Este año se celebra el 70 aniversario de la invención del término “platillo volador”. A continuación, los recuerdos en primera persona de alguien que pasó por todas las etapas: ufólogo, escéptico y ahora cronista de un universo paralelo tan fantástico que no parece real, pero lo es.
Soy de la generación de los recortes de diarios. ya desde chico, tema que me interesaba, tema que iba a parar a mi álbum de noticias. En 1973, cuando comencé a armar mi archivo –palabra grande para describir una montaña de carpetas desordenadas–, era incapaz de calcular el valor que iban a tener esos papeles para mí. Entendámonos: para una persona normal, el destino obligado de esos recortes es el tacho de basura. Pero yo los atesoro como si fuera carbón que, en cualquier momento, se puede volver diamante. Después de tres décadas o más de dedicarme al periodismo de lo extraordinario y lo paranormal, sé que cada historia en la que alguna persona relata acontecimientos inusuales tiene un potencial fenomenal. Son historias que mejoran con el tiempo. Nunca sabemos cuándo puede aparecer un dato nuevo, una conexión inesperada, o transformarse en el eslabón de una cadena mayor.
En tiempos de paz, el cielo suele ser una zona de relativa calma: es difícil ver pasar naves aéreas en forma intempestiva. La primera gran noticia del siglo XX que liquidó esa idea comenzó a contarse la tarde del 24 de junio de 1947 cuando un comerciante, Kenneth Arnold, vio desde su avioneta nueve objetos que sobrevolaban muy rápido el monte Rainier, en el estado de Washington.
Durante mi adolescencia, Fabio Zerpa insistía en que Arnold había visto “nueve tazas de café” voladoras, algo que me confundía, sobre todo porque, a partir de aquella observación, había nacido el término de “platillo volador” (flying saucer) que, supuestamente, era la forma de las aeronaves, porque eso era antes de que técnicos de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos los rebautizaran “objetos voladores no identificados”. En 1988, un estudiante de Sociología francés, Pierre Lagrange, viajó a Estados Unidos para reconstruir los dos primeros días de los famosos platillos. Era la primera vez que alguien lo hacía. Entrevistó a testigos, familiares y periodistas y determinó que Arnold nunca había visto tazas de café ni, mucho menos, platillos voladores. El piloto dijo que esos objetos eran como boomerangs. Y que volaban “como platillos saltando sobre el agua”. Bill Bequette, periodista del diario East Oregonian, malinterpretó esa descripción de movimiento con otra de forma. La metáfora creó el molde cultural donde iban a calzar los testimonios siguientes: si esos objetos eran discoidales, eran los “verdaderos” platillos voladores. Y, si esos platillos eran reales, entonces se habían “adecuado” a un error periodístico. El equívoco de Bequette enojó a Arnold cuando aún ignoraba que en esa pequeña errata estaba cifrado el destino de un misterio moderno, quizás uno de los más populares del siglo XX.
Cuando uno dice recortes también habla de revistas, historietas y anotaciones. Repasar esas carpetas, 44 años después, comprende un viaje a la imaginación de un adolescente que nutría sus sueños con lo que veía en la tele: el final de la misión Apolo, que puso 12 hombres en la Luna; series como Viaje a las estrellas y El túnel del tiempo; películas donde el futuro era el más sombrío retrato de la desolación, por ejemplo, en Soylent Green (Richard Fleyster, 1973), o representaba pánicos paranormales, como en Carrie (Brian de Palma, 1976), o terrores religiosos, como en El exorcista (William Friedkin, 1973). Con Javier, mi hermano menor, juntábamos las tiras de El regreso de Osiris, la odisea espacial que dibujó Alberto Contreras en Clarín hasta su muerte. Y devorábamos El Eternauta, el Martín Fierro de nuestra generación.
Por aquellos años, los naipes del platillismo estaban barajados de un modo extraño. En esas carpetas, esperaban humanoides que hablaban desde la pantalla del televisor o interferían en la programación radial, hombres de negro que le habían perforado a tiros la persiana a un ufólogo que –supimos años después– militaba en un movimiento guerrillero, o cuentos casi infantiles que salían en los diarios, como el de unos chicos sicilianos a quienes un escamoso reptiliano les dijo: “Venid conmigo, os enseñaré mi idioma y os llevaré a la Luna”. En esos años, intercambiaba cartas con personas increíbles, entre ellas, una ecuatoriana que llenaba páginas y páginas de papel de calcar con una letra cursiva minúscula, tal vez empequeñecida por el temor al escepticismo. Me acuerdo de las vueltas que dio para confesar su íntima convicción de que el padre de su hijo era un mesías nacido en otro mundo. En su confesión había un dolor grandísimo. Una vez noté tinta corrida por las lágrimas en esas cartas llenas de historias extravagantes.
En los 70 casi no había libros sobre ovnis y las revistas especializadas eran pocas. Sin internet, redes sociales ni Cable, la información circulaba a cuentagotas. Quizás esa carencia incentivaba cierto espíritu inquisitivo. El correo postal era la base de todo intercambio entre países lejanos y, entre el envío y la recepción de una carta, podían pasar 20 días. Armé mi primera red de corresponsales con algunos compañeros de la secundaria. Formamos el Gaife (Grupo Aficionado para la Investigación de Fenómenos Espaciales), que editaba un boletín fotocopiado. Cora Cané, en su Clarín Porteño, nos publicó una invitación para contactar a otros interesados. Llovieron cartas de todo el mundo. Revistas de ciencia ficción como Más allá y 2001 Periodismo de anticipación también alentaban a los lectores a publicitar grupos de aficionados.
Durante algunos años creímos en la existencia de testigos vírgenes de la influencia de la ciencia ficción, libres del contagio de los medios y, por ende, capaces de dar fe de las incursiones de naves espaciales de tuercas y tornillos. En 1979, yo era casi el único integrante del Gaife y con nuevos amigos cofundamos el Cefanc (Centro de Estudios de Fenómenos Aéreos No Convencionales). Desde el nombre se advierte que las ilusiones de cientificismo crecían.
Queríamos casos reales, pero cuando fuimos a entrevistar a Norberto Lorenzutti, un chico de nuestra edad que había tomado una serie de fotos de un platillo sobre Barrio Norte, no esperábamos encontrar indicios de un ovni de papel pegado en el vidrio de la ventana. Su madre quedó tan impactada que corrió a llevar el material a Fabio Zerpa, quien publicó todo en un camino sin retorno. Desde entonces, muchas veces me reencontré con historias así, en las que un engaño o una travesura infantil se le va de las manos a su creador para encallar en los catálogos de narrativas ufológicas. Algo más simpático nos ocurrió con mi coequiper de aquellos años, Alex Chionetti. En Lanús, un vecino había denunciado el aterrizaje de un ovni, sobre el que dio toda clase de detalles. En el frente de su vivienda había un círculo de unos siete metros. El centro parecía calcinado por una tobera y había hongos alrededor. Volví a mi casa con dos bolsitas con muestras, una interior y otra exterior, y las colgué en el picaporte de mi cuarto. Al otro día desperté oyendo un pedido de auxilio de mi madre.
–¡María! ¡Vení urgente! ¡Mirá lo que me han metido en la casa!
La vecina entró y dio un diagnóstico inapelable.
–Te han hecho un trabajo.
–¿Eh?
–Te han hecho un maleficio. Esto es magia negra.
–Ay, María, yo sabía que alguien me quería embromar.
Cuando, risueño, me acerco para conocer el motivo de tal ingenuidad, observo espantado cómo las posibles evidencias de un aterrizaje extraterrestre crepitaban en un fuego purificador en la vereda.
–¡Mamá, esas brujerías eran mis muestras! –grité.
Un botánico vio las fotos y dictaminó que la huella había sido causada por una plaga de hongos que crece en forma circular a partir de una seta central que, al morir, deja residuos oscuros, como si fuesen rastros de ignición. Antes de ser atribuidas a marcas de ovnis, la gente creía que estas huellas eran rondas de brujas o anillos que dejaban las hadas al bailar. Créase o no, todavía circulan fotos de anillos de hadas como evidencia del aterrizaje de ovnis.
Al tiempo viajamos a Quilmes para visitar a Alejandra Martínez de Pascucci. En julio de 1968, había contado al diario Crónica su asombroso viaje en un plato volador junto a dos seres de luz. Al comienzo no nos quiso recibir. Por fin entreabrió la puerta y confesó: “Eso fue una mentira mía”. ¿Con qué fin? “Quería llevar a mi hijo a la tele”. El sueño del nene era cantar en Sábados circulares de Mancera.
Para aquellas encuestas pioneras también cruzamos el charco. Florencio Escardó, un destacado pediatra cuyano, había descripto en La Nación las maravillas que vio en Uruguay. “En Salto existe un ovnídromo”, dijo. Era invierno de 1980. Con Chionetti no lo dudamos. Teníamos que ir a conocer ese lugar. Ya en la estancia La Aurora, su dueño, Ángel Tonna, nos confió que sus campos eran una base de operaciones extraterrestres. Todo comenzó en febrero de 1977 como un caso de ovni más: la visión de unos objetos, luces nocturnas y un rayo que volteó parte de un bosque, mató un perro, esterilizó un toro y calcinó un ombú que, según Tonna, quedó impregnado de radiactividad: bicho que caía dentro sucumbía momificado. Nada de esto era cierto, explicaron los ufólogos locales. Pero nosotros queríamos vivir la experiencia y decidimos pasar la noche a campo abierto. Sin linternas, sin carpa, sin mantas, pero con la moral alta y dispuestos a enfrentar lo desconocido. El relato de Tonna era poco convincente, pero su familiaridad con lo extraterreno tenía algo perturbador.
Cuando cayó el Sol, señaló las naves.
–Ahí están, ¿ven?
–¿Dónde? ¿Dónde? –nos desesperamos.
–Ahicito nomás, se aparecen a estas horas.
Era verdad. Dos focos rojizos parpadeaban sobre el horizonte.
Poco antes, cerca de Montevideo, habíamos entrevistado a Juan Froche, un herrero que el 14 de junio de ese año había forcejeado con dos humanoides, con tajos en la frente, que le quemaron la palma de la mano. También nos reunimos con Carlos Pérez Lavagnini, Carlos Cantonnet y otros miembros de la Comisión Ovni de la Fuerza Aérea uruguaya, Cridovni, que se había fundado hacía pocos meses. Nos habían contado historias asombrosas. Hablábamos sobre todo eso en medio de la noche y la nada, pisando bosta, salteando alambrados y caminando en dirección a una luz extraña. Hacía frío y nos faltaba abrigo. El resplandor brillaba sobre el horizonte, no se movía, pero esa madrugada aquel misterio era nuestro. La luz titilaba, se apagaba y reaparecía en otro lugar. Chionetti, mayor que yo, se reía de mis quejas. Rezongaba por la hora, el frío, la incertidumbre... ¿Cuánto más íbamos a caminar? ¿Cuál era el límite? Yo estaba cagado en las patas. Alex gozaba. “Somos piezas de un ajedrez cósmico. Estamos perdidos. ¡La inteligencia del fenómeno nos manipula!”, recitó como poseído por el espíritu del profesor Neurus. En algo tenía razón: estábamos perdidos. Esa caminata eterna no acortaba la distancia que nos separaba de la luz. Yo imaginaba que esa nave, o lo que diablos fuera, se nos podía venir encima. Estábamos por cruzar el enésimo alambrado de púa cuando pegué un salto hacia atrás: el metal vibró violentamente.
–¿Viste eso? –le pregunté algo alterado a Alex.
–¿Si vi qué? –mi amigo parecía en otra.
–¡Que el alambrado se movió! –insistí.
–¡Qué se va a mover!
El alambrado tembló con más fuerza aún. Mi mente aceleró más rápido que mis piernas: salí disparado de ahí. Mi compañero me siguió el tranco con su pata coja. Mi corazón latía como una Kalashnikov. Doblado de la risa, Alex se disculpó. Me había hecho una broma. Ya está, deserté, me dije. La ufología de campo no es para mí. Yo tenía 17 años. Ya era tarde. Tenía hambre. Hacía frío. Extrañaba a mi mamá. Y el miserable casco de la estancia no aparecía.
Al otro día, Tonna nos llevó en jeep a la zona de la luz. El paseo incluyó una parada en los asentamientos: el famoso ovnídromo de Salto. “Ellos estacionan acá, usan las mismas huellas”, explicó. Las marcas no eran asombrosas: parecían artesanales, círculos hundidos como si empotraras una cacerola en el barro. Por ahí había una ruta bastante transitada. Algunas naves podían ser faros de automóviles. Otras, luces de un farol. Una luz se prende, la otra se apaga. Una luz quieta parpadea por muchas razones: cambios de temperatura del aire, ropa tendida movida por el viento... El resto, magia pura: expectativa (no fuimos a Salto para recolectar tomates), cultura (el copyright de la teoría del juego de ajedrez de Chionetti era de nuestro admirado Jacques Vallée) y sugestión (Tonna, Froche, el relato de ufólogos, nuestras propias conversaciones).
La Aurora convocó a cientos de grupos contactistas. Venían de todas partes. Supimos que habían peregrinado hasta allí seguidores de la “capitana” Perla Perviú o Madre Isis, una mendocina que aseguraba vaticinar y detener tsunamis con el poder de la oración, y los de Trigueirinho, quien más tarde ungió la estancia con uno de los siete centros energéticos de la Tierra. La Aurora también fue un ejemplo de sincretismo católico-platillista. Así como en 1981 apareció un crucifijo marcado en la tierra, en 1987 los Tonna erigieron una gruta para los devotos del padre Pío de Pietrelcina, fraile capuchino canonizado por Juan Pablo II en 2002, por poseer el don de la bilocación, los estigmas de Cristo y la capacidad de curar. Parece que a la Iglesia no le gustó esa mezcla: por años sus curas tuvieron prohibido celebrar la misa en el lugar. Ufólogos religiosos y laicos siguieron acampando. En 2005, cuando Tonna falleció, sus hijos se rindieron. Hoy, en La Aurora, coexisten ofrendas católicas, bricolaje alienígena y leyendas seculares como una visita de Neil Armstrong que el astronauta negó haber realizado. Su esplendor solo fue eclipsado en 1986 con el nacimiento de otro santuario ovni más atractivo: el del cerro Uritorco, en Córdoba.
Algo más ocurrió en 1980. El sábado 14 de junio, pasadas las 19 horas, una gigantesca aureola luminosa cruzó el cielo de casi todo el Cono Sur. Se transparentaba la luminosidad de las estrellas como una enorme nube anular, hasta que se extinguió en un tenue punto de luz. Conseguí fotos tomadas en cuatro puntos del país y con Adrián Legaspi, otro integrante del grupo, concluimos que el objeto era demasiado grande y estaba demasiado alto para ser una simple nave de otro planeta. El fenómeno estaba a más de 200 kilómetros del suelo y tenía unos 10 kilómetros de diámetro. No parecía poseer luz propia, sino reflejar los rayos del Sol, que a esa altitud aún lo iluminaba. Lo más probable, estimamos, es que fuera una experiencia en alta atmósfera a cuenta de alguna agencia espacial. En diciembre, presentamos nuestras conclusiones en el Congreso Internacional que organizaba, en Mendoza, la Faece (Federación Argentina de Estudios de la Ciencia Extraterrestre). Así como suena: ciencia extraterrestre, un concepto que inventó Pedro Romaniuk, el máximo exponente argentino de esa extraña cruza entre esoterismo, tecnología y religión. Todavía me pregunto cómo salí vivo de ahí, pero valió la pena. Allí estreché lazos con amigos con quienes compartiría nuevas aventuras. Guillermo Roncoroni me invitó a formar parte de la CIU (Comisión de Investigaciones Ufológicas) y de su revista Ufo Press y conocimos a J. Allen Hynek, doctor en Astronomía, fundador del Cufos (Center for Ufo Studies) y el ufólogo más emblemático del mundo: de asesorar el proyecto Libro Azul de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, pasó a protagonizar un glorioso cameo en la escena final de Encuentros cercanos del tercer tipo, la película de Spielberg de la que también había sido asesor. Por Hynek conocí a Jim Oberg, un investigador que tenía la respuesta: la “nave” del 14 de junio había sido causada por el ingreso en la atmósfera del combustible del cohete que puso en órbita un satélite soviético de la serie Cosmos.
Otra vez: las cosas miradas de cerca son menos raras. Mi viejo, que era importador, me llevó varias veces a Europa. Así pude conocer a las grandes figuras de la ufología española, italiana y francesa. En los 80, nació la escuela psicosocial, impulsada por Michel Monnerie, Claude Mauge y Jacques Scornaux, entre otros viejos ufólogos aburridos de encontrar explicaciones a casos que sus colegas daban por inexplicados. Solo los italianos entendieron que si la ufología tenía una misión, esta era hallar las causas de las observaciones.El rol del ufólogo debía ser técnico, lejos de los fogoneros de mitos, a quienes solo les rinde contar historias sin importarles el rigor histórico. Los enfants terribles de la escuela francesa vivían enfrascados en grandes luchas teóricas. Si a fines de los 70 era transgresor reivindicar la investigación de un fenómeno ninguneado por el establishment científico, ahora la heterodoxia era pararse en la vereda opuesta. La refutación estaba de moda.
Fueron años de una transición climática. Vivencias como las abducciones, que exacerbaron el imaginario platillista como nunca antes, o historias como la captura de naves accidentadas, como el caso Roswell (la conspiración secreta más famosa del mundo), mostraron “realidades alternativas” casi indistinguibles de la ciencia ficción. Eso hizo repensar los orígenes de todo. Ahí, en esa literatura, en esos cómics, estaba cifrado el enigma. Los discos espaciales eran comunes en los años 30, en las historietas de Buck Rogers y Flash Gordon, en ilustraciones como las de Frank Paul para Amazing Stories. Después de 1947, cuando los platillos encarnaron en el mundo real, el cine catalizó ese fervor en El día que paralizaron la Tierra (1951), en Invasores de Marte (1953), en La guerra de los mundos (1953) o en El pueblo de los malditos (1960), todas películas con raptos, implantes y embarazos extraños. Las primeras abducciones aparecían en ese material antes de 1964, cuando Betty y Barney Hill contaron bajo hipnosis el primer encuentro a bordo con alienígenas. Desde luego, la ficción científica no es la única influencia cultural. El ocultismo teosófico, el movimiento rosacruz y el espiritismo aportaron un repertorio completo de ideas que reencarnaron en la subcultura platillista: entes cósmicos creadores de la humanidad, misterios arqueológicos, continentes sumergidos y fuerzas rivales.
Los 90 me encontraron con un pie fuera de ufolandia. Todo el tiempo aparecían nuevas religiones inspiradas en los extraterrestres y estudiar los alcances de ese movimiento me interesó más. Mi única demora, que también tuvo sus beneficios, fue cierto recrudecimiento de mi escepticismo: entre 1990 y 1994 formé parte del Cairp (Centro Argentino para la Investigación y Refutación de la Pseudociencia). Éramos convocados por los medios para sofocar focos de pensamiento mágico rebelde y publicábamos El ojo escéptico, la primera revista argentina sobre misterios que, en vez de venderlos, los desalentaba. No estuvo mal, fue un master acelerado en pensamiento crítico y una oportunidad para analizar las creencias de la new age, en auge por aquellos días. Pero un exceso de militancia intoxica el ejercicio idóneo de la profesión, y yo ya era periodista. Curiosamente, ese fue el punto que atacó Sandra Russo cuando me rechazó una nota en Página/12. “Un escéptico como vos no puede cubrir el juicio a una vidente”, dijo.
Pero tampoco es ser justo con mi derecho a cambiar de ideas si mi abandono de las trincheras racionalistas se hubiese reducido a cierta necesidad de reciclarme como periodista imparcial. No, el éxito profesional no depende de esas sutilezas. Experiencias personales, un redescubrimiento de la magia en las vidas y el relato de las personas que tienen vivencias extraordinarias y una búsqueda de aprender más sobre los procesos sociales me llevaron a enderezar la puntería.
Tres personas influyeron mucho en mi cambio de rumbo, un hombre y dos mujeres. El antropólogo Alejandro Frigerio me enseñó a acercarme a la dimensión sociocultural de unos fenómenos humanos y me hizo ver que en la ufología, secular o religiosa, se reproducían procesos de estigmatización social que eran más fáciles de visualizar en otras minorías. Emy, una mujer que lideraba una pequeña comunidad new age, me abrió las puertas a su mundo místico pese a que la primera referencia que le dieron de mí fue que yo era un espía del Opus Dei. Su generosidad me permitió conocer por dentro la dinámica de grupos que pueden ser percibidos como sectas extrañas a las que hay que perseguir. Por último, Martha Green. Alguien con ese nombre estuvo en la terraza del Kavanagh en 1954, cuando un grupo de médiums anunció que esa noche una nave de Júpiter iba a sobrevolar el edificio. Buscándola, encontré a otra Martha Green, una abuelita encantadora. En un libro, Ozonis, revela su romance con un ser del espacio exterior. Es una larga historia, pero cuando la conocí, valoré más a las personas que son capaces de seguir adelante sin temor al ridículo, pese a la certeza de que vas a tener al mundo en contra. Escuchar a Martha no fue fácil. Fue necesario derrotar prejuicios largamente cultivados.
¿Valió la pena el viaje de aquel adolescente que creía en los extraterrestres? ¿Acaso descenderán a la Tierra alguna vez seres de otros mundos? Ningún hallazgo confirma la tesis que le da sentido a la vocación ufológica. Ni siquiera hay evidencias de que algunos informes puedan enmascarar un fenómeno original. ¿Sobrevivirá la ufología? Ninguna disciplina autodidacta con ambiciones cósmicas puede superar siete décadas de frustraciones, a menos que siga las reglas del mundillo religioso y conspirativo. ¿Qué hacer? Lo que muchos aún hacen: recopilar, observar y estudiar las manifestaciones socioculturales que dan vida a este imaginario en permanente transformación. B
Alejandro Agostinelli
LA NACION