Una propina dada en tiempo y forma al botones, el conserje o las encargadas del housekeeping puede transformar una estadía en un hotel en algo maravilloso
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Lo he visto en las películas miles, millones de veces. El tipo llega a su habitación acompañado con el botones, revisa las instalaciones y desliza en el interior de la mano cerrada del empleado del hotel un billete. Lo hace de manera imperceptible y misteriosa. Porque tampoco llevó la mano en ningún momento hacia su propio bolsillo, como para que uno pueda decir “¡ahí está, ahí lo sacó!”. En lo que resta de película, el botones se mostrará atento y agradecido con este caballero y hasta, si se trata de una de detectives, lo ayudará a resolver el asesinato que llevó al pasajero allí en primera instancia.
Las veces que intenté repetir esto en la vida real el resultado fue un fiasco. O porque usé monedas en lugar de billetes y se me cayeron al piso en el medio de la transacción, o porque le di pesos argentinos (en un hotel neoyorquino) y el muchacho me miró con cara de “por esto te hubiera hecho cargar las valijas a vos”.
Las propinas son una verdadera ciencia
No tanto en los restaurantes, donde con un diez o quince por ciento las cosas quedan saldadas. Pero sí en los hoteles, donde la entrega debe ser precisa, mística, oportuna. No está de más averiguar antes de viajar cuánto se deja y en qué momento en cada destino.
Normas internacionales no escritas indican que al botones hay que darle entre uno y dos dólares por cada bulto que cargó hasta la habitación. Suele decirse que lo mejor es entregar billetes y no monedas, lo que pone a los argentinos castigados por un cambio negativo en la penosa obligación de entregar cinco euros (el billete más pequeño de esa denominación) en hoteles europeos. No obstante, aquellos que no temen romper esquemas sociales, en particular cuando está su bolsillo en juego, pueden probar con una de dos euros, que al menos es grandecita.
Esto de los billetes corre para todas las otras propinas que se entregan en hoteles, pero es particularmente importante en un segmento: el de las housekeeping. La etiqueta indica que se les deja un par de dólares diarios con una nota de agradecimiento por día. Esto si quiere encontrar el chocolatín sobre la almohada y nuevas botellitas de champú junto a la ducha cada vez que llega, claro. Si uno deja monedas, probablemente ni las tomen, bajo riesgo de que se genere una confusión con dinero olvidado por el pasajero.
Ya que arrancamos hablando de la forma en como los Bogart, Clooney, Pitt y Redford se comportan en los hoteles de las películas, podemos recordar también que cada vez que necesitan un favor, el conserje de turno está más que dispuesto a resolvérselo (así sea alfombrar de nuevo la habitación con un motivo de leopardo), mientras que a usted siempre le ha costado una hora y media lograr que en concierge le dieran un pequeño plano de la ciudad en la que está alojado. Aparentemente, para lograr una sonrisa amplia por el ocupante del otro lado del mostrador, el secreto tiene, por lo menos, la cara de Lincoln. Ah, y si quiere conseguir taxi por segunda vez, no se olvide de darle un dólar al muchacho que los para la primera.
Los viajes y los periodistas: códigos entre colegas
Los periodistas de viajes constituimos un fenómeno aparte en el mundo de los huéspedes de hotel. Porque, por nuestro trabajo, terminamos varias veces por año de invitados en cinco estrellas que nuestros exiguos ingresos no nos permitirían pagar. Esto hace que muchos de nosotros no seamos del todo dadivosos a la hora de propinar, ya que manejamos cifras más propias de un hospedaje marplatense clase “A” que de un Hyatt o un Sheraton ubicado en lugares donde habitualmente hablan de dólares o de euros.
Por eso, se han desarrollado estrategias que se transmiten de colega a colega y de generación en generación: hacer ver que uno es baquiano del hotel al que acaba de llegar para que no lo acompañe el botones a la habitación, no acercarse a la conserjería por ningún motivo, ir caminando o en subterráneo a todos lados para no parar taxis en la puerta (como combinación de las dos anteriores, resulta que si uno sufre un preinfarto en su habitación debe poder llegar por sus medios y sin pedir ayuda al nosocomio más cercano) y confiar que las housekeeping ladies van a hacer su trabajo como corresponde.
Otra alternativa es aflojar un poco la billetera y considerar las propinas como parte del presupuesto del viaje. Va a ser más placentero para todo el personal del hotel y, sin dudas, mucho más placentero para el pasajero. Porque la vida está hecha de contraejemplos y uno tiene que saber cuál es el costo real de la tacañería.
El joven vestido de botones sonreía sin parar desde el costado del mostrador de un importante hotel de Mendoza, enclavado en un edificio antiguo en el que, de repente, tal vez es posible encontrarse con algún huésped original de la época de la colonia tratando de hacer el check out, tal es la demora habitual en el mostrador.
Al margen de esto, lo que más me llamó la atención durante las siete horas del proceso de check-in fue que el joven vestido de botones no aflojó la mandíbula ni una sola vez. De oreja a oreja, con auténtica alegría. Como el alumno que acaba de rendir el último examen en la universidad y que, si bien está esperando la nota, sabe que le fue bárbaro.
En un momento, su sonrisa se me contagió. Ya no tenía ganas de rogarle a la chica del mostrador que se apurase, ni de decirle que estaba acelerándome el proceso natural de flebitis de tenerme parado allí desde hacía tanto tiempo, ni de agarrar mis cosas y mandarme a mudar a un hotel más económico pero más veloz (una ilusión falsa, esta última, porque estaba de invitado por una empresa de tecnología y no había calculado ningún presupuesto para gastar en ningún hotel, por más barato que fuera). Nada de eso. Simplemente, yo también tenía ganas de sonreír. Y así quedamos los dos, cara a cara, como dos tipos felices de verdad.
Quiso la casualidad (en ese momento pensé “quiso la suerte”, para ser honesto) de que fuera ese mismo chico, el de la sonrisa inmaculada, el que tuvo la tarea de acompañarme a mi habitación. Me resistí un poco, porque conocía el hotel y porque, como comenté, quería ahorrarme los billetes que se le dan al que te lleva las valijas hasta la punta de tu cama. Pero pasó lo que tenía que pasar: su sonrisa me desarmó y segundos después estábamos los dos paseando nuestra happy face por el ascensor.
Me abrió la puerta, me dejó pasar, me llamó “señor”, me hizo una breve descripción de los servicios de la habitación (cosa que hacen todo el tiempo, como si uno no pudiese distinguir un inodoro de un televisor) y llevó su incólume sonrisa hacia la puerta, donde se colocó en pose de espera. Le estiré la mano pero, a diferencia de lo que el muchacho esperaba, de nuestro fugaz contacto sólo le quedó la sensación del apretón. Ni una moneda, ni un billete. Así de tacaño puedo llegar a ser cuando soy huésped invitado en un cinco estrellas.
De repente, como una nube negrísima que interrumpe un cielo perfectamente despejado, sus comisuras comenzaron a juntarse hasta conformar una mueca muy diferente a la sonrisa. “Hasta luego”, me saludó con amabilidad, aunque omitiendo el uso de la palabra “señor”, tan común en los hoteles de altas constelaciones. Me quedé triste porque me sentí el responsable absoluto de la desaparición de aquella sonrisa mágica. Por suerte, la ducha de la habitación era genial (la lluvia caía recta desde el techo como si fueran latigazos, es un masaje de agua) y curan cualquier malestar del alma en segundos.
Esa misma tarde, salí a dar una vuelta por la plaza que está justo enfrente del hotel, buscando la calle peatonal. Cuando me aproximaba a la puerta mi corazón se alivió: allí estaba el joven vestido de botones, con su sonrisa perfectamente repuesta, cumpliendo otra función: la de abrir la puerta para facilitar el paso de todos los que entraban o salían del establecimiento. Repuse también mi sonrisa, no lo iba a dejar solo, más que nada para que en ese cruce fugaz pudiésemos revivir esos viejos tiempos del check-in, cuando éramos dos irresponsables risueños, y me adelanté con resolución hacia la puerta. Lamentablemente, el joven salió disparado (¿me habrá visto llegar? ¿lo habrán llamado justo en ese momento?) en el instante exactamente anterior al del cruce, dejándome de cara frente a la puerta cerrada, con mi sonrisa avara reflejada en el vidrio.
Las propinas en los hoteles es una de las clásicas preocupaciones (o despreocupaciones) de los viajeros, y una de las facetas que el periodista Walter Duer cuenta en su Malditos viajes, el libro con humor, que detalla lo que se vive cuando decidimos alejarnos de casa.
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