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La intersección de las rutas 33 y 188 marca la entrada a la ciudad. Enfrente, una YPF moderna y luminosa insinúa la centralidad estratégica de este punto del país. Su vecino colindante es una parrilla que, sin ningún tipo de eufemismo, fue nombrada “La Parrilla”, señalizada con un cartel en altura con las iniciales LP blancas sobre un fondo rojo y azul. Una laguna artificial decora la entrada del restaurante en un paisaje carente de cualquier indicio de afluente. Un horizonte despejado solo interrumpido por algunos árboles diseminados por el campo. Se ingresa a la ciudad con una bienvenida de tractores, máquinas cosechadoras y locales de productos fertilizantes. Sobre tres escalones de piedras grises se erige el nombre en letras hechas en metal: General Villegas. Para muchos, sin embargo, todavía sigue siendo Coronel Vallejos.
A 465 kilómetros de la Capital Federal
En el extremo noroeste de la provincia de Buenos Aires, limitando con Córdoba, Santa Fe y La Pampa se encuentra el pueblo que vio nacer a Manuel Puig, en 1932.
“Aquello es de miedo, es la ausencia total de paisaje, es una planicie perfecta, el horizonte es una recta y no crece nada. La persona que nace y muere ahí no ha visto nada, nada más que lo que le dan en el cine”, dice Puig sobre ese Villegas de su niñez. Encorvado y casi sin pelo, fuma un cigarrillo detrás del otro. Corre 1977, en Madrid, donde es entrevistado por Joaquín Soler Serrano en su programa A Fondo y su popularidad en el mundo de la literatura va en aumento. Radicado en Nueva York, Puig trabaja en su próxima novela. Con cuatro libros publicados, ya es reconocido y considerado un escritor de vanguardia. Mientras tanto, en su pueblo natal reina la indiferencia.
Le cuesta llegar a un lugar con buena recepción de señal. Son las 11 de la mañana del 13 de junio de 2021. Camina con dificultad por una reciente fractura de cadera que la obliga a usar bastón. “Ya llego, ya llego”, dice mientras se dirige a ese rincón de la casa en el que sabe que su teléfono funciona sin intermitencias. Tiene una voz muy armónica, sólida, que se pierde de a ratos en el espectro radioeléctrico que conecta al Gran Buenos Aires con General Villegas. “Para mí nunca va a ser Manuel, acá nadie lo conocía así. Acá siempre fue Coco. Helena se crio con él, éramos los pibes del barrio”, explica Raquel Piña, hermana de Helena Piña y amiga de la infancia de Puig. El barrio era las inmediaciones de la esquina de Rivadavia y Arenales. Sobre Rivadavia, donde hoy se encuentra un colegio secundario, estaba la casa de los Puig, en la que transcurrió gran parte de la infancia de Manuel y una porción de su primera novela: La traición de Rita Hayworth.
A los 30, en Roma, sin una carrera y sin dinero
Luego de algunos fallidos guiones en lenguas extranjeras -las lenguas del cine, según Puig-, su amigo Mario Fenelli le sugiere dos cosas: escribir en español y sobre su mundo cercano. Es así como inicia una suerte de registro psicoanalítico sobre su vida. “Necesitaba explicar mi infancia y por qué estaba en Roma, con 30 años, sin una carrera, sin dinero y descubriendo que la vocación de mi vida -el cine- había sido un error”, dice Puig. Al rememorar la voz de una tía, la escritura empieza a fluir. “Podía recordar exactamente lo que ella había estado diciendo veinte años antes, y tomé nota de eso… Aunque su voz se suponía que iba a tomar como máximo tres líneas de diálogo, siguió sin detenerse por casi treinta páginas. No había manera de hacerla callar”.
En tono burlón, Puig llama a estos diálogos Pájaros en la cabeza o A.I.S.P.: Asco Ilegible Sin Precedentes, bautizado así por un amigo de Nueva York. Aquello que luego titulará La traición de Rita Hayworth es la culminación de la historia de su infancia ficcionada. Sin demasiado disimulo cambia los nombres: él, Coco, es Toto; su mamá, Male, es Mita; su amiga Helenita es Alicita; su papá, Baldo, es Berto, y su primo Jorge es Héctor.
El núcleo de su obra es la contradicción. Sus personajes son complejos, llevados a la acción mediados por deseos que no pueden ser ejecutados en una sociedad que pone márgenes muy estrictos. Ese vaivén de emociones será una constante en su vida, en la que va a tener que enfrentarse no solo con un esnobismo literario que, o lo repele o lo adora, sino también con sus propios compatriotas, entre los cuales cosechará opiniones de una disparidad asombrosa.
“La noticia que consignamos nos anuncia que nuestro exvecino está en vísperas de triunfar como escritor. La editorial, al comienzo citada, dará a luz en los próximos días la obra literaria La traición de Rita Hayworth (…) que promete ser un suceso latinoamericano de librería”, informa una noticia titulada “La más dolorida y triunfante novela de aprendizaje de la vida que hayan merecido las letras argentinas”, publicada en Villegas Ilustrado.
Boquitas pintadas
Se puede decir que en General Villegas hay un AB y DB (Antes de Boquitas pintadas y Después de Boquitas pintadas). “Con Boquitas, crea historias que se podían identificar con familias concretas, pero esa nunca fue su intención. Sumándole el estilo de Coco, muy folletinesco con un toque de culebrón, fue peor. No importa sobre la base de qué, es ficción”, dice su amiga Raquel Piña.
El 18 de septiembre de 1969, interesado y expectante por las repercusiones en Villegas, Puig le escribe unas líneas a su amiga Helenita ante el inminente aterrizaje de su segunda novela en el pueblo. “¿Llegó ya a Villegas? Te ruego que me tengas al tanto de todo, hasta el último detalle. Los personajes esta vez son bastante inventados, te habrás ya percatado si leíste la novela. Las psicologías se han dado y repetido hasta el cansancio, pero la anécdota es inventada. Aunque hubiese podido suceder… ¿no te parece?”. Como un presagio, Puig pareciera intuir lo que tendría que enfrentar en los meses posteriores.
“Las personas que se vieron retratadas en Boquitas estaban asociadas a familias tradicionales, personas que gozaban de cierto prestigio y que podían hacerse escuchar”, dice Carlos Castro, director del documental Regreso a Coronel Vallejos, en el que se retrata la vida en un pueblo a través del relato troncal de Patricia Bargero, referente de la obra de Puig en Villegas.
Atraída por la noticia de una ciudad entera peleada con un exvecino devenido escritor, producto de ventilar los rumores del lugar, la prensa viajaba a Villegas para entrevistar a los lugareños y contar la historia. Es el caso de la revista Semana Gráfica, que publica una nota titulada “Villegas no es como dice Puig”, el 7 de noviembre de 1969. “Mire, nuestros problemas son nuestros y no hay por qué andar ventilándolos”, reza el testimonio de un agente de policía.
El pretendido anonimato villeguense contrastaba con el éxito comercial de la novela: para enero de 1972, llevaba vendidos más de cien mil ejemplares de Boquitas pintadas en la Argentina, seis mil en Brasil y otros cien mil en Italia a través del Club del Libro, doblando allí en ventas a Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez. Además, las puertas estaban abiertas para que llegara a República Checa y Estados Unidos, y contaba con propuestas de cuatro directores para filmar la película. En 1974, cuando finalmente Torre Nilson estrenó la adaptación cinematográfica, los curiosos vecinos peregrinaban hacia localidades cercanas para verla. En Villegas estaba prohibida.
Lejos de ser indiferente, Puig estaba al tanto de las reacciones que se suscitaban y en ocasiones intervenía para hacerse escuchar. “Creo que hubo en mi pueblo alguna resistencia a mi literatura, basada en un equívoco. Se creyó que cierta versión mía, desaprobatoria de los tics de la clase media, correspondían a una visión de Villegas exclusivamente. No es así. Esos tics pertenecen a la clase media de todos los pueblos y ciudades argentinas, y aún de otros países”, expresa en una carta del 19 de octubre de 1972, dirigida al director del diario villeguense Crónicas.
Obstinado y riguroso, también era poseedor de un ácido sentido del humor y de un carácter mordaz. En una carta a su amiga, del 6 de abril de 1969, le relata “en tren de chismes” un incidente con el escritor Eduardo Gudiño Kieffer. “Bueno, no me quedó otro remedio que mandarlo al diablo, pero creo que el tipo es realmente medio tarado. La novelucha de él es una cosita enclenque que no es más que una derivación del Rico Tipo y Patoruzú y el modo en que se ha quemado ante el periodismo (todo el mundo sabe que él escribe en Karina) es negro — RIP.” De haber sabido que este personaje lo introduciría mucho después a la persona que resignificaría su obra en el pueblo, quizá hubiese sido menos lapidario.
Es 1986 en la ciudad de Buenos Aires. La directora de la biblioteca pública municipal de General Villegas, Susana Cañibano, y la bibliotecaria Patricia Bargero participan de la XII edición de la Feria del Libro. Luego de una charla animada, las mujeres invitan a Gudiño Kieffer a la biblioteca local. “¿Por qué no lo llaman a Puig?”, pregunta el escritor, y la bomba hace ‘clic’. Sin previo aviso, su efecto se reproducirá en una onda expansiva en la psiquis de las mujeres. “Me dio muchísima vergüenza porque no había leído nada de Puig. Pensaba que era un chismoso, porque siempre estuvo presente ese dato de que lo que escribió no tenía valor”, cuenta Bargero, hoy conocida como “la viuda de Puig”.
“Empecé a leer a Puig y me pasó de todo. Él no condena a nadie en sus novelas, te da las claves para entender por qué sus personajes actúan como actúan. Me dio mucha culpa, mucha responsabilidad. Sentía un dolor tremendo, se notaba que era un tipo que había sufrido mucho”, dice Bargero. A partir de este despertar, desde la biblioteca municipal lo trataron de contactar, pero Puig no respondió, tal vez dolido por los desplantes del pasado. Confiados en el caudal de vida de un hombre de 54 años, nadie se habría de imaginar que cuatro años después Puig moriría luego de una operación de vesícula en Cuernavaca, México. La semilla, sin embargo, ya había germinado. Una nueva etapa en la relación Villegas-Puig estaría por comenzar de la mano de su viuda.
Festivales, obras de teatro, talleres de lectura, películas y hasta un hermanamiento con la ciudad de Cuernavaca serían parte del trabajo de Bargero en el Villegas de Puig a lo largo de más de 30 años. Aquel que hoy tiene una Casa de la Cultura que lleva el nombre del escritor del pueblo como homenaje, en el que se leen sus obras en los colegios y que cuenta con un recorrido por los lugares característicos de su vida y sus novelas. Su vínculo póstumo con Puig la llevaría incluso a comprarse una de las casas en las que vivió el escritor y hasta a convertirse en actriz, al protagonizar el documental Regreso a Coronel Vallejos, dirigido por el también villeguense Carlos Castro.
Es el sábado 22 de octubre de 2016 en General Villegas. Un sol primaveral vaticina una tarde cálida. Patricia está muy nerviosa: Carlos no le mostró la película terminada y la verá por primera vez en el estreno. Sale temprano de su casa hacia el cine, el mismo al que asistía Puig de niño, ubicado a una cuadra y media de distancia. El objetivo de Bargero es llegar antes que el resto de la audiencia para poder elegir un lugar donde ubicar su silla de ruedas motorizada y pasar lo más desapercibida posible. Termina colocándose en la primera fila, pensando que de esa manera el público saldría sin siquiera mirarla. De ubicarse última, las personas se le abalanzarían y ella no tendría escapatoria. Castro hizo lo propio, acomodó a su familia en un lugar con una buena vía de escape y alertó a su pareja para que tuviera todo listo para la huida. Las precauciones, sin embargo, no hicieron falta: la película gustó mucho. Aunque “nadie es profeta en su tierra”, remata Carlos con humor.
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