Martha Palacios nació en Lima y creció entre los fuegos de un restaurante familiar. Desde el año 2009 es jefa de cocina de Panchita, marca del grupo Acurio Restaurantes, con la que comanda dos locales en Lima y uno en Santiago de Chile. Su cocina, criolla y orientada a la investigación del más tradicional recetario limeño y regional, la colcó como una de las figuras referentes de la gastronomía regional peruana.
A los 43 años y con un hijo, ya siente que cumplió el gran sueño de su vida, aquel que imaginaba cuando a los 11 años acompañaba a su papá en su "menú" (así se llama en Perú a los restaurantes de platos económicos pero caseros y sabrosos) limeño y se desvivía por ayudar y atender el negocio. Hoy lidera a varias cocinas a la vez, las administra y es chef. Hace la revisión de los sabores, crea nuevos platos y está a cargo de los productos e inventario. Qué duda cabe, ella es la mano derecha del chef Gastón Acurio, considerado el embajador de la gastronomía peruana en el mundo.
Martha estuvo en Buenos Aires en agosto para dar una clase de cocina en el marco de la Feria Masticar; allí, en el puesto de Perú también presentó uno de sus platos insignia: Carapulcra de trigo con un guiso a base de trigo y papa seca, con aderezo de ají panca y un poco de maní, coronado con chicharrón. Un guiso bien criollo, sabroso que generó siempre la misma pregunta: "¿Cómo lo hace?"
El secreto de la cocina
En cuanto a lo técnico, la chef no tiene problemas en compartir lo que sabe, algo que fue pasando de generación en generación, que sabían las abuelas, las madres y hoy todos los que aman la cocina tradicional criolla peruana. "Lo más importante en la cocina es probar el plato antes de servirlo", revela. "Después están los ingredientes típicos de cada gastronomía: nosotros usamos el ajipa, cebollín, ajo y muchos caldos. Si hago un arroz con pato, tengo que tener un buen caldo de pato, si hago un seco de carne un buen fondo de olla. Para el ají de gallina, lo mismo y así con todos los cocidos. Para un buen guiso el secreto es un buen fondo. Y también, tener un aderezo para aromatizar al plato antes de servir: lo hacemos con hierbas, desde el culantro a la hierbabuena", comparte.
Aunque siempre se imaginó dentro de una cocina, ocupar el lugar que tiene hoy le llevó algunas vueltas, de esas que da la vida en forma inesperada, cuando las circunstancias obligan a cambiar de rumbo. Y así fue que un día, a sus 15 años se encontró viviendo en Japón. Eran tiempos difíciles en Perú, la política, la situación social y la economía familiar que se había complicado, su hermana que ya había emigrado y una conversación con sus padres, confluyeron para que tomara esa difícil decisión y se lanzara, en plena adolescencia, a separarse de sus padres y probar suerte en una cultura completamente diferente.
Trabajaban en una empresa de losetas (pisos) para construcción a la que ella se sumó al llegar. Quería juntar dinero para estudiar. Su padre quería que fuese abogada o doctora, que fuera a la universidad como su mamá y al volver, diez años después, con todo lo aprendido y vivido en Japón, eso hizo: se anotó en Administración de empresas. Pero lo dejó al año: ella solo quería cocinar, volver a esa infancia feliz cerca del calor de la cocina de su papá.
Cocinar no es un trabajo
"La cocina y todo este mundo para mí no es un trabajo, es algo que marca mi vida, que me apasiona, sin esto no viviría contenta", cuenta. "Incluso cuando estaba en Japón, siempre me buscaba algo que hacer relacionado: allí me puse a vender ingredientes para la cocina peruana, con un carrito iba y los llevaba a las casas de la colectividad latina, los japoneses me regalaban gallinas, que ellos no las comen y yo las vendía a los peruanos para que pudieran cocinar nuestro plato típico el ají de gallina", rememora. De la cultura japonesa la impregnaron los valores: el respeto, la puntualidad, el compromiso y la humildad me fueron inculcados en los diez años que viví allá. "Eso marcó parte de mi adolescencia y los hábitos que tengo ahora, además de querer seguir avanzando, creciendo y aprendiendo", subraya.
De la comida japonesa solo conoce lo que ella pudo probar, porque no pudo conseguir trabajo en ningún restaurant. "Allá las mujeres no cocinan en los comedores, solo pueden trabajar de meseras o de cajeras", recuerda.
Después de Japón: el sabor de volver
Le gustaba ir a un restaurante del pueblo en el que le echaban limón al pollo antes de freírlo para que salga crocante y ese secreto se lo trajo al volver a Lima, a sus 24 años. Pasó seis meses tratando de recuperar el tiempo perdido en el terreno de la amistad, se la pasó saliendo con amigos y amigas, yendo a las playas, viajando y socializando todo lo que podía. Hasta que un primo le propuso dejar de gastarse sus ahorros e invertir en abrir una cafetería cercana a la facultad. Dejó la carrera de administración, se pasó a la San Ignacio de Loyola, una famosa escuela de cocina, y con su primo alquilaron un local en el que pusieron la cafetería. Estudiaba y en sus horas de descanso se iba a ver la cafetería. Descubrió que allí era donde mejor se sentía, le gustaba ver feliz a la gente.
Cuando Martha se recibió de chef tenía que empezar a hacer prácticas y su profesor de ese entonces, el panadero Renato Peralta la contrató como asistente hasta que se enteró que estaban abriendo un restaurante de Gastón Acurio, La Mar, se presentó y la contrataron. Después el grupo abrió Panchita, adonde entró como ayudante de cocina y a los cinco meses le ofrecieron ser jefa. Allí cada día es una sorpresa, cada sabor es nuevo, y cada plato una creación. Martha organiza, investiga y adora interpretar recetas.
"Me encanta entrenar a los cocineros nuevos que vienen, me gusta conversar y que sean felices en lo que hacen", cuenta. "Pienso que la cocina es un arte y como todo artista si no estás en tu ambiente no te puedes desenvolver, debes de ser libre y feliz, eso es lo que trato siempre de transmitir". Es el lugar donde, por más que hoy viaja por todo el mundo, Martha sabe que hoy quiere estar. Y sin dudas, los comensales, lo agradecen.
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