un hobby y se transformó en profesión.
-¿Qué fue lo más insólito que te pasó dando clases?
-Para empezar, jamás se me hubiera ocurrido que iba a ser algo parecido a un profesor de panadería. Y terminé dando clases por todos lados, en Barcelona y varias veces en Uruguay; incluso tenía planeado viajar a Chile, Alemania y México, pero se cortó todo por la pandemia. Ahora hago clases virtuales para gente de todo el mundo. Lo más insólito, y todavía me acuerdo, fue enseñarles a hacer pan a Dolli Irigoyen y a Christophe Krywonis. Vinieron los dos acá y yo estaba muerto de miedo. Imaginate: Christophe es francés, ¿cómo le iba a enseñar a hacer pan justo a él? Pensá que los veía por El Gourmet, eran mis ídolos.
-¿Hay algún tipo de moraleja del estilo “hacé lo que te gusta y te va a ir bien”?
-No sé si es una moraleja, pero a mí siempre me funcionó así: hago lo que me divierte, veo que a la gente le gusta y eso me retroalimenta. Estoy todo el día investigando y, aunque soy ansioso y un poco delirante, cuando tengo que esperar, espero (cinco días, en principio). La masa madre hizo eso conmigo, logró calmarme.
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